11/30/2009
Comisión 8 de Marzo
9/10/2009
La hija de Abihail
La hija de Abihail
por Fuensanta Muñoz Clares
Una bella hora es ésta para hablar de todo aquello que une a los seres humanos. Lo que es común y no particular, lo que puede acercarnos al entendimiento y al respeto mutuo. Cuando hablo de entendimiento, no me puedo referir a lo que, por encima de cada corazón se ha construido, sino a los cimientos que mantienen un edificio complejo, a veces tan espantoso, a veces tan bello. Me refiero a una comprensión profunda, misteriosa, por la cual mi mirada cae sobre el otro y lo reconoce, pues reconocer es otorgar entidad, aceptar, e iniciar un respeto que puede conducir hacia el amor y la unidad. Ojalá cada persona que aquí escuche estas palabras tenga ese camino iniciado y lo siga hasta el final, hasta guardar su mirada sobre el otro como un reconocimiento.
Esa mirada es la que nos puede hacer comprender la poesía, a pesar de las diferentes culturas que le dan sustento; a pesar de que sea peregrina desde tiempos lejanos y ya desconocidos para los seres humanos modernos; a pesar de todas las diferencias, la poesía es objeto común en sus verdades.
Debo reconocer que no soy una buena lectora de poesía. No busco ávidamente por los anaqueles de las librerías; no leo todo aquello que el destino me pone ante los ojos. No me enamoro fácilmente. Soy una lectora muy selectiva, y quizás caprichosa. De algunos poetas casi todo, de otros casi nada. De alguno, un solo poema. Ya lo he dicho, caprichosa. Pero es porque elijo aquellos que me dejan un recuerdo, un aroma especial que no sé explicar, quizás porque precisamente no soy poeta. Si yo lo fuera, podría decirlo con palabras poéticas. Como no lo soy, me debato inútilmente con las palabras que lo expresarían. Elijo algunos porque me hieren. Elijo otros porque me endulzan. Otros vienen a mí despavoridos o cansados. Los hay que me hacen sonreír y los hay que me dejan un rato suspensa.
Como se puede ver, por esta parte tengo bien pocos méritos para hablar de poesía. Tampoco puedo alegar una erudición esforzada para dar fechas, datos, nombres y topónimos. Ni siquiera un interés malsano por las vidas de los poetas, aunque algunas veces me haya sumergido en alguna biografía borrascosa. No tengo el don de lenguas, ni natural ni adquirido. Y todo esto no son excusas para justificar mi torpeza, sino para llegar a otro punto, al hecho de que lo único que pretendo es compartir con quien quiera escucharlo y recibirlo el amor a la hija de Abihail. Para que todo el mundo comparta esta admiración, yo tendría que mostrar un retrato, aunque fuera tamaño de un grano de trigo, en el caso de que los que me escucharan fueran unos mercaderes que vienen a Murcia a comprar seda, pero como estoy absolutamente convencida de que quien a la medianoche sale de su tranquilo hogar para escuchar poesía o palabras relativas a ella, tiene fe, una enorme fe, y que, sin ningún retrato, sólo por la fuerza mágica de la palabra, creerá en la gran belleza de la hija de Abihail. Lo único que sabemos de ella lo dijo Yehuda Ha-Levi en un poema breve. El poema dice bien poco y lo dice todo. Eso precisamente es un poema, el que diciendo lo menor abarca lo mayor.
Antes que nada, esto dijo Ha-Leví de la hija de Abihail.
¿Por qué sales, oh sol, y por qué brillas?
Ya ha salido la hija de Abihail,
avergonzando al sol con su belleza
y disminuyendo los resplandores del rey del día.
No escogió para vivir el cielo,
sino que convirtió el mirto en su esfera.
