1/29/2007

Cómo conseguir "El diablo" de Tolstoi

De verdad que, aparte de tenerlo en una colección de relatos del autor, me lo descargué de la red para poder imprimirlo y leerlo a mi aire, pero ahora soy incapaz de encontrar el enlace. Lo he intentado y debo ser la cibernauta más torpe del mundo. Si alguien lo encuentra, por favor que me mande el enlace -mi correo electrónico está en mi perfil-, pero como yo lo tengo en un archivo de texto, si algún curioso o curiosa lo quiere, con un simple mensaje a ese mismo correo, yo tendré mucho gusto en enviárselo lo antes posible.

Bueno, como se puede ver, un buen amigo y mucho más listo que yo, ha encontrado el enlace, que dejo aquí para quien lo quiera utilizar:

1/28/2007

Aclaraciones para un largo artículo sobre Tolstoi

Impresionada durante meses por el relato de León Tolstoi "El diablo", decidí ponerme a la tarea, por otra parte muy agradable, de tomar las notas necesarias y escribir finalmente un artículo que comentara el texto. He tratado de dar mi punto de vista, quizás no muy científico, quizás muy particular, respecto a este inquietante relato. Sé que ningún análisis, ningún comentario, ninguna atenta revisión podrá nunca dar el secreto del artista, pero de este modo, con la mayor humildad, rindo homenaje a uno de los escritores más queridos para mí, y no sólo por ser ese artista cuyo secreto es imposible de desvelar, sino por otros testimonios que me han influido desde mi juventud.
Aviso a quien esto se proponga leer que el artículo resultó tan largo que he decidido dividirlo en partes para su publicación. Se debe empezar por esta introducción aclaratoria e ir abriendo artículos sucesivamente hacia abajo, de modo que uno con otro tenga continuidad. Deseo que les guste, y si vienen a leerlo, podemos hablar luego.

León Tolstoi: desvelar e iluminar

Todos los relatos de León Tolstoi, aparentemente sencillos, son de una gran complejidad. Nunca, sin embargo, esa complejidad es literaria, en el sentido retórico de la palabra literatura –ni alambicadas estructuras, ni juegos lingüísticos ni poéticos, ni grandes alardes formales, hasta donde esto se puede decir cuando se lee una traducción. La complejidad podría ser llamada literaria solamente en dos sentidos; si consideramos la literatura, la narración en este caso, como una forma de desvelamiento moral, y cuando consideramos la literatura un arte y el arte una iluminación. Para centrar lo que decimos, desvelamiento e iluminación sería el arte de Tolstoi. Ni siquiera podríamos hablar de “análisis” de la realidad o del mundo o de la psicología, pues la palabra análisis conlleva el seguimiento de un método científico, un separar las partes metódicamente con conciencia y propósito de hacerlo, que posiblemente Tolstoi nunca se propuso. Él lo que hace, de un modo natural, con la facilidad inmensa del artista, es desvelar; quita todo aquello que cubre la esencia del mundo por el sencillo procedimiento de nombrarlo y contarlo: cada acontecimiento menor, cotidiano, nos va diciendo por sí mismo su importancia en el relato y en el fin que se propone el autor, apartándolo a un lado como diciendo que es un sobrante, algo sólo apariencial, un puro velo o una coraza de lo esencial. Contándolo, Tolstoi lo convierte misteriosamente en pura forma que se adivina a través del velo, forma aparente e inevitable cobertura. Una vez dicho y narrado, desvelado. Y ya desnuda cada parte del asunto, lo ilumina poderosamente y nos convoca a mirar. La iluminación es doble o puede serlo. Una cae sobre el acontecimiento, sobre lo dicho y narrado, que queda expuesto en su esencia, limpio, diáfano; iluminación que es importante e imprescindible, naturalmente, pero que no basta por sí misma, pues la siguiente se produce en el lector convocado por el arte, si por una gracia especial libra sus ojos de las sombras de los prejuicios, de las pasiones, de los deseos, y simplemente, obedece la voz que le dice: “Mira”. Entonces puede ser que se sienta iluminado en su percepción, como cuando se tiene una súbita comprensión de un asunto que se lleva pensando sordamente durante mucho tiempo.

No todo el mundo creerá esto que digo, de ello soy consciente, porque quizás me supongan contagiada de esa parte de Tolstoi que rechaza la modernidad. Pero vamos a suponer que usted, que está leyendo esto ahora mismo, hace un sencillo acto de fe y lo cree; quizás saque la próxima vez que se acerque al maestro ruso un poco más de luz en su lectura. Y si lo cree, como sería mi deseo, con ese generoso acto de fe, cabría preguntarse: “¿Y cómo consigue tal cosa?” Yo, sencillamente, no lo sé. Vendrán con campanuda voz a decir que eso se puede saber con análisis y con estudios más profundos que la simple admiración ante el milagro y que no hay milagro en la literatura desde que se sabe tanto sobre ella. Pues quien lo sepa que lo diga, y si ha descubierto el secreto, que nos lo explique, ya que así cualquiera podrá escribir de ese modo en adelante, ya que bastaría con aprender la técnica por compleja que sea. Pero creo que ningún análisis, ni literario ni científico, podría captar ese secreto del artista, por el cual, así como el que nada hace, desvela e ilumina su objeto, a la vez que nos desvela e ilumina a quienes, acaso con ojos limpios, nos acercamos a mirar.

