3/27/2009

Un relato teatral: LA CAPA

LA CAPA

Este relato inédito
fue escrito para César Bernad,
actor y director de escena,
magnífico pedagogo teatral.


"César Bernad, un gran amigo al que me unen muchos y divertidos recuerdos juveniles, además del común amor al teatro, me proporcionó no hace mucho un buen rato contándome una historia sorprendente. Lo era, en verdad, por muchos conceptos, el menor de los cuales no era la reflexión que nos hicimos, acabada la narración, para el caso de que en absoluto fuera cierto lo ocurrido, sino una simple alucinación. Pensamos ambos, y uno de los dos dijo, que, dudando mucho de la veracidad del asunto, no era de todos modos despreciable ni falto de sustancia, sino que nos mostraba claramente cómo los deseos humanos, las ansias y las pasiones pueden crear mundos ficticios que, en cualquier caso, son símbolos de esos mismos deseos, ansias y pasiones.

Y esta historia me la puso delante una tarde invernal en nuestra ciudad. Yo vivía por entonces demasiado lejos de ella, de mis amigos, de mis familiares, del ámbito donde había pasado mi infancia y mi juventud. Razones de trabajo y razones menos razonables me tenían en esa situación de apartamiento de lo mío. Llegó un momento en que sobrepasé la nostalgia y ya no sabía con certeza dónde quería estar. Cuando volvía a mi ciudad, por las vacaciones, me sentía también allí una extraña y sólo los viejos amigos y las viejas calles, los paseos que en mi primera edad había hecho tantas veces, me hacían recuperar mi ámbito; pero cuando eso ocurría, mi tiempo de asueto había terminado y de nuevo me alejaba. Lo hacía con la alegría del que regresa después de un largo viaje a su casa, y al llegar sentía que mi verdadero hogar otra vez lo había dejado atrás. Pero no es esto lo que ahora interesa, sino la narración que César me hizo aquella tarde. Quizá en sí misma no sea tan importante, sino lo que dio lugar a que se produjera. Que aquella tarde salí sin rumbo fijo a pasear por la ciudad, con la muy vaga intención de ver, si venía al caso, algunos libros que necesitaba y vagabundear por las tiendas del centro de la ciudad. El cielo estaba plomizo y no hacía una temperatura muy agradable. Por otra parte, era una hora demasiado temprana para que las calles estuvieran animadas. Anduve de aquí para allá, recorriendo varias veces la calle de Trapería y luego la de Platería, viendo los escaparates de las tiendecillas tradicionales que sólo por la fuerza del amor de los ciudadanos sobrevivían al ataque desconsiderado de los grandes almacenes. Me detuve a mirar las colecciones inacabables de botones en las mercerías, los tejidos brocados en falsas pedrerías de las tiendas textiles, las peinetas de concha y las mantillas de blonda, las plumas de todas clases en la tienda diminuta que tenía como enseña desproporcionada una pluma fuente de los años treinta de un metro y medio de largo. Cuando se me acabó la distracción por esa zona, me dirigí al barrio de San Lorenzo, donde estaban los puestos de flores. Algunos habían abierto ya. En uno, que me llamó la atención particularmente, me paré a mirar las flores y tiestos. De inmediato me quedé prendada de las caléndulas, flores de toda estación, humildes y serviciales. No sé por qué compré un ramo, y una vez pagado y en mi mano, empecé a pensar qué hacer con él. Mirando su vivo color anaranjado, recordé que tres calles más allá vive mi buen amigo César Bernad y que todavía no había ido a visitarlo, como solía hacer en cada una de mis estancias en la ciudad. Aparte el placer de verlo, siempre tenía alguna novedad que contarme, la mayoría de las veces relativa al mundo teatral, del que yo andaba muy alejada. Gustosamente alejada. Contadas por él, y con el debido distanciamiento por mi parte, me procuraban un buen rato en cada ocasión. Así que, sin previo aviso y arriesgándome a que no estuviera en su casa, me decidí a probar suerte. Estaba allí y, ya por el telefonillo del portal, me saludó con alegría, me reprochó mi tardanza en visitarlo y me invitó a subir.

