9/10/2009

La hija de Abihail


Este texto corresponde a una lectura en el Museo de la Ciudad de Murcia, en una preciosa actividad nocturna organizada por Soren Peñalver bajo la dirección de Manuel Fernández Delgado para el Festival de las Tres Culturas, realizado en el mes de mayo de 2009. Próximamente aparecerá en un libro publicado por el Museo de la Ciudad que recoge todas las ponencias de diferentes autores.



La hija de Abihail

por Fuensanta Muñoz Clares



Una bella hora es ésta para hablar de todo aquello que une a los seres humanos. Lo que es común y no particular, lo que puede acercarnos al entendimiento y al respeto mutuo. Cuando hablo de entendimiento, no me puedo referir a lo que, por encima de cada corazón se ha construido, sino a los cimientos que mantienen un edificio complejo, a veces tan espantoso, a veces tan bello. Me refiero a una comprensión profunda, misteriosa, por la cual mi mirada cae sobre el otro y lo reconoce, pues reconocer es otorgar entidad, aceptar, e iniciar un respeto que puede conducir hacia el amor y la unidad. Ojalá cada persona que aquí escuche estas palabras tenga ese camino iniciado y lo siga hasta el final, hasta guardar su mirada sobre el otro como un reconocimiento.


Esa mirada es la que nos puede hacer comprender la poesía, a pesar de las diferentes culturas que le dan sustento; a pesar de que sea peregrina desde tiempos lejanos y ya desconocidos para los seres humanos modernos; a pesar de todas las diferencias, la poesía es objeto común en sus verdades.


Debo reconocer que no soy una buena lectora de poesía. No busco ávidamente por los anaqueles de las librerías; no leo todo aquello que el destino me pone ante los ojos. No me enamoro fácilmente. Soy una lectora muy selectiva, y quizás caprichosa. De algunos poetas casi todo, de otros casi nada. De alguno, un solo poema. Ya lo he dicho, caprichosa. Pero es porque elijo aquellos que me dejan un recuerdo, un aroma especial que no sé explicar, quizás porque precisamente no soy poeta. Si yo lo fuera, podría decirlo con palabras poéticas. Como no lo soy, me debato inútilmente con las palabras que lo expresarían. Elijo algunos porque me hieren. Elijo otros porque me endulzan. Otros vienen a mí despavoridos o cansados. Los hay que me hacen sonreír y los hay que me dejan un rato suspensa.


Como se puede ver, por esta parte tengo bien pocos méritos para hablar de poesía. Tampoco puedo alegar una erudición esforzada para dar fechas, datos, nombres y topónimos. Ni siquiera un interés malsano por las vidas de los poetas, aunque algunas veces me haya sumergido en alguna biografía borrascosa. No tengo el don de lenguas, ni natural ni adquirido. Y todo esto no son excusas para justificar mi torpeza, sino para llegar a otro punto, al hecho de que lo único que pretendo es compartir con quien quiera escucharlo y recibirlo el amor a la hija de Abihail. Para que todo el mundo comparta esta admiración, yo tendría que mostrar un retrato, aunque fuera tamaño de un grano de trigo, en el caso de que los que me escucharan fueran unos mercaderes que vienen a Murcia a comprar seda, pero como estoy absolutamente convencida de que quien a la medianoche sale de su tranquilo hogar para escuchar poesía o palabras relativas a ella, tiene fe, una enorme fe, y que, sin ningún retrato, sólo por la fuerza mágica de la palabra, creerá en la gran belleza de la hija de Abihail. Lo único que sabemos de ella lo dijo Yehuda Ha-Levi en un poema breve. El poema dice bien poco y lo dice todo. Eso precisamente es un poema, el que diciendo lo menor abarca lo mayor.

Antes que nada, esto dijo Ha-Leví de la hija de Abihail.


¿Por qué sales, oh sol, y por qué brillas?

Ya ha salido la hija de Abihail,

avergonzando al sol con su belleza

y disminuyendo los resplandores del rey del día.


No escogió para vivir el cielo,

sino que convirtió el mirto en su esfera.