El fastidio de la religiosidad

Todos los relatos de Tolstoi son complejos en su desvelamiento moral, y arte puro en su iluminación. Sin embargo es mucho más fácil encontrar en ellos el moralismo que la moral, como es más fácil encontrar el iluminismo que el inmenso caudal de luz con que hace que ningún punto de lo observado quede en sombra.

Hace poco, un lector voraz, pero ingenuamente moderno, declaró que le fastidiaba tanta religiosidad en Tolstoi. Directamente, lo que fastidiaba al lector era la adscripción al cristianismo, su declaración continua de ser cristiano; la religiosidad en sí no podía fastidiarle porque, sencillamente, no la veía. Así como se puede desvelar el objeto, es muy difícil desvelar los ojos del sujeto. Pocos artistas han podido hacerlo y solamente en casos concretos. Realmente ninguna opinión a este respecto merece ni encuentra respuesta; no hay nada más libre que la lectura ni nada más libre que el fastidio, y por otra parte, las cuestiones de religiosidad pertenecen al mismo capítulo libre del fastidio y de la lectura. Pero sí se puede reflexionar sobre el tema, incluso partiendo de tal declaración, porque Tolstoi es religioso en un sentido mucho más amplio que la religiosidad practicada por las iglesias –de hecho la iglesia ortodoxa lo excomulgó–, más amplio que el de cualquier grupo sectario, mucho más que el sentido en el que se adscriben los cultos y se ponen nombres a los credos. En un sentido tan amplio que quizás él mismo no tuviera conciencia total de ello, ya que de haberla tenido, habría perdido esa religiosidad o todo lo suyo seria puro mimetismo y falacia; pero no pudo ser esto último, puesto que en la gran mentira de cualquier arte, en el suyo se respira la verdad, la esencia. Pero ¿cuántas personas pueden verlo?

Por todo esto, miedo da decir, tras una lectura de algún relato magistral de Tolstoi, que se va a “analizar” o a intentarlo al menos, desde cualquier punto de vista. Un análisis literario, de tipo estructural o textual, se puede hacer, pero tal análisis sólo arrojaría conocimiento sobre sí mismo, sobre el propio método , y sería algo que quizás sólo interesaría a estudiantes y estudiosos: sólo pondría de manifiesto la técnica, y ya se ha dicho, la técnica no puede ser más simple. Si algo tan sencillo fue novedad en su momento –quizás respecto a las exaltaciones y fantaseos románticos anteriores– no importa ya mucho. El hecho es que, transcurrido siglo y medio, esa técnica es hoy un vehículo narrativo más y de los más asumidos y conocidos.

Si fuéramos al análisis desde el punto de vista sociológico, no obtendríamos tampoco otra cosa que eso mismo, un retrato social más o menos fiel y limitado, porque hablaríamos de un punto único, la Rusia zarista en sus últimas boqueadas, en un momento determinado, un mundo de campesinos y señores, lo cual se puede estudiar mucho mejor en un libro de historia, y mejor aún en varios libros de historia. Las historias de Tolstoi se pueden trasponer perfectamente a cualquier otro momento histórico; no es, desde luego, la situación social y política lo más importante de sus relatos, lo que no impide que los historiadores puedan acudir a él como fuente complementaria de sus estudios.

Muchos más puntos de vista se podrían unir a los anteriores y no serían sino aportaciones parciales al conocimiento. Se excusan con la conciencia de las propias limitaciones que ponen barrera a tan ambiciosos proyectos. Trato solamente de obedecer la orden del artista, y como en esto de mirar un relato de Tolstoi no hay lucro ni ascenso interesado de ninguna clase, se puede libremente reflexionar sin demasiado método, y así, esto que sigue podrá llamarse sin pena de nadie: “Reflexiones sobre…”, y póngase a continuación el título del relato que se vaya a mirar. Tolstoi pone el desvelamiento y la luz. Nosotros los ojos y la reflexión, hasta donde se pueda llegar con nuestros precarios medios.

Reflexiones sobre "El diablo" de León Tolstoi


Si quien esto lea no ha leído antes “El diablo”, ese inquietante y aparentemente sencillo relato, hágalo de una vez, disfrute de un texto magistral y saque sus propias conclusiones. No haré yo como autores más sabios, que se pasan páginas y páginas hablando de escritos, autores y personajes, dando por supuesto que todos los lectores son tan leídos y sabios como ellos. Y como no puedo yo quitarme el afán didáctico de encima, mi primera recomendación es: “Léalo”. Porque antes es leer que otra cosa. Si una vez leído el relato, todo le queda lo bastante claro, estas reflexiones le serán innecesarias y, si acaso, por el gusto de seguir la palabra fácil y fluida, puede venir aquí como entretenimiento. Por el contrario, si el relato le produce la misma inquietud que a mí, y no le sirven los análisis inmediatos, venga aquí, lea lo escrito por mí y lo hablamos, porque en el encuentro de reflexiones se produce el nacimiento de la verdad.