Sentados en el salón de su casa, habitación muy acogedora que había alegrado la viveza de las caléndulas, con el delicioso fondo musical de una voz femenina mediterránea, comenzamos a charlar de nuestras cosas: noticias familiares, comentarios sobre amigos comunes, saludos transmitidos por conocidos, trabajos y amores viejos o nuevos. Sabíamos que el tiempo era breve y que debíamos ponernos al corriente de todo lo acontecido durante los tres meses anteriores. Hablando de amores precisamente, hizo su misteriosa aparición la Marni. Con aires de gran princesa, marcó el aire con tres sinuosidades de su espléndida cola, olisqueó mis zapatos, y, a pesar de mis palabras cariñosas, me despreció olímpicamente para ir a refugiarse en los brazos de César. Cerró los ojos dorados de lechuza de Atenea y se durmió. Sólo cuando advirtió que César hablaba conmigo sin hacerle mucho caso, se retiró a lo alto del taquillón como una esfinge entre dos palmeras.

Estábamos en el momento mejor de nuestra conversación, saboreando un vino dulce de Cartagena, cuando César recordó algo e interrumpió lo que venía diciendo.

–Por cierto, ¿te acuerdas de Juan Segura?–me dijo. Pero yo, por más que hacía memoria, no lograba asociar ningún rostro con aquel nombre–Te tienes que acordar... Estaba en el grupo de...–En ese momento me vino al recuerdo un muchacho alto, de cuerpo flexible, moreno y bien parecido.

–Ya sé–dije–.Estaba en el grupo de Perico Laurencio, de nefasta memoria... ¿Qué ha sido de él?

–De eso te quería hablar. De lo que ha sido de Juan Segura.

–Me refería a Perico Laurencio...

–Ah, ¿no lo sabes–palabras rezumaban sarcasmo, cosa poco habitual en él–. Como vino se fue, misteriosamente, pero lo que dejó no quedó lo mismo. Desapareció, sin dar aviso a nadie y sin disolver la sociedad que había creado para el grupo de teatro, de modo que dejó a los socios empantanados en un montón de deudas. En las cajas del grupo, que nunca estuvieron, por otra parte, a rebosar, no quedaba ni un duro. Laurencio arrambló con todo, con lo poco o lo mucho que hubiera. Pero esa es otra historia. Lo que te quería contar era lo de Juan Segura. Recordarás que en el grupo de Laurencio estaba como galán. Dicen que Laurencio andaba enamoriscado de él y que él no le hacía caso, pero que la esperanza de conseguir algo finalmente, le hacía mantenerlo en los papeles principales de todos sus montajes. Ya sabes, las malas lenguas, que nunca faltan en el mundo del teatro. No era cierto del todo. Que Laurencio estuviera prendado del muchacho, no me extraña, porque, no sé si lo recuerdas bien, era muy atractivo, pero si le daba los papeles principales, no era por eso. Era que el tal Laurencio, lo de sinvergüenza aparte, tenía cierto gusto teatral y había intuido que el chico era bueno. A mi parecer, era un diamante en bruto que se estaba desaprovechando en manos de aquel cantamañanas... ¿Te acuerdas de aquel horrible montaje de Macbeth que se le ocurrió hacer al mangante de Laurencio?

–Me acuerdo perfectamente–le dije–. Y también recuerdo que lo único pasable en todo aquello era el papel que representaba Juan Segura, de un modo intuitivo y nada trabajado, pero daba idea del caudal virgen que tenía el muchacho.

–Pues por ahí va la cosa–. En ese momento apareció Coquí, el hijo de la Marnie, con menos contoneo y seducción, inocente y grandón, lento y majestuoso- ¡Coquí, precioso, ven aquí! - exclamó César, pero el príncipe persa comprendió que la atención de su amo estaba en otra parte y se retiró a su cesto.- Bueno, te cuento. Antes de desaparecer el director con toda la taquilla, Laurencio y Juan tuvieron una terrible discusión. No sé los términos en que discutieron ni las razones... La gente habla, pero yo escucho poco esas historias sórdidas del teatro. El caso es que el muchacho se largó del grupo y en ese momento no se le ocurrió mejor cosa que acudir a mí. Se ofreció para cualquier papel en lo que yo estaba haciendo. No me fue posible en aquel momento darle nada, pero a partir de ese primer encuentro, comenzamos una relativa buena amistad. Digo relativa porque ya sabes tú que las amistades de teatro son siempre relativas.

- Menos la tuya y la mía y alguna otra honrosa excepción - dije yo.