Creo que no habrá que buscar ninguna miniatura persa para demostrar, casi mil años después, que la muchacha iluminaba la judería toledana con la luz de su cara, ante la cual el sol se sentía menoscabado. Ni que la muchacha era hermosa como un ángel que hubiera elegido la tierra con sus jardines de arrayán antes que los espacios etéreos a los que por su beldad tendría derecho. Habrá ahora quien se pregunte, porque la mente es curiosa y hasta indiscreta, quién era Abihail, y cómo se llamaba su hija, y hasta quién era este Yehuda Ha-Leví, que no hizo descripción alguna de la hermosura juvenil de la muchacha, ni dio más conocimiento de su persona, sino sólo de hechos tan simples y comunes como que avergonzaba al mismo sol, lo cual, como se sabe, es potestad de toda muchacha bella. De los pormenores acerca del objeto del poema luego me ocuparé, y daré cumplida información, porque lo he madurado mucho y he sacado mis conclusiones. Del que la vio salir y la cantó, hay noticias históricas. No es ni más ni menos que el primer poeta castellano. “El Castellano” le llamaban, a pesar de haber nacido, según se sabe, en Tudela, en la judería Vétula, hacia el año 1070, y si bien por origen no le correspondía el sobrenombre, sí por su permanencia en Toledo y otras ciudades castellanas. Si podemos llamar castellano a la lengua mozárabe en la que se cantaron las jarchas, recogiéndolas de las voces de muchachas, para engarzarlas en los bellos poemas árabes o hebreos llamados moaxajas, entonces podemos decir que él fue de los primeros poetas que escribió en castellano, pues Yehuda Ha-Leví incluye en sus poemas cultos algunas de las jarchas más llenas de gracia de aquella remota literatura castellana.


Viene la Pascua, ay, aún sin él
herido está mi corazón por él


(De la elegía por la muerte de Yehudá Ben Ezra)



Como [si fueses] hijito ajeno,
ya no te aduermes más en mi seno


(Del panegírico en honor de Abu l-Hasan ben Qamniel)



De su biografía no sabemos tanto como quisiéramos; sobre todo, nuestra curiosidad se ensancha cuando llegamos al final, porque de eso no hay apenas noticias. Después de andar por las cortes cristianas y árabes, después de establecerse en Toledo, de casarse y tener al menos una hija, que le dio un nieto, el poeta decide iniciar un viaje. Sorprende que pueda dejar todas sus querencias y partir hacia Jerusalén, en manos del temido y aborrecido Edom, o sea, en manos ya de los Cruzados. Largas travesías por mar e innumerables peligros aguardan al viajero de la época, pero él va guiado, dice, por su afán de encontrarse con su Dios y con su tierra. Como yo también soy persona de fe, me creo lo que me dice, pero como persona moderna y un punto escéptica, sin olvidar unos gramos de humorismo, adivino detrás una gran atracción por la aventura, por el viaje, que era común a los intelectuales de aquellos tiempos, que por mucho menos, sólo por ver mundo y satisfacer su curiosidad, hacían un hato y salían de viaje sin ningún reparo, a ver cuántas largas travesías por mar y cuántos peligros les acechaban. No sé si era costumbre de los de Tudela, porque la misma ocurrencia tuvo Abraham ben Meir ibn Ezra, viajero curioso por Europa, y Benjamín de Tudela, que incluso dejó escrito un “Libro de Viajes”, en este caso por Italia y Grecia, llegando en su periplo hasta la misma Bagdad. Dicen que el tal Benjamín tenía motivos menos culturales que el poeta Yehuda Ha-Leví o que Ibn Ezra, pues se dedicaba al comercio de piedras preciosas y corales. Cualquier pretexto es bueno para hacer la maleta.

A Yehudá este arrebato por viajar, con la espiritualidad por medio, sea el único motivo o no, le sobreviene por la súbita comprensión de que se está haciendo viejo. Cuando le aparece la primera cana se lo toma con filosofía, y nunca mejor dicho. Expresa tal acontecimiento, el haber tomado conciencia de la edad, en dos tonos diferentes. Uno, como distanciada ironía sobre sí mismo:


Cuando vi en mi cabeza la primera cana,

la arranqué con la mano.

Has podido conmigo”, me dijo, “porque estoy sola.

¿Qué harás cuando me siga un escuadrón?”


Desde luego, la respuesta de Yehudá no fue el tinte, que era él hombre gustoso de lo auténtico, sino tomar un camino diferente. El camino. Hacia Jerusalén, pero hasta allí, qué de vivencias y de visiones.


Y adopta también, en los poemas de la travesía marítima, con la mirada puesta en Dios, un tono religioso, piadoso en la vejez, como es costumbre entre la mayoría de los pueblos.