Sin embargo, y llevada aún del afán didáctico, consciente de las apretadas agendas de las personas modernas, y quizás también para ayudarme a mí misma en la tarea, resumo en breve la historia, que no es otra sino la de un joven hacendado que hereda una finca ruinosa, con sus siervos incluidos, en la Rusia zarista. Yevgueni, que así se llama el protagonista, retratado física y moralmente como eso que llamaríamos una buena persona, agradable, justo e inteligente, se entrega a la tarea de remontar la finca y ponerla en producción. Recluido en el campo, soltero y solo, aunque con algunos remilgos de conciencia, se busca una campesina para satisfacer sus necesidades sexuales, por higiene, según se declara a sí mismo, con el fin de quitarse los escrúpulos. La pasión episódica por Stepanida, la campesina, se desarrolla paralelamente al trabajo organizativo de la finca. Llega un momento en que Yevgueni se casa con una muchacha que conoce en la ciudad, una señorita delicada y sentimental de la que se enamora. Momentáneamente olvida a la campesina y se aparta de ella; parece que eso es lo conveniente y adecuado. Pero su esposa pierde el hijo que esperaba, mientras que Stepanida tiene uno que bien podría ser suyo. Encuentros ocasionales con la joven campesina, tormentos interiores entre el deseo y el deber moral que él mismo se impone, le llevan cada vez más a sentirse poseído por alguien o algo que maneja su vida; finalmente, y cuando todo parece haber alcanzado su punto de perfección, pues la finca ha salido definitivamente de dificultades, su mujer ha tenido una niña por fin, y él ha entrado en política local como propietario respetado por todos, Yevgueni no puede soportar más la pasión que lo domina y toma una terrible determinación: se suicida. Sin embargo, la cosa no acaba ahí, sino que Tolstoi ofrece otro final en el que Yevgueni mata a la campesina. Es detenido y juzgado pero su pena es condonada y sustituida por penitencia religiosa porque su crimen se considera fruto de una locura transitoria. Regresa a su finca y allí se va degradando, alcoholizado e irresponsable.

¿Dónde está el diablo?

Lo primero que yo me pregunté al terminar la primera lectura de este relato fue: ¿por qué se tituló “El diablo”? Por más que pensaba en ello, no veía al diablo por ninguna parte. Si se cree en el diablo sin más, se puede hacer una interpretación ortodoxa y lineal de la historia. Un hombre bueno y honrado, sin él querer ni buscárselo, es presa de una posesión diabólica que le concede, por una parte, todos los bienes de la vida –amor matrimonial, riqueza, trabajo productivo, familia, descendencia– y por otra le lleva a una oscura pasión que destruye todo lo anteriormente donado. En definitiva, un pequeño Fausto inconsciente. Existe, por tanto, el diablo y su tentación, y sólo un santo puede resistirse a ella, o llamaremos santo a quien la resista, es decir, se sale santo o destruido de semejante experiencia. Esa sería una interpretación más que religiosa, teológica, más o menos convencional, y tendría sus derivaciones moralistas: hijos míos –hijos míos varones, naturalmente–, resistid, apartaos de la pasión, la cual es el demonio mismo encarnado en la mujer, como siempre, por otra parte. Y si resistís, saldréis excepcionalmente santos o normalmente bien acomodados padres de familia. Porque, arrastrados por el diablo –que se encarna en la mujer para destruiros, como todo el mundo bien sabe– terminaréis arruinados en todos los aspectos. Con esta interpretación tan directa, nos ponemos bajo las negras alas de la religión misógina y damos una demostración gratis a los patriarcas acerca de la existencia del diablo como presencia en el mundo, como espíritu tentador para el hombre –varón, naturalmente– y acerca del habitáculo preferido por ese espíritu, a saber, el cuerpo femenino. Curioso reparto: el diablo encontraría su mejor residencia en el alma del hombre (que es poseída por el espíritu del mal, lo cual lo deja simplemente en el lugar de una víctima de poca resistencia), y en el cuerpo de la mujer, con el cual se identifica plenamente, lo que la convierte a ella (que es sobre todo cuerpo) en el mismo diablo. Ya parece de principio un reparto injusto, pero la idea no es incoherente, puesto que hasta hace cuatro siglos la iglesia católica, por ejemplo, no reconoció alma a las mujeres, mientras que el hombre nunca fue cuerpo, sino que tuvo cuerpo. Para aclarar ideas: la mujer era sólo corporeidad; el hombre era un alma sujeta a su corporeidad momentáneamente, y así cualquier espíritu, del bien o del mal, tomaba en cada sexo lo que encontraba: está claro que, al no tener alma la mujer, el diablo se convertía en su alma, y por tanto en su verdadero ser, mientras que en el hombre se trataba de un apropiamiento indebido, una posesión forzada, generalmente utilizando como vehículo propicio el cuerpo de la mujer, señoreado por el espíritu que lo gobernaba. Si la mujer era joven y hermosa, lo diabólico era eso mismo, su juventud y hermosura; si la mujer era vieja y fea, lo diabólico era entonces la sabiduría nefasta que lo diabólico le daba. O sea, que no había escapatoria. Ella, siempre un diablo. ¿Siempre? No siempre, sólo si trataba de escapar del proyecto de vida creado para ella.