Creo que no habrá que buscar ninguna miniatura persa para demostrar, casi mil años después, que la muchacha iluminaba la judería toledana con la luz de su cara, ante la cual el sol se sentía menoscabado. Ni que la muchacha era hermosa como un ángel que hubiera elegido la tierra con sus jardines de arrayán antes que los espacios etéreos a los que por su beldad tendría derecho. Habrá ahora quien se pregunte, porque la mente es curiosa y hasta indiscreta, quién era Abihail, y cómo se llamaba su hija, y hasta quién era este Yehuda Ha-Leví, que no hizo descripción alguna de la hermosura juvenil de la muchacha, ni dio más conocimiento de su persona, sino sólo de hechos tan simples y comunes como que avergonzaba al mismo sol, lo cual, como se sabe, es potestad de toda muchacha bella. De los pormenores acerca del objeto del poema luego me ocuparé, y daré cumplida información, porque lo he madurado mucho y he sacado mis conclusiones. Del que la vio salir y la cantó, hay noticias históricas. No es ni más ni menos que el primer poeta castellano. “El Castellano” le llamaban, a pesar de haber nacido, según se sabe, en Tudela, en la judería Vétula, hacia el año 1070, y si bien por origen no le correspondía el sobrenombre, sí por su permanencia en Toledo y otras ciudades castellanas. Si podemos llamar castellano a la lengua mozárabe en la que se cantaron las jarchas, recogiéndolas de las voces de muchachas, para engarzarlas en los bellos poemas árabes o hebreos llamados moaxajas, entonces podemos decir que él fue de los primeros poetas que escribió en castellano, pues Yehuda Ha-Leví incluye en sus poemas cultos algunas de las jarchas más llenas de gracia de aquella remota literatura castellana.
Viene la Pascua, ay, aún sin él
herido está mi corazón por él
(De la elegía por la muerte de Yehudá Ben Ezra)
Como [si fueses] hijito ajeno,
ya no te aduermes más en mi seno
(Del panegírico en honor de Abu l-Hasan ben Qamniel)
De su biografía no sabemos tanto como quisiéramos; sobre todo, nuestra curiosidad se ensancha cuando llegamos al final, porque de eso no hay apenas noticias. Después de andar por las cortes cristianas y árabes, después de establecerse en Toledo, de casarse y tener al menos una hija, que le dio un nieto, el poeta decide iniciar un viaje. Sorprende que pueda dejar todas sus querencias y partir hacia Jerusalén, en manos del temido y aborrecido Edom, o sea, en manos ya de los Cruzados. Largas travesías por mar e innumerables peligros aguardan al viajero de la época, pero él va guiado, dice, por su afán de encontrarse con su Dios y con su tierra. Como yo también soy persona de fe, me creo lo que me dice, pero como persona moderna y un punto escéptica, sin olvidar unos gramos de humorismo, adivino detrás una gran atracción por la aventura, por el viaje, que era común a los intelectuales de aquellos tiempos, que por mucho menos, sólo por ver mundo y satisfacer su curiosidad, hacían un hato y salían de viaje sin ningún reparo, a ver cuántas largas travesías por mar y cuántos peligros les acechaban. No sé si era costumbre de los de Tudela, porque la misma ocurrencia tuvo Abraham ben Meir ibn Ezra, viajero curioso por Europa, y Benjamín de Tudela, que incluso dejó escrito un “Libro de Viajes”, en este caso por Italia y Grecia, llegando en su periplo hasta la misma Bagdad. Dicen que el tal Benjamín tenía motivos menos culturales que el poeta Yehuda Ha-Leví o que Ibn Ezra, pues se dedicaba al comercio de piedras preciosas y corales. Cualquier pretexto es bueno para hacer la maleta.
A Yehudá este arrebato por viajar, con la espiritualidad por medio, sea el único motivo o no, le sobreviene por la súbita comprensión de que se está haciendo viejo. Cuando le aparece la primera cana se lo toma con filosofía, y nunca mejor dicho. Expresa tal acontecimiento, el haber tomado conciencia de la edad, en dos tonos diferentes. Uno, como distanciada ironía sobre sí mismo:
“Cuando vi en mi cabeza la primera cana,
la arranqué con la mano.
“Has podido conmigo”, me dijo, “porque estoy sola.
¿Qué harás cuando me siga un escuadrón?”
Desde luego, la respuesta de Yehudá no fue el tinte, que era él hombre gustoso de lo auténtico, sino tomar un camino diferente. El camino. Hacia Jerusalén, pero hasta allí, qué de vivencias y de visiones.
Y adopta también, en los poemas de la travesía marítima, con la mirada puesta en Dios, un tono religioso, piadoso en la vejez, como es costumbre entre la mayoría de los pueblos.
¿Perseguirás la juventud pasados los cincuenta,
estando ya tu vida presta a emprender el vuelo?
¿Huirás del servicio de Dios
ávido de servir a los hombres?
¿Preferirás ir en pos de las gentes y renunciar
a Aquel a quien buscan los que le aman?
¿Sentirás pereza de avituallarte para tu camino?
¿venderás tu parte por un plato de lentejas?
¿No te sigue diciendo tu alma: ¡déjalo!,
no hace reverdecer sus apetitos cada mes?