¿Perseguirás la juventud pasados los cincuenta,
estando ya tu vida presta a emprender el vuelo?
¿Huirás del servicio de Dios
ávido de servir a los hombres?
¿Preferirás ir en pos de las gentes y renunciar
a Aquel a quien buscan los que le aman?

¿Sentirás pereza de avituallarte para tu camino?
¿venderás tu parte por un plato de lentejas?
¿No te sigue diciendo tu alma: ¡déjalo!,
no hace reverdecer sus apetitos cada mes?
No sigas sus designios sino los de Dios,
¡aléjate de los cinco sentidos!

Hazte grato a tu Creador los días que te restan,
que tan presto se pasan.
No quieras complacerle con corazón doblado,
no vayas tras augurios.
Sé fuerte cual pantera para hacer su deseo,
ágil como corzo, valiente cual león.



Así que no le cuesta hacer el hatillo y marcharse a recorrer el mundo. Su objetivo es Jerusalén. Pero, ¿llegó alguna vez a Jerusalén, aunque fuera para entregar su alma, tal como hizo, un siglo después, el trovador Jaufre Rudel ante Hodierna, la princesa de Trípoli? Nunca lo sabremos. Su rastro se pierde en El Cairo, después de pasar una buena temporada en Alejandría, bien acogido por la intelectualidad judía del lugar.

Pero antes de todas estas filosóficas y misteriosas aventuras, está la hija de Abihail, que es la alegría de la vida. No sabemos su nombre. No importa tanto, pues es el de su madre el que ella perpetúa en su belleza. Cuando dice el poeta “la hija de Abihail”, nace la imagen de la mujer que es su madre; una mujer que ha embarnecido, por los hijos habidos y por una felicidad de mujer piadosa, bendecida con todos los bienes y honestos placeres, hermosa aún, pero madura. Como su hija nació cuando ella tenía quince años, Abihail tendrá ahora algo menos de treinta. En este tiempo, sería una mujer en la plenitud de su edad; en aquellos, una mujer ya madura. La vemos en el balcón de su casa toledana, mirando complacida a su hija que camina por el zoco, a pasos cortos y delicados, cubierta con un fino manto de filillos de oro; así caminaba ella a los trece, a los catorce años, por ese mismo zoco toledano. La nostalgia se mezcla con la alegría de ver a su hija tan hermosa. La madre observa, pues nada se le escapa, que un joven la mira caminar por la plaza. Abihail lo conoce; es Yehuda Ha-Leví, un muchacho religioso y cumplidor, tal vez soñador de más, estudioso, que escribe hermosos poemas. Dicen que es muy inquieto, y que no se dedicará al comercio, sino a la medicina. Quizás le agrade su hija, y no sería un mal matrimonio. A la joven habrá que casarla pronto. Ese Yehuda no le parece mal a la madre, a la dulce Abihail. La madre mira a Yehuda que a su vez mira a su hija, y su hija, la hija de la dulce Abihail, no parece mirar a nadie. Un comerciante árabe ha salido de su zaguán umbrío a ver la hermosa cara de la joven. Sus catorce años recién cumplidos tienen ya fama de espléndidos. Un arcipreste se detiene pasmado de su belleza y gira para verla seguir su camino modestamente, ajena a la admiración que despierta. Abihail está orgullosa de su hija, y ese Yehuda, que no sería un mal partido, parado en un pórtico, la mira como si estuviera contemplando un ángel del paraíso. Abihail piensa que hablará con la casamentera.

¿Cómo se llamaba la hija de Abihail? No tiene nombre. ¿Podría llamarse Ofra? ¿Es la Ofra a la que canta el poeta Ha-Leví, la que lava sus vestidos con las lágrimas de sus ojos?



Ofra lava sus vestidos en el agua de mis lágrimas

y los pone a secar al sol de su hermosura.

No necesita el agua de las fuentes, pues tiene la de mis ojos,

ni otro sol que el de su belleza.



Ya he dicho que no tengo yo el don de las lenguas, así que solo por conjeturas, y éstas muy simples, puedo dudar si la hija de Abihail se llamaría Ofra, pues en otras traducciones he visto este poema en donde ese nombre se traduce por “gacela” o por “cierva”, que era el modo habitual en que Yehudá Ha-Leví llamaba a las muchachas hermosas, algo común con la poesía árabe de la época y no muy lejano del uso poético que en toda la Península Ibérica hace de los ciervos la poesía más primitiva. Ofra, la hija de Abihail... nunca lo sabremos.