Tolstoi podría haber querido decir esto tan simple y nada más, pero quisiera o no, dijo muchísimo más, porque realmente él no dijo, sino que puso luz sobre el asunto. Nosotros ponemos los ojos y la reflexión. Así que seguí buscando al diablo por entre las páginas del relato. Y mi primera conclusión fue, vistas las primeras reflexiones, y ya era algo, que Stepanida, la campesina no era el diablo. Donde pongo el nombre que Tolstoi da a la sierva objeto sexual de Yevgueni, podemos poner el de cualquier otra. La mujer, con esa extensión genérica que nos convierte a todas en la misma, cuerpo repetido y único, puede ser llamada el diablo por reducción y toda la mala fe de que puede ser capaz el clérigo, pero no es en sí el diablo. Stepanida, simplemente, como ser individual, es una joven sana, de sexualidad libre, sometida a los ciclos de la naturaleza, que en mucho recuerda los antiguos ritos femeninos de fecundidad por los cuales, entre otras cosas, miles de mujeres murieron en la hoguera con el cristianismo. En el relato, la fiesta tradicional de la Trinidad, que celebra la fiesta de la primavera, no es más que una alusión a la procedencia ritual de la sexualidad de Stepanida: en ese baile, que Yevgueni ve de lejos, agobiado por su pasión, de las mujeres sexualmente activas, rodeadas de las niñas que pronto lo serán también, ella es la elegida, la que mejor baila, la que ocupa el centro, o sea, la más activa sexualmente. Alguien dijo que los dioses de las religiones vencidas se convierten en los diablos de las religiones vencedoras; a nadie puede sorprender que la iconografía del diablo cristiano sea un calco de la iconografía del dios Pan y su tropa de sátiros y faunos. ¿De qué otra vieja religión perdida fue diosa la mujer que es convertida en diablo o en servidora del diablo en la cristiana? Retomando la teoría de Margaret Murray[1], ¿qué encontró el cristianismo en las profundidades de los bosques, en las aldeas y en los pueblos extremos donde ni siquiera había llegado la anterior religión pagana oficial? Fue útil reunir en un mismo mito complejo a tres enemigos: el viejo Pan, los ritos sexuales primitivos y la mujer. Y aunque el Tolstoi temporal, el histórico, no el artista, perteneciera ya a un momento en el que tales viejos trucos habían perdido su valor real, social y político, persistía aún, como casi aún ocurre, en el inconsciente colectivo la asociación entre el cuerpo de la mujer y el diablo, mejor dicho, el cuerpo de la mujer como habitáculo del diablo, y, claro está, la mente, el corazón, el alma del hombre, ya que él es eso, como posible objeto de posesión indebida por parte del diablo. Pero como Tolstoi es artista en grado sumo, no pone al diablo en uno y en otra, o lo que sería más burdo, en uno o en otra, sino que simplemente ilumina y nos permite ver el juego apariencial para que nosotros miremos, y si podemos, decidamos dónde está el diablo que aparece en el título y en ninguna parte más de la obra.

A la luz maravillosa que deja caer sobre todo, realmente nada ni nadie es en verdad diabólico, nada delata tal presencia. Stepanida aparece y desaparece con la lógica de la causalidad; está donde tiene que estar, o sea, en los bosques, en los establos, en el trabajo, en la fiesta, como cualquier otra sierva. Ella no buscó, sino que fue buscada, ella no se ofreció, sino que fue requerida. Nada hay de misterioso en ella ni en sus apariciones. Ningún misterio aloja su cuerpo, si no es el de la vida en toda su plenitud, además una vida inocente, directa, sin intermediarios culturales ni sociales; y a no ser que pensemos que el diablo es precisamente esa pureza natural, como pensaron los patriarcas cristianos sobre ciertos aspectos del paganismo, no podemos decir que ella sea el diablo. Lo que ella piense o desee es tan simple que el autor no se siente obligado a contarlo. Yo lo sé y cualquier lector lo sabe, como Tolstoi muy bien supuso. Sus únicas fuerzas “maléficas” son sus rústicos y primitivos deseos sexuales, su hermosura y su lozanía, su juventud. Ocurre que el deseo, el enamoramiento y la pasión son sentimientos y pulsiones tan fuertes que el ser humano –varón, naturalmente– ha tendido siempre a culpar de ello a hechicerías, magias, pócimas y embrujos, cuando no directamente a la posesión diabólica, cuando nada de esto es necesario como explicación si damos algún crédito a fisiólogos y psicólogos; pero resulta útil tal atribución en orden a salir exculpados de nuestras locuras. Stepanida, pues, no es el diablo ni nadie que obedezca a sus mandatos. Podría incluso haber sido cualquier otra y provocar en Yevgueni los mismos efectos.