No sigas sus designios sino los de Dios,
¡aléjate de los cinco sentidos!
Hazte grato a tu Creador los días que te restan,
que tan presto se pasan.
No quieras complacerle con corazón doblado,
no vayas tras augurios.
Sé fuerte cual pantera para hacer su deseo,
ágil como corzo, valiente cual león.
Así que no le cuesta hacer el hatillo y marcharse a recorrer el mundo. Su objetivo es Jerusalén. Pero, ¿llegó alguna vez a Jerusalén, aunque fuera para entregar su alma, tal como hizo, un siglo después, el trovador Jaufre Rudel ante Hodierna, la princesa de Trípoli? Nunca lo sabremos. Su rastro se pierde en El Cairo, después de pasar una buena temporada en Alejandría, bien acogido por la intelectualidad judía del lugar.
Pero antes de todas estas filosóficas y misteriosas aventuras, está la hija de Abihail, que es la alegría de la vida. No sabemos su nombre. No importa tanto, pues es el de su madre el que ella perpetúa en su belleza. Cuando dice el poeta “la hija de Abihail”, nace la imagen de la mujer que es su madre; una mujer que ha embarnecido, por los hijos habidos y por una felicidad de mujer piadosa, bendecida con todos los bienes y honestos placeres, hermosa aún, pero madura. Como su hija nació cuando ella tenía quince años, Abihail tendrá ahora algo menos de treinta. En este tiempo, sería una mujer en la plenitud de su edad; en aquellos, una mujer ya madura. La vemos en el balcón de su casa toledana, mirando complacida a su hija que camina por el zoco, a pasos cortos y delicados, cubierta con un fino manto de filillos de oro; así caminaba ella a los trece, a los catorce años, por ese mismo zoco toledano. La nostalgia se mezcla con la alegría de ver a su hija tan hermosa. La madre observa, pues nada se le escapa, que un joven la mira caminar por la plaza. Abihail lo conoce; es Yehuda Ha-Leví, un muchacho religioso y cumplidor, tal vez soñador de más, estudioso, que escribe hermosos poemas. Dicen que es muy inquieto, y que no se dedicará al comercio, sino a la medicina. Quizás le agrade su hija, y no sería un mal matrimonio. A la joven habrá que casarla pronto. Ese Yehuda no le parece mal a la madre, a la dulce Abihail. La madre mira a Yehuda que a su vez mira a su hija, y su hija, la hija de la dulce Abihail, no parece mirar a nadie. Un comerciante árabe ha salido de su zaguán umbrío a ver la hermosa cara de la joven. Sus catorce años recién cumplidos tienen ya fama de espléndidos. Un arcipreste se detiene pasmado de su belleza y gira para verla seguir su camino modestamente, ajena a la admiración que despierta. Abihail está orgullosa de su hija, y ese Yehuda, que no sería un mal partido, parado en un pórtico, la mira como si estuviera contemplando un ángel del paraíso. Abihail piensa que hablará con la casamentera.
¿Cómo se llamaba la hija de Abihail? No tiene nombre. ¿Podría llamarse Ofra? ¿Es la Ofra a la que canta el poeta Ha-Leví, la que lava sus vestidos con las lágrimas de sus ojos?
Ofra lava sus vestidos en el agua de mis lágrimas
y los pone a secar al sol de su hermosura.
No necesita el agua de las fuentes, pues tiene la de mis ojos,
ni otro sol que el de su belleza.
Ya he dicho que no tengo yo el don de las lenguas, así que solo por conjeturas, y éstas muy simples, puedo dudar si la hija de Abihail se llamaría Ofra, pues en otras traducciones he visto este poema en donde ese nombre se traduce por “gacela” o por “cierva”, que era el modo habitual en que Yehudá Ha-Leví llamaba a las muchachas hermosas, algo común con la poesía árabe de la época y no muy lejano del uso poético que en toda la Península Ibérica hace de los ciervos la poesía más primitiva. Ofra, la hija de Abihail... nunca lo sabremos.
¿Se llamaba Rahel la hija de Abihail? Quizás. Un par de siglos después, la hija de Abihail, la muchacha que es como una cierva, es cantada con ese nombre en un romancillo sefardí que rescata doña Isabel Escudero en su Cancionero Didáctico:
Iba la niña Rahel,
carita de mazapán,
por el zoco de Toledo,
¡quién la pudiera comprar!
Así la miraba el moro,
ojillos de gavilán,
así la miraba el moro
de la sombra del zaguán.