- Naturalmente, entiendo siempre hecha esa salvedad. Pues bien, el chico de verdad que era muy bueno, pero en tanto no se iniciara un nuevo montaje, yo no podía contar con él. Esperando esa oportunidad, se presentó sin ninguna esperanza a unas becas que se convocaban en Madrid para la cantera del Teatro de la Comedia. Le ayudé a preparar todos los documentos y los envió. Fue seleccionado. Él siempre creerá que yo influí entre mis amistades madrileñas, y por más que le he dicho que nada tuve que ver en ello, cree y siempre creerá que yo le ayudé. Pero no es así. Acudió a las pruebas de selección y también salió con éxito. Qué quieres que te diga, yo me alegré muchísimo. Aparte de que siempre es cosa de gusto que un paisano triunfe, pensaba que el muchacho lo merecía y que, si sabía llevarlo, podría llegar a ser un buen actor de la Comedia. Lo que yo no había podido imaginar es que su ascensión sería tan rápida. Una cosa que se me escapó de su personalidad, te lo digo francamente, es que pertenecía a esa categoría de actores que yo llamo ascetas: gente con una voluntad de hierro, que se apartan del mundillo teatral más vano, que se dedican en cuerpo y alma a su ejercicio, y que además poseen un afán inagotable de perfección.

Siempre se piensa desde provincias que el mundo teatral capitalino es un mundo corrupto donde los primeros actores son siempre los que se encaman con los poderosos o los que saben mantener varios juegos a la vez, los astutos, los pícaros y los hipócritas. Y no te niego que haya algo, o incluso mucho, de verdad en eso; pero también te puedo decir que este caso, hasta donde yo llego, es una clara refutación de ese prejuicio, o la confirmación de que no hay regla sin excepción. Juan Segura llegó, lo vieron y triunfó. Al mes y medio de estar en Madrid, disfrutando de su beca y trabajando con los actores de la Comedia, me escribió una carta entusiasta y llena de ánimo, en la que me ponía al corriente de todas sus actividades: gimnasio diario, danza y esgrima, cursos extraordinarios de dicción del verso clásico; un verdadero programa, en parte ofrecido por la Comedia, en parte buscado por él mismo. Allí vi que estaba dispuesto a todo y que había elegido el camino más difícil, pero a mi parecer el más honesto. También me contaba el detestable ambiente entre los compañeros, la competencia desmesurada y la lucha a brazo partido por los papeles. Todos podían ser debutantes junto a otros actores consagrados en un montaje nuevo de "El caballero de Olmedo". Juan no se hacía ilusiones, pero, al menos, estaba seguro de que obtendría un papel secundario o, al menos, una "lanza".

Pasó otro mes largo y una noche me llamó por teléfono. No había tenido la paciencia de comunicármelo por carta. La noticia era importante: le habían ofrecido el papel de don Alonso en "El caballero". Me llamaba para decírmelo y para consultar conmigo si debía aceptarlo o si era jugar demasiado fuerte para empezar. Le dije que aceptara de inmediato. Este muchacho no terminaba de asombrarme. Date cuenta lo que es: le ofrecen el papel principal en un montaje de cantera del Teatro de la Comedia y llama para preguntar si debe aceptarlo. El caso es que lo aceptó, faltaba más. Habían comenzado los ensayos, cuando tuve que ir a Madrid por unos asuntos de la Escuela de Arte Dramático. Naturalmente, llamé a Juan Segura para verlo en algún rato que tuviéramos libre. Nos vimos y me invitó a un ensayo. Estaba magnífico, tú sabes que yo no soy fácil de conformar. El director, que era conocido mío, estuvo extremadamente amable conmigo y, en un aparte, me comentó que aquel muchacho era una verdadera joya. Creo que otra vez su encanto viril había hecho estragos.

Fuimos a comer a la plaza de Santa Ana, en un restaurán cercano a la Comedia, y atiende, que esto es importante, le pregunté, mientras íbamos allá si había entrado ya a San Sebastián. La cara que puso de asombro ni te la cuento. Primero, estoy seguro, pensó que se trataba de un bar de moda o algo así, pero cuando le dije que se trataba de aquella misma iglesia cuyas espaldas estábamos viendo, pero que no era un interés religioso ni arquitectónico lo que me movía a recomendárselo, sino puramente teatral, entonces sintió una gran curiosidad y mucha más cuando supo que allí había estado enterrado Lope, y que, aunque su cuerpo ya no estaba bajo el altar de una de las capillas laterales, una lápida lo recordaba, además de haber otras muchas lápidas que recordaban que allí fueron bautizados, casados o despedidos del mundo de la farándula muchos escritores, dramaturgos y actores. No pudo esperar a la tarde y fuimos a ver si la Iglesia de los cómicos estaba abierta, pero no lo estaba. Eran cerca de las dos de la tarde. Después de comer yo fui a mis cosas y él a sus ejercicios ascéticos... No te puedes imaginar cómo trabajaba aquel fiera y el cuerpazo que había echado: un verdadero torero. Perfecto para don Alonso. Por la noche me acompañó al tren, después de tomar unas tapas juntos, y yo me volví a Murcia, muy satisfecho de todo, de mis asuntos, que quedaban solucionados, y de ver a un paisano triunfante con todos los merecimientos.