Todo lo cual, quizás, nos podría hacer pensar que el diablo es el mismo Yevgueni, o que está en él, el otro actor de la historia, precisamente en el sujeto y no en el objeto. Pero tampoco Yevgueni parece ser el diablo propiamente dicho, puesto que él se siente poseído, objeto traído y llevado por la tentación, a la cual va resistiendo como puede. Pone en juego todas sus armas: sus creencias y convicciones morales, su poder, sus anclajes familiares, su trabajo. Todo inútilmente. Pone su voluntad y sus creencias en el ayuno y en la resistencia voluntariosa a la tentación; el continuo pensamiento de la vergüenza social, su estricta conciencia, mucho más estricta que la sociedad que lo rodea, le impiden una y otra vez permitirse lo que muchos otros señores se permitían en su tiempo, y aún hoy en otros ámbitos. Hace valer su poder prohibiendo que se contrate a la muchacha como sierva doméstica, y más aún, tratando de que la alejen de su finca con toda su familia, que de hecho está completamente arraigada en el lugar, algo que el administrador no entiende, porque no ve la gravedad de una relación frecuente, aunque vergonzante, pero admitida tácitamente; nadie, excepto Yevgueni, lo comprendería. Más aún, la salida de una familia entera de buenos siervos arraigados, sin ningún motivo aparente, de una finca en gran producción, no haría sino levantar más comentarios y estúpidas fantasías. Entonces Yevgueni se entrega a su familia, pero todo le parece mortecino y banal –las tontas disputas entre consuegras, la dominación de su suegra sobre su mujer, el aspecto refinado, quizás algo enfermizo, de su esposa– comparado con las frescas carnes de la campesina y los recordados encuentros en el bosque. Se entrega a su trabajo con denuedo y tampoco esto le aparta de su pasión, pues sólo el vislumbre de la joven vuelve a traquetearle los deseos, porque esto no es una cuestión de agotamiento y distracción, sino que basta un segundo para que la pasión dormida por un momento despierte. Pero, ¿es de verdad un diablo quien provoca todo este desastre? Metafóricamente, sí, es decir, podemos usar esa palabra como representación de otra cosa que acontece y que no es única causa, sino un conjunto de causas. Metafóricamente hablando, el diablo que Yevgueni lleva dentro no es otro que su propia construcción como ser humano. Antes hemos visto que la mujer era cuerpo y el hombre tenía cuerpo. Esto crea dos situaciones vitales bien distintas; a una se le niega el alma y todos los privilegios y capacidades del sujeto por ser cuerpo y, por tanto, pertenecer a la naturaleza exclusivamente; la mujer no es sino un elemento inevitable para la reproducción de los individuos que constituyen la verdadera especie humana, los varones. Digamos también que en un sistema patriarcal primitivo, y más primitivamente conservado en ámbitos rurales, las mujeres no elegidas para reproducción de un varón poderoso, son las mujeres disponibles para todos los hombres solos e incluso para los que no están solos y tienen el poder. Stepanida está casada, es propiedad de un hombre, pero de un hombre sin poder, un siervo, por lo cual está también disponible, al menos para quien pueda permitírselo. Ella, como todas las de su clase, es puro objeto utilizable para fines placenteros, o como diría Yevgueni, higiénicos. La mujer no es individual, no tiene capacidad propia de sujeto, sino que es equiparada a la tierra, la cual ha de ser ordenada, trabajada y gozada por el varón. El propietario legal de la tierra–Stepanida es Yevgueni, ya que tanto ella como su marido son siervos; el propietario moral de la tierra–Stepanida es el marido, el campesino, que puede ser y de hecho es despojado de la tierra–Stepanida por el propietario legal. En este paralelismo laten también las ideas anarquistas y de justicia social del noble Tolstoi, pero el hecho puntual es que el paralelismo se establece a todos los efectos para quien lo quiera observar con atención. A lo largo de todo el relato, el levantamiento, la organización, la administración y los trabajos de la finca van paralelos al crecimiento de la pasión de Yevgueni por la campesina, llegando a su punto más alto precisamente cuando todo ese trabajo ha sido coronado con éxito, todo menos la posesión de Stepanida: algo ha quedado truncado en ese recorrido paralelo. Una salida lógica al principio habría sido que Yevgueni hubiera robado de verdad la mujer a su siervo, como le roba la tierra, que se la hubiera llevado a vivir con él, pero no parecía digna esa salida; él tiene un cuerpo, no es un cuerpo, y su alma, su sentimiento, su posición, todo ello son cosas aparte de su carne, que sigue otros derroteros. Esta es la consecuencia para el otro polo sexual: ya hemos visto las consecuencias de ser un cuerpo, estas son las de tenerlo. Como varón, debe atender a los requerimientos de su cuerpo como a los de un necio esclavo, soporte de sí mismo y vehículo de su “verdadero ser”, de modo que su “verdadero ser” quede siempre a salvo de exigencias bajas y torpes. A esta y no a otra higiene se refería Yevgueni cuando requiere los servicios sexuales de Stepanida. Muchos hombres a lo largo de la historia y aun en nuestros días, lo hacen sin crearse grandes conflictos, pero Yevgueni no puede hacerlo. Vive en el campo, pegado a la naturaleza, siendo como es un ciudadano; él no ha nacido para señor rural, sino que el destino lo ha convertido en eso. En él late aún, y con gran fuerza, el conflicto entre alma y cuerpo, entre lo moral y el deseo inculcado a su sexo que hay que calmar por “higiene”. No tiene el cinismo necesario para contentar a esa parte de sí que le han enseñado a satisfacer desde los dieciséis años con amores venales. Para casarse, elige dar satisfacción a su “verdadero ser”, el moral, el anímico, el social, incluso el económico, a qué negarlo, ya que gracias al dinero de su esposa sacará finalmente de sus dificultades la finca. ¿Diremos que no ama a su mujer, la encantadora y enamorada Liza? Claro que la ama. Los romanos antiguos, y antes los griegos, ya lo sabían, que la mujer tenía que estar convenientemente repartida en dos categorías: el amor sacro y el amor profano, la puta y la madre, la amante y la esposa. Sin el concurso de ambas el varón esencial estaría incompleto, puesto que tenía él tan convenientemente separadas ambas partes de sí mismo: alma y cuerpo. Yevgueni no es, por tanto, el diablo, sino en todo caso una víctima suya. El personaje de Yevgueni es, precisamente y como victima, el que muestra toda la complejidad psicológica, la más profunda. Al principio del relato queda magistralmente descrito, físicamente, con una mezcla acertada entre el varón fuerte y sano y el intelectual sensible: es una criatura dual, con su cabello sedoso y sus lentes de miope, en conflicto con su buen desarrollo muscular y la rubicundez de su rostro, físico doble que delata al apasionado. La misma dualidad que encontramos entre su preparación juvenil, con la promesa de una brillante carrera cortesana y su súbita conversión en propietario rural. Nunca terminamos de explicarnos por qué se entrega con esa pasión a levantar una finca ruinosa; seguro que no es por indicación del diablo, sino de su carácter pasional y enérgico. Finalmente, una única pincelada, ese rayo de luz especial que todo lo ilumina, y que sirve, tras hablar de su agradabilidad y buen trato, para definirlo moralmente de una vez por todas y plantear la causa del conflicto al que se enfrentará: es incapaz de mentir. En esa frase: “ser incapaz de engañar o mentir”, se resume todo, porque no será en efecto capaz de mentir o engañar a nadie, pero tampoco a sí mismo y no podrá, por tanto, actuar nunca de mala fe, en el sentido que da Sartre a esa expresión. Oirá a su conciencia, y su conciencia está seriamente trastornada. No tiene la construcción sexual patriarcal del señor rural, la cual le permitiría gozar separadamente del gineceo y del bosque sin ningún problema de conciencia. Pero mantiene intacta, como casi todo varón, la concepción del amor sacro y del amor profano: mujer reproductiva, quizás buena compañera, y mujer lúdica, recreativa, en cualquier caso, objeto a su servicio.