¿Se llamaba Rahel la hija de Abihail? Quizás. Un par de siglos después, la hija de Abihail, la muchacha que es como una cierva, es cantada con ese nombre en un romancillo sefardí que rescata doña Isabel Escudero en su Cancionero Didáctico:



Iba la niña Rahel,

carita de mazapán,

por el zoco de Toledo,

¡quién la pudiera comprar!

Así la miraba el moro,

ojillos de gavilán,

así la miraba el moro

de la sombra del zaguán.

Iba la niña Rahel,

carita de mazapán,

va a casa del rabino

que la tiene que casar

con su primito Samuel

como manda la Misná,

que ni niña ni mujer

doce añitos cumple ya.

Mirala el señor Obispo

de la umbría catedral;

¡quién meneara campanas

por novia tan celestial!



Si se llamaba Rahel o no, sigue siendo un misterio, pues de los poetas no hay que hacer caso, que buscan los nombres que más les convienen. ¿Acaso estamos seguros por completo de que su madre se llamara Abihail? Así la llamó el poeta a su conveniencia y gusto, pero nadie pondría la mano al fuego ni por su nombre ni por el de su hija.

En ese momento tenía doce años y, según poetizamos, no se casó con su primito Samuel como manda la Misná, sino que es mucho más probable que fuera aquella que Yehudá Levi tuvo en sus rodillas, y en cuya mirada descubrió uno de los principios del amor más hermosos, tan hermoso que a veces puede tomar aires trágicos.



El día en que la acaricié sentada sobre mis rodillas

y se vio reflejada en mis pupilas,

me besó entre risas los ojos;

pero no besó en ellos sino su imagen.



Abihail ya ha conseguido su propósito. Habló con la casamentera, habló con la familia Ha-Leví. Habló con el joven Yehuda. Habló y habló con todo el mundo, incluido su esposo, que, sin embargo, fue el último en enterarse de que se estaba negociando el matrimonio de su hija, pero no habló con la joven. Tal cosa nunca se había visto hasta entonces y no se consideraba bajo ningún concepto necesaria. La joven hija de Abihail aceptaría a Yehuda con la modestia de una buena hija, y se casaría con un muchacho prometedor, que sería médico, y con el cual tendría hijos, que le proporcionaría una vida tan plácida como la que su madre había llevado hasta el momento, y finalmente, rondando los cincuenta, haría lo que todos los jóvenes soñadores que escriben poemas, a saber: asustarse de su edad, entender que había que tomar un camino, y tomarlo. Para entonces, la hija de Abihail sería una mujer vieja. Tendría nietos en los que entretenerse y no pensar más en un esposo cuya única meta a partir de entonces sería la peregrinación y la poesía. Tal vez para entonces, la hermosa hija de Abihail, habría dejado el mundo.

Yehudá la recordaría en toda su belleza, aquel día de su boda, con el rostro velado, bajo el cual relucían las joyas de la ceremonia. Y al retirarle esa veladura sagrada, vería en sus delicadas orejas las arracadas de oro y aljófar, los múltiples collares de piezas labradas en luneta, las finos aros adornando su frente, las perlas enhebradas en el cabello rojizo, y tras todos estos adornos de esposa, la verdadera belleza de la joven que había venido a ser su esposa, un poco después de que la viera pasar por el zoco de Toledo y compusiera aquel hermoso poema primero en el que la llamaba la hija de Abihail. Sin más nombre ni atributo que ser la hija de su madre y avergonzar al mismo sol con su belleza.



Seda bordada es el vestido de tu cuerpo, pero

la gracia y la hermosura recubren tus ojos;

las joyas de las doncellas son obras de artesano, mas

esplendor y encanto son tus adornos.


Te revistas o no de brocados como las señoras,

te basta tu figura, pues te adornas de encanto y no de joyas.

Estás colmada de hermosura, ¿qué te añaden collares y lunetas?

¡Sólo impiden abrazar tu garganta, besar tu cuello!




Todas las traducciones de poemas están tomadas de la “Nueva Antología Poética” de Yehuda Ha-Leví, con traducción, prólogo y notas de Rosa Castillo, excepto los dos fragmentos finales, tomados del estupendo ensayo sobre la poesía amorosa de Yehuda Ha-Leví, del profesor José Javier Alfaro, publicado en esta página web:

http://www.uned.es/ca-tudela/revista/n001/art_7.htm