En un par de meses no tuve noticias de él, pero allá por el mes de octubre recibí una invitación para el estreno de "El caballero de Olmedo".

Nuestra conversación se interrumpió un momento porque volvía de la calle mi buen amigo Fernando del Río. Tuvimos nuestro intercambio de saludos y besos y le dije que César me estaba contando una historia muy interesante, aunque todavía no me podía imaginar en qué pararía. Fernando estaba al corriente de toda ella.

–Te vas a quedar muerta–dijo–. Seguid con lo vuestro, que yo voy a ponerme una copa de vino. ¿Y estos dos? ¡Coquí, Marnie! Voy a ponerles de comer.

Los dos felinos aristócratas siguieron a Fernando a la cocina, felices de haber encontrado al fin alguien que les dedicara toda la atención que se merecían. Pero les duró poco, pues pronto volvió con su copa y se sentó a oír la historia con nosotros. Ya la sabía, pero el interés con el que escuchaba a César me confirmaba que el placer de escuchar una historia se renueva cada vez que se oye, con un sentido distinto a la primera vez. Y esto quizás es lo mismo para otras muchas cosas de la vida. César prosiguió su narración y los gatos, rendidos al fin, se acomodaron en el sofá, junto al narrador.

–Pues decidimos ir al estreno y acompañar al muchacho para bien o para mal, aunque estábamos muy convencidos de que sería para bien. Nos fuimos un par de días antes, sin tener nada que hacer en Madrid, así que los pasamos deambulando por la ciudad, viendo algunas exposiciones y una magnífica película iraní que luego te recomendaré. Sólo en una ocasión vimos a Juan Segura antes del estreno. Comimos juntos en el mismo restaurán en el que habíamos comido hacía dos meses. Juan estaba muy nervioso, pero nos pareció absolutamente normal. Lo suyo había sido vertiginoso y se jugaba demasiado en aquella representación. Pero había algo más que le inquietaba, una responsabilidad añadida que nosotros ignorábamos. Me dijo que me había hecho caso y que había visitado San Sebastián, no una vez, sino muy a menudo. Que le servía de relajación cuando estaba demasiado excitado y de consuelo cuando veía que algo no iba bien. Se había acostumbrado en aquellos dos meses a reflexionar en la capilla donde Lope había estado enterrado. Al principio notaba algo excepcional en aquel sitio, pero poco a poco se había ido acostumbrando a sentir una presencia extraña y había terminado hablando al Fénix como si estuviera realmente allí. A veces pensaba que se estaba volviendo loco de tanto ensayo y tanto entrenamiento. Fernando, que es tan psicólogo, lo tranquilizó diciéndole que en los momentos más tensos de la vida necesitamos apoyaturas y que él se había buscado una bastante inofensiva. Yo añadí que, aunque esa comunicación no fuera cierta en el sentido en que la gente razonable considera las cosas ciertas, en el ámbito poético estaba sumergiéndose en una comunicación íntima con la obra que tenía que representar y con el hombre que cuatro siglos atrás la había escrito. En definitiva, que se quedó algo más tranquilo y ya no lo volvimos a ver hasta el día del estreno sobre el escenario. Por supuesto que Fernando y yo comentamos que aquel chico estaba demasiado afectado, pero que un éxito, como el que imaginábamos que tendría, le quitaría esas tontunas de la cabeza, aunque fuera sustituyéndolas por otras, quizás menos sensibles y poéticas.