En la decisión de casarse, desea que su matrimonio sea “por amor”, no utilizarlo para calmar su sexualidad, y entonces decide enamorarse de la muchacha inmadura que es Liza. No es algo que le ocurra sin él buscarlo, sino una decisión más o menos consciente: “Se enamoró porque sabía que tenía que casarse”, nos dice Tolstoi en otro sutil desvelamiento. Todo podría haber sido perfecto, si no fuera porque Yevgueni es incapaz de mentir. Si no fuera por el diablo, dirían otros. Pero el diablo que se apodera de él es precisamente su honradez, al no haber asumido su construcción sexual varonil, con toda su mala fe o con todo su obcecado convencimiento. Sin embargo, ese diablo no está completo si no añadimos el concepto de culpa abonado enfermizamente y el concepto de vergüenza social, que Yevgueni, como buen culpabilizado, exagera hasta la saciedad, ya que parece que todo el mundo a su alrededor está dispuesto a transigir, a guardar silencio, a no tomar en cuenta el “pecado”, puesto que se trata del pecado de un varón poderoso. Así que si algún diablo asoma el rabo por el relato no sería otro que este infortunado compuesto: un carácter adecuado y una situación desestabilizadora, una construcción social del sexo no asumida y la culpabilización extrema de origen religioso y social.



[1] Ahora encuentro en Wikipedia que esta es una teoría rechazada por la moderna investigación, pero mucho me temo que la cosa va de otro lado; la misoginia y el pensamiento patriarcal se defiende como puede de todo aquello que amenaza sus fundamentos, por muy socavados que estén o precisamente por eso. Aparte de que la persecución de la “brujería” podría tener este fundamente y a la vez varios más, como, por ejemplo, la aparición de los primeros médicos de “facultad” que tendrían que sustituir a las parteras y curanderas populares, de modo que una limpieza de mujeres sabias era una medida muy adecuada en ese momento. Puede haber y hay más causas aún en el origen, pero una no anula las otras, sino que las refuerza. La teoría de Margaret Murray supone que la brujería no era sino el resto de viejas religiones matriarcales en las que se adoraba en los bosques a dioses pansexuales mediante ritos de fecundidad primitivos.

La religiosidad del relato

Después de todo lo dicho, ¿dónde está la religiosidad que nuestro voraz lector moderno veía en todo Tolstoi, y concretamente en este relato? No hay en todo el texto ni una sola alusión religiosa; la iglesia no aparece por ninguna parte. Pero el relato está encabezado por una cita evangélica, Mateo, 5, 28–30, que dice así: “Mas yo os digo que todo el que mira a una mujer para codiciarla, ya en su corazón cometió adulterio con ella. Que si tu ojo derecho te es ocasión de tropiezo, arráncalo y échalo lejos de ti, porque más te conviene que perezca uno solo de tus miembros y que no sea echado todo tu cuerpo en la gehena. Y si tu mano derecha te sirve de tropiezo, córtala y échala lejos de ti, porque más te conviene que perezca uno solo de tus miembros y que se vaya todo tu cuerpo a la gehena.” Si un autor pone ante un relato una cita tan dramática no puede ser un capricho, sino que de algún modo tendrá relación con lo que pretende contar. En primer lugar, la conclusión aplicada al texto es que Yevgueni, desde el punto de vista religioso, es un adúltero, tenga o no ocasión de cumplir sus deseos una vez casado con Liza. Verdaderamente no tiene ocasión, pero a efectos del relato es un adúltero y tanto da que se consume el pecado o no. La concepción no puede ser más cristiana: se equivocó al elegir la mujer conveniente para el matrimonio o confundió los términos en el significado de lo que es un matrimonio, pero una vez hecho no tiene ningún remedio. Yevgueni, según ese principio, se tiene que acomodar a las consecuencias de su decisión. Porque el error está en esa decisión que toma en la cual no considera dónde va a vivir, entregado a qué labor, en qué ambiente y de qué modo. Poco antes de suicidarse, en un inútil esfuerzo por enmendar el pasado, algo que cualquier persona hace mirando los errores de su vida, piensa que lo que tuvo que hacer en el principio fue vivir con Stepanida; pero ya hemos visto que la separación de las dos categorías de mujeres no se lo permite, ni la clase social ni la presión del que vive entre dos mundos, como es su caso. Tolstoi abona aquí la idea de la perversión de las elecciones que los seres humanos hacemos sin mirar nuestra conveniencia verdadera, llevados por fantasías y por condicionamientos que no nacen de nosotros mismos. Yevgueni sigue el camino trillado de la tradición: se casa con quien considera que le conviene, pero no con quien realmente le conviene a él mismo, como ser real. La presión social que sufre se advierte en la opinión de su madre respecto a su matrimonio con Liza, el cual no considera ella a la altura de las posibilidades de su hijo. Si eso es así tratándose de una señorita educada, qué no hubiera sido tratándose de una campesina, una sierva. Y más aún que Stepanida ya era la mujer de otro, con lo cual el adulterio hubiera sido el mismo; sin embargo, Yevgueni, en su locura se plantea esa posibilidad inicial como la menos dañina, la más honrada, aquella en la que él, que no es capaz de mentir ni engañar, habría sido más franco, más honrado y veraz. En pecado de adulterio, pero de cara y frente a frente.