Iba la niña Rahel,
carita de mazapán,
va a casa del rabino
que la tiene que casar
con su primito Samuel
como manda la Misná,
que ni niña ni mujer
doce añitos cumple ya.
Mirala el señor Obispo
de la umbría catedral;
¡quién meneara campanas
por novia tan celestial!
Si se llamaba Rahel o no, sigue siendo un misterio, pues de los poetas no hay que hacer caso, que buscan los nombres que más les convienen. ¿Acaso estamos seguros por completo de que su madre se llamara Abihail? Así la llamó el poeta a su conveniencia y gusto, pero nadie pondría la mano al fuego ni por su nombre ni por el de su hija.
En ese momento tenía doce años y, según poetizamos, no se casó con su primito Samuel como manda la Misná, sino que es mucho más probable que fuera aquella que Yehudá Levi tuvo en sus rodillas, y en cuya mirada descubrió uno de los principios del amor más hermosos, tan hermoso que a veces puede tomar aires trágicos.
El día en que la acaricié sentada sobre mis rodillas
y se vio reflejada en mis pupilas,
me besó entre risas los ojos;
pero no besó en ellos sino su imagen.
Abihail ya ha conseguido su propósito. Habló con la casamentera, habló con la familia Ha-Leví. Habló con el joven Yehuda. Habló y habló con todo el mundo, incluido su esposo, que, sin embargo, fue el último en enterarse de que se estaba negociando el matrimonio de su hija, pero no habló con la joven. Tal cosa nunca se había visto hasta entonces y no se consideraba bajo ningún concepto necesaria. La joven hija de Abihail aceptaría a Yehuda con la modestia de una buena hija, y se casaría con un muchacho prometedor, que sería médico, y con el cual tendría hijos, que le proporcionaría una vida tan plácida como la que su madre había llevado hasta el momento, y finalmente, rondando los cincuenta, haría lo que todos los jóvenes soñadores que escriben poemas, a saber: asustarse de su edad, entender que había que tomar un camino, y tomarlo. Para entonces, la hija de Abihail sería una mujer vieja. Tendría nietos en los que entretenerse y no pensar más en un esposo cuya única meta a partir de entonces sería la peregrinación y la poesía. Tal vez para entonces, la hermosa hija de Abihail, habría dejado el mundo.
Yehudá la recordaría en toda su belleza, aquel día de su boda, con el rostro velado, bajo el cual relucían las joyas de la ceremonia. Y al retirarle esa veladura sagrada, vería en sus delicadas orejas las arracadas de oro y aljófar, los múltiples collares de piezas labradas en luneta, las finos aros adornando su frente, las perlas enhebradas en el cabello rojizo, y tras todos estos adornos de esposa, la verdadera belleza de la joven que había venido a ser su esposa, un poco después de que la viera pasar por el zoco de Toledo y compusiera aquel hermoso poema primero en el que la llamaba la hija de Abihail. Sin más nombre ni atributo que ser la hija de su madre y avergonzar al mismo sol con su belleza.
Seda bordada es el vestido de tu cuerpo, pero
la gracia y la hermosura recubren tus ojos;
las joyas de las doncellas son obras de artesano, mas
esplendor y encanto son tus adornos.
Te revistas o no de brocados como las señoras,
te basta tu figura, pues te adornas de encanto y no de joyas.
Estás colmada de hermosura, ¿qué te añaden collares y lunetas?
¡Sólo impiden abrazar tu garganta, besar tu cuello!
Todas las traducciones de poemas están tomadas de la “Nueva Antología Poética” de Yehuda Ha-Leví, con traducción, prólogo y notas de Rosa Castillo, excepto los dos fragmentos finales, tomados del estupendo ensayo sobre la poesía amorosa de Yehuda Ha-Leví, del profesor José Javier Alfaro, publicado en esta página web:
http://www.uned.es/ca-tudela/revista/n001/art_7.htm
5/23/2009
Muñoz Barberán íntimo
5/08/2009
Diario de Florencia de Muñoz Barberán
5/07/2009
Homenaje a don Miguel Ortuño
Texto sobre los manuscritos de Yecla de Muñoz Barberán.
Homenaje a don Miguel Ortuño
por Fuensanta Muñoz Clares
3/27/2009
Un relato teatral: LA CAPA
fue escrito para César Bernad,
actor y director de escena,
magnífico pedagogo teatral.