Fue una representación inolvidable, te lo puedo asegurar, y yo no suelo conformarme con poco. Fernando te lo puede decir, que no es menos exigente. Preciosa, de verdad, y cuidadísima. Los jóvenes actores estaban magníficos, no desmerecían de los consagrados que los apoyaban en los papeles de autoridad. Aparte nuestro paisano, que tuvo su gran noche, nos gustó extraordinariamente el que hizo el Gracioso, un muchacho asturiano que parecía un Arlequín, al que luego conocimos en la fiesta de estreno. El vestuario era una verdadera obra de arte. Juan lucía su traje como nadie. Yo, de verdad, nunca he visto un Caballero tan galán y tan torero. Pero al comenzar el primer acto, cuando el monólogo de don Alonso, vi que Juan se descomponía y que la mirada se le iba al fondo del patio de butacas. Seguramente el público común no lo advirtió, pero a mí esas cosas no se me pueden escapar. Tardó unos segundos en recuperar la calma y el monólogo terminó con un aplauso cerrado; apenas había empezado la función y ya arrancaba aplausos. Durante todo el primer acto, vi que varias veces volvía a las andadas; la mirada se le iba del punto donde debía tenerla hacia el fondo del patio. Pensé que había algo allí que lo distraía y miré hacia atrás. No vi nada fuera de lo común; algún señor dormido y alguna jovencita embobada. Pero el colmo fue que en el segundo acto lo mismo hicieron doña Inés y el Gracioso. Mientras, nuestro buen amigo seguía cosechando aplausos. En este segundo acto sacaba una capa española magnífica, de terciopelo azul marino con vueltas púrpura. Su único defecto era el tener aspecto de recién estrenada, como efectivamente lo era. Se puede lograr el efecto de uso, como tú sabes, en muy buena parte del vestuario, mediante manchas y arrugas oportunas que desde el patio de butacas no se advierten como tales, pero que ofrecen una apariencia de ropa llevada largo tiempo, pero una capa es algo más difícil. Una capa es para toda la vida y sólo cuando el dueño deja el mundo tiene verdadero aspecto de vieja. Una capa envejece con su dueño a fuerza de inviernos. Y aquella era una magnífica capa, de esas que se pueden heredar con muy buen poner todavía. Se habían esmerado con el vestuario. Pues bien, para el tercer acto la capa se había hecho vieja. Como lo oyes. Se había envejecido. Y no me engaño, de veras. Que te lo confirme Fernando.

–La capa aquella era una verdadera reliquia en el tercer acto, te lo digo yo que entiendo mucho de vestuario. Del segundo acto al tercero habían pasado por ella años, o siglos–confirmó Fernando.

–Bueno, yo pensé que había habido un cambio y no le di más vueltas, pero en este tercer acto, nadie miró al fondo del patio de butacas y cuando Tello sacó al Caballero muerto en sus brazos, pidiendo justicia para su amo, se hizo un tenso silencio como nunca se ha hecho en esta función. A mí se me saltaron las lágrimas, pero la capa en la que venía envuelto... El final fue apoteósico, un éxito, una locura... Yo no sé las veces que tuvo que salir la compañía a saludar ni las reverencias que hizo el Caballero ni las cabriolas de Tello. Una hora después nos reuníamos todos, actores, servidores, técnicos e invitados, en el ambigú del teatro, donde se había preparado una cena fría. Juan no se había cambiado ni desmaquillado. Era como si quisiera ser el Caballero toda la noche y para siempre, pero bajo el maquillaje se advertía una gran palidez, los labios lívidos y los ojos asombrados. Nos saludó con agrado, pero distraído. Fernando ya empezó con las interpretaciones: vamos, que se le había subido el éxito a la cabeza. Pero yo sabía que no podía ser eso. Cuando acabaron los brindis y los abrazos, los toqueteos y besos con que tú ya sabes que los actores y las gentes del teatro muestran su cariño - ponlo en reserva, ya sabes lo que es- las conversaciones se fueron haciendo por grupos. Algunos revoloteaban de grupo en grupo, queriendo sopar en todos. Yo quería felicitar especialmente al diseñador del vestuario y le pedí a Juan que me lo presentara. Juan estaba muy silencioso, demasiado para ser su gran noche. Me llevó hasta un señor muy retintado y emperejilado, que me saludó histriónicamente. Lo felicité calurosamente.

– No ha quedado mal, me parece–me dijo–. El único problema ha sido conseguir efectos de antigüedad de la ropa. Con la capa, querido mío, no había modo ni manera, pero este bribón ha conseguido una capa vieja... La original era magnífica, pero esta que lleva ahora es la que yo quería, una capa gastada en mil aventuras nocturnas...¿De dónde la has sacado, pichón? La otra que la guarden, por si acaso...