Una vez consumado el error, la religión le dice que ampute su deseo, sencillamente. Yevgueni tiene una enorme conciencia acusadora, una culpabilización fuera de lo normal. Es parte de su carácter trabajador y ordenado que le permite levantar una finca en ruinas: construir y mejorar siempre es parte de su carácter. Es evidente que esa conciencia no se ha formado de manera espontánea, sino que, sobre un terreno propicio, ha crecido desde principios religiosos. No pueden tener otro origen. Y hablando de origen, esa misma cita puesta al frente del relato, llevó a un padre de la iglesia primitiva a la amputación de su miembro viril, por tomar literalmente las palabras del Evangelio.[1] Yevgueni también toma literalmente las palabras evangélicas cuando decide, no amputarse, no castrarse, sino llevar a cabo la mayor renuncia, la renuncia a la vida. En cierto modo es un Orígenes radical, del mismo modo en que fue un Fausto menor. En el otro final que Tolstoi nos ofrece como alternativa, no es tan digno en su interpretación de lo que debe ser eliminado, pues es a Stepanida a quien mata, pero esa acción la veremos más adelante. Lo importante aquí es que Yevgueni, en esa segunda versión final, interpreta el mandato evangélico considerando que Stepanida es un miembro suyo, un apéndice que le impide ganar la salvación y, por lo tanto, debe ser arrancado y arrojado de sí. Muy elocuente decisión.

Sin embargo no se limita a la cita del Evangelio la religiosidad que aparece en el texto. Toda su estructura es teológica, y además en el sentido más ortodoxo del término, con lo que no me estoy refiriendo a la iglesia ortodoxa rusa, sino al fundamento más profundo del cristianismo. Un alma vive en su interior la lucha entre el bien y el mal. El diablo no es una presencia real, una creencia ingenua en un personaje caracterizado como el viejo dios Pan vencido, sino que se plantea como el mal en la vida. Tolstoi tiene fe, es creyente. En realidad todo verdadero artista en el fondo lo es. Y si se tiene fe, tanto hay que creer en fuerzas benéficas como maléficas. Su personaje es juguete de las fuerzas maléficas que inevitablemente están en el mundo; pero realmente no se trata de un misterio teológico, sino de una cuestión de honradez con la propia conciencia. Con esto no me refiero a que Yevgueni haga bien en suicidarse o en asesinar a Stepanida, sino a que ese final terrible, cualquiera de ellos dos, podría haberse evitado si Yevgueni hubiera unido a su honradez, a esa incapacidad suya para mentir y engañar, la valentía de conocer sus deseos y sus necesidades, y atenderlas debidamente, desafiando al mundo entero si hiciera falta. Entonces habría sido tachado de loco, evidentemente, pero no habría seguido las fuerzas del mal, que no son otras que las del error y la confusión. Personajes de este tipo en otros relatos de Tolstoi no faltan. Véase, por ejemplo, “El padre Sergio”. La solución es siempre creativa, original, individual: seguir el propio camino al margen de las conveniencias sociales. Tal es la propuesta del anarquista creyente que es Tolstoi; quizás es lo que él estuvo deseando hacer toda su vida y trasladó a sus personajes. Le damos el calificativo de anarquista creyente por darle alguno que se pueda entender, porque su propuesta moral es honda y difícilmente clasificable, a la vez que no se deja encajar en fórmulas concretas de actuación moral ni religiosa. Pero Yevgueni no es creativo. Ya se nos anuncia al principio, con una breve digresión acerca del conservadurismo de los jóvenes: “A menudo se supone que los ancianos son conservadores y los jóvenes innovadores. No es del todo cierto. La mayoría de las veces los conservadores son los jóvenes, que tienen muchas ganas de vivir, pero carecen de tiempo para pensar en el mejor modo de hacerlo; en consecuencia, eligen como modelo el régimen de vida de sus predecesores”. Yevgueni sólo es innovador en la racionalización del trabajo agrícola, en la administración de una gran finca rural, pero no piensa en el mejor modo de vivir por sí mismo, para sí, según aquellos principios que le son convenientes, y se adapta a las formas de vida de sus predecesores, sin adoptar decisiones morales atrevidas. Ese es su diablo, su mal, y eso es lo que permite la instalación de la lucha entre el bien y el mal en su vida. Con el resultado ya sabido. Gana el mal en cualquier caso.

