9/13/2006

Ley y violencia patriarcal

Es rara la semana, casi podríamos decir ya el día, en que no vemos en los medios de comunicación la noticia de que una mujer, sea cual sea su edad, su clase social o su nacionalidad, ha muerto a manos de un hombre. En la mayoría de los casos se repite la situación: estaban separados, en trámites de separación o ella le había comunicado su intención de romper la relación. El hombre mata a la mujer por un extraño sentimiento de posesión o de orgullo herido, o quizás de venganza. A veces, se lleva también por delante a una o dos criaturas, incluso a sus propias criaturas. El mito de Medea, que era mito por lo excepcional, se traslada a la masculinidad últimamente. Este año además se incrementan los suicidios de los asesinos o, al menos, los intentos. La violencia machista no cesa y lleva camino de alcanzar cifras máximas. Es cierto que la sociedad, más que nunca, está afectada y preocupada, que crece la conciencia ciudadana de lo inadmisible de esta situación; uno por uno, cualquier hombre juzga muy duramente a sus congéneres maltratadotes. La mayoría de hombres y, desde luego, de mujeres, se declara abiertamente favorable a la Ley de Violencia de Género, al endurecimiento de las penas, aunque con ciertas reservas jurídicas, y a la ayuda institucional a las mujeres maltratadas. Pero sabemos que una ley no arregla un problema. Ayuda, pero no es la solución. Ayuda en cuanto que crea conciencia social por el debate que suscita; también porque propicia la protección de las víctimas, aunque las víctimas tienen justificadas quejas sobre su aplicación y sobre las actitudes de jueces y juezas. Ayuda porque en principio tendría que anular la impunidad de los maltratadotes, aunque no ocurra así en todos los casos. La violencia psicológica, que precede siempre a la física y al asesinato, y que en cualquier caso crea el mismo infierno privado que la violencia física, queda por lo general impune. Una ley es sólo una ley, un código para la interpretación de la realidad que señala como delito punible aquello que la sociedad considera así; en términos freudianos, la ley es el super ego social. Sabemos que subyacen otros niveles: la mentalidad de fondo es aún patriarcal, porque la sociedad lo es, y el patriarcado es violento por naturaleza, pues el sometimiento de media humanidad no se puede hacer sin violencia. Los cambios sociales avanzan muy lentamente, con una gran tensión entre fuerzas de resistencia y de progreso, pero avanzan, y las mujeres están viviendo esa tensión más que nunca, pagándola con sus propias vidas. No podemos negar que también ciertos hombres están viviendo trágicamente esta situación: los que se suicidan son la muestra de ello. Los intentos frustrados sin embargo pueden parecer simplemente un intento de justificación victimista. Ante todo ello, no nos quedan más que estos caminos para acabar con la violencia: un cambio radical de todas las estructuras sociales patriarcales, lo cual está muy lejos de conseguirse, puesto que no se trata sólo de la mujer, sino también de todo lo que signifique, desde el punto de vista patriarcal, marginalidad. Añadamos que el patriarcado va unido íntimamente al capitalismo y a ciertas instituciones de poder y dominación –léase iglesia o ejército– y ya vemos que un cambio a corto plazo es imposible. Sólo queda la lenta evolución. Pero será aún más lenta o se detendrá y habrá retroceso si nos sentamos a esperarla. Acelerarla un poco, ayudar a que se realice y no pueda recobrar posiciones el patriarcado, depende de que se trabaje socialmente por un cambio de mentalidad general. En este punto es donde las leyes entran en juego: medios de comunicación, instituciones, leyes específicas y leyes de educación son los puntales desde los que se pueden realizar ambiciosas campañas que aceleren la evolución hacia un mundo sin violencia machista.