Juan ni le contestó. Levantó su copa de cava y brindó por el mejor regidor, por el mejor diseñador, por el mejor director y, muy especialmente, por el mejor Gracioso de la Comedia. Su compañero lo abrazó agradecido y al poco todo el mundo volvió a sus conversaciones. Juan me tomó del brazo y me apartó a un lado. Quería hablarme en privado.

–César, mira, esto no lo sabe nadie, nada más que Luis Reina, el Tello, y doña Inés. Les he dicho lo que me estaba pasando porque tenía que decirlo y porque sólo ellos podían confirmarlo, si veían lo mismo que yo. Ninguno de los dos ha podido ver nada y, aunque creen que estoy loco, no me lo dicen , porque lo toman como una extravagancia más. Pero yo lo he visto. Y luego además esta capa es la prueba... Y estas dos monedas también...

Sacó del bolsillo de la chupa un par de moneditas y me las puso en la mano. Yo las miré con disimulo y le eché una mirada interrogante.

–Esto es lo que costaba entrar a un corral de comedias en el siglo diecisiete. ¿Sabes dónde las encontré? En mi camerino, en el descanso del acto primero. Lo de la capa no lo advertí hasta que estaba en escena. No sé cómo pude seguir adelante en aquel momento. Luego, sentir esta capa sobre mis hombros me daba una fuerza desconocida. La capa nueva no está ya en mi camerino. El consejo del diseñador es inútil; tendré que representar ya siempre con esta capa, que no es mía sino de un visitante que hemos tenido esta noche. Habrás visto que la mirada se me iba hacia el fondo del patio de butacas. Durante todo el primer acto allí ha habido alguien que pagó su entrada de una forma poco habitual; era un caballero alto, cubierto con una capa de pies a cabeza. ¿Sabes a quién me recordaba? Al Menipo de Velázquez, aunque yo sólo podía ver su silueta, pero era la misma imagen, pero este más altivo y estirado. Para el tercer acto dejé de verlo. Y yo sé quién es...

Yo lo oía como hechizado, pero al mismo tiempo pensaba que este muchacho se había vuelto loco de verdad.

–¿Quién era, según tú? - le pregunté.

–Era Lope... Te lo juro, César, era él-. Ya no sabía qué pensar. Juan puso en mi mano de nuevo las dos monedas. Las acaricié mientras hablaba. Eran monedas gastadas y suaves, redondeadas por la ronda inacabable del dinero. Miraba también la hermosa capa que aún llevaba puesta. Pero no podía dar crédito a lo que oía. Hace mucho tiempo que no creo en los milagros–Te lo juro, César, tienes que creerme. Él vino porque yo se lo pedí. Se lo he pedido en muchas ocasiones, allí sentado en la capilla de San Sebastián. He tenido con él largas conversaciones, que yo consideraba monólogos míos... Ahora las considero conversaciones.

¿Qué le podía decir? Tuve que tranquilizarlo, pero él me decía que estaba muy tranquilo, que no estaba afectado y que más bien se sentía muy feliz, serenamente feliz.

Se retiró pronto con las protestas de toda la Compañía y Fernando y yo lo acompañamos a su casa. Por el camino nos tomamos la última copa y charlamos un rato, pero ninguno de los dos volvió a comentar el suceso mágico de la noche. Fernando en ese momento estaba ajeno a lo que me había dicho en el ambigú. Apenas dejamos a Juan, en el taxi que nos llevaba al hotel, le conté todo lo que Juan me había dicho. Fernando se asombró mucho y opinó que el chico estaba bajo los efectos de una fuerte impresión, que había alucinado. El que no sabía cómo poner la oreja era el taxista, que debió pensar que los locos éramos nosotros. Al bajarnos en la puerta del hotel, mientras le pagaba la carrera se permitió una observación.

- Pues no crea usted, caballero, hay cosas raras en la vida. Si yo le contara...

Le di las buenas noches lo más cortésmente que pude y lo despedí. Con una historia extraña tenía bastante por el momento.

Y esta es la historia de Juan Segura. ¿Qué te parece? Por cierto, que en tres días lo tendremos aquí, en el Romea, con "El caballero de Olmedo". Si quieres vamos a verlo...

Por desgracia, mis vacaciones se acababan antes de la actuación y me tenía que perder el acontecimiento. De verdad que lo sentí. Me hubiera gustado muchísimo ver un "Caballero" bendecido por el Fénix. Y la célebre capa del siglo diecisiete. No pude permitírmelo. Como siempre, tuve que regresar a mi casa, que luego no era en verdad mi casa.