Si todo el relato, en su reflejo de lo cotidiano, normal y nada misterioso, produce inquietud e invita a considerarlo una y otra vez, como aquello que nos produce miedo y sólo cuando lo hemos desmontado deja de causar tal efecto, el final bifurcado, algo poco frecuente en cualquier relato y menos aún en los de Tolstoi, vuelve a inquietarnos. Dos posibles soluciones trágicas a un mismo problema moral. Una explicación psíquica, psicoanalítica de andar por casa, diría, y posiblemente no andaría muy descaminada, que la opción entre una u otra solución distingue al neurótico del paranoico. En la primera opción, la del suicidio, el yo superior fracasado en la lucha contra sí mismo y sus deseos, culmina su proceso de culpabilización infligiéndose a sí mismo el castigo que considera oportuno: si fuera un miembro, lo arrancaría y lo arrojaría de sí, pero es él en su totalidad el que está envuelto en el torbellino del deseo, así que es él en su totalidad el que debe ser destruido. En la segunda opción, todo el mal que él lleva en sí mismo es proyectado hacia un objeto al que se considera diabólico, causa de ese mal, y es ese objeto el que debe ser destruido. Lo cual tampoco soluciona el problema, como bien sabemos, ya que un Yevgueni perdonado por la justicia regresa a su hogar destruido para siempre. En cierto modo, con el cuerpo de Stepanida ha matado también una buena parte de su ser, la noble, la perfeccionista, la que no le permitía mentir ni hacer nada contra su conciencia.

Desde la consideración de la situación de las mujeres en una sociedad patriarcal, volvemos a lo mismo. Ambas soluciones resultan igualmente trágicas y desastrosas, pero la segunda, aquella en la que acaba con la vida de la campesina, añade un componente de género que repugna, porque, ya lo hemos visto, la muchacha no es sino una persona inocente, cercana a la naturaleza, en cuyo cuerpo se encarna el diablo sólo como una proyección varonil. Yevgueni sigue en ese asesinato el mismo recorrido psíquico de los inquisidores respecto a los que ellos llamaban brujas. Son meros chivos expiatorios, sobre los cuales se carga toda la miseria de una situación social y a los que a continuación se destruye por llevar esa carga.

Sin embargo, aún queda algo interesante en el final. Una simple apreciación acerca de la locura de Yevgueni, pero que puede intrigar a los lectores. Se plantea el debate de si Yevgueni estaba loco o no, hiciera lo que hiciera. El tribunal que lo juzga considera que ha sufrido un ataque de locura transitoria, en el final del asesinato. En el final del suicidio, la familia, los amigos, nadie de su entorno encuentra explicación a ese acto autodestructivo, porque en verdad que no tiene sentido, excepto para él mismo. Para Tolstoi, para el narrador de la historia, el veredicto es claro: si él estaba loco, entonces todos los hombres lo están también, “sobre todo quienes descubren síntomas de locura en los demás que no ven en sí mismos”. Curiosa afirmación. Para empezar, sería bueno saber si Tolstoi se refiere a los hombres como varones o es, como se pretende tantas veces, un genérico que abarca a todos los seres humanos, varones y mujeres. El paciente lector me perdonará que saque aquí mis manías personales, pero en el siglo XIX, por lo menos, cuando se dice hombre, se dice hombre, y esa palabra abarca exclusivamente a los seres humanos masculinos, que eran los que constituían la verdadera sociedad. Si hubiera querido abarcar a todo el género humano hubiera hablado de hombres y mujeres seguramente, como lo hace en otras ocasiones, o tratado el mismo problema desde el punto de vista de los dos sexos. Está claro que habla sólo de los varones. Curiosamente, su esposa y su madre no lo creen loco, al contrario, lo consideran “más cuerdo que centenares de personas que ellas conocían”. Cuando dicen esto, suponen las mujeres que habrá una explicación que ellas desconocen y que Yevgueni se ha llevado a su tumba o a su degradación, pero saben con toda seguridad que hay coherencia en ese arrebato destructivo. Ellas lo aman y en el fondo saben que hay una explicación, por muy escondida que esté. Pero habría que saber a qué locura común entre los hombres se refiere Tolstoi en su apreciación. La locura común sería la imposibilidad de ser auténticamente uno mismo, de prescindir de las construcciones sociales y sexuales para regir la vida propia desde una postura moral en la que o se renuncie a las pasiones o se asuman. Más difícil sería pedirle al autor, ya que parece imposible en los varones, tanto de tiempos anteriores como en la actualidad, que su propuesta fuera la consideración de la mujer como un ser humano, sujeto de sus decisiones, y no un mero objeto pasional en el que con toda facilidad se puede proyectar la figura del diablo.



[1] Se trata de Orígenes, que no fue beatificado por esa interpretación literal del texto, ya que no se trata de cortarse ningún miembro real, sino de amputar el deseo, de domeñarlo. Ser casto siendo eunuco es fácil. Así se las gasta la iglesia en sus sutilezas. Un desesperado se castra y eso le impide ser santo. Más mérito tiene semejante gesto para la santidad.