"César Bernad, un gran amigo al que me unen muchos y divertidos recuerdos juveniles, además del común amor al teatro, me proporcionó no hace mucho un buen rato contándome una historia sorprendente. Lo era, en verdad, por muchos conceptos, el menor de los cuales no era la reflexión que nos hicimos, acabada la narración, para el caso de que en absoluto fuera cierto lo ocurrido, sino una simple alucinación. Pensamos ambos, y uno de los dos dijo, que, dudando mucho de la veracidad del asunto, no era de todos modos despreciable ni falto de sustancia, sino que nos mostraba claramente cómo los deseos humanos, las ansias y las pasiones pueden crear mundos ficticios que, en cualquier caso, son símbolos de esos mismos deseos, ansias y pasiones.
Y esta historia me la puso delante una tarde invernal en nuestra ciudad. Yo vivía por entonces demasiado lejos de ella, de mis amigos, de mis familiares, del ámbito donde había pasado mi infancia y mi juventud. Razones de trabajo y razones menos razonables me tenían en esa situación de apartamiento de lo mío. Llegó un momento en que sobrepasé la nostalgia y ya no sabía con certeza dónde quería estar. Cuando volvía a mi ciudad, por las vacaciones, me sentía también allí una extraña y sólo los viejos amigos y las viejas calles, los paseos que en mi primera edad había hecho tantas veces, me hacían recuperar mi ámbito; pero cuando eso ocurría, mi tiempo de asueto había terminado y de nuevo me alejaba. Lo hacía con la alegría del que regresa después de un largo viaje a su casa, y al llegar sentía que mi verdadero hogar otra vez lo había dejado atrás. Pero no es esto lo que ahora interesa, sino la narración que César me hizo aquella tarde. Quizá en sí misma no sea tan importante, sino lo que dio lugar a que se produjera. Que aquella tarde salí sin rumbo fijo a pasear por la ciudad, con la muy vaga intención de ver, si venía al caso, algunos libros que necesitaba y vagabundear por las tiendas del centro de la ciudad. El cielo estaba plomizo y no hacía una temperatura muy agradable. Por otra parte, era una hora demasiado temprana para que las calles estuvieran animadas. Anduve de aquí para allá, recorriendo varias veces la calle de Trapería y luego la de Platería, viendo los escaparates de las tiendecillas tradicionales que sólo por la fuerza del amor de los ciudadanos sobrevivían al ataque desconsiderado de los grandes almacenes. Me detuve a mirar las colecciones inacabables de botones en las mercerías, los tejidos brocados en falsas pedrerías de las tiendas textiles, las peinetas de concha y las mantillas de blonda, las plumas de todas clases en la tienda diminuta que tenía como enseña desproporcionada una pluma fuente de los años treinta de un metro y medio de largo. Cuando se me acabó la distracción por esa zona, me dirigí al barrio de San Lorenzo, donde estaban los puestos de flores. Algunos habían abierto ya. En uno, que me llamó la atención particularmente, me paré a mirar las flores y tiestos. De inmediato me quedé prendada de las caléndulas, flores de toda estación, humildes y serviciales. No sé por qué compré un ramo, y una vez pagado y en mi mano, empecé a pensar qué hacer con él. Mirando su vivo color anaranjado, recordé que tres calles más allá vive mi buen amigo César Bernad y que todavía no había ido a visitarlo, como solía hacer en cada una de mis estancias en la ciudad. Aparte el placer de verlo, siempre tenía alguna novedad que contarme, la mayoría de las veces relativa al mundo teatral, del que yo andaba muy alejada. Gustosamente alejada. Contadas por él, y con el debido distanciamiento por mi parte, me procuraban un buen rato en cada ocasión. Así que, sin previo aviso y arriesgándome a que no estuviera en su casa, me decidí a probar suerte. Estaba allí y, ya por el telefonillo del portal, me saludó con alegría, me reprochó mi tardanza en visitarlo y me invitó a subir.
Sentados en el salón de su casa, habitación muy acogedora que había alegrado la viveza de las caléndulas, con el delicioso fondo musical de una voz femenina mediterránea, comenzamos a charlar de nuestras cosas: noticias familiares, comentarios sobre amigos comunes, saludos transmitidos por conocidos, trabajos y amores viejos o nuevos. Sabíamos que el tiempo era breve y que debíamos ponernos al corriente de todo lo acontecido durante los tres meses anteriores. Hablando de amores precisamente, hizo su misteriosa aparición la Marni. Con aires de gran princesa, marcó el aire con tres sinuosidades de su espléndida cola, olisqueó mis zapatos, y, a pesar de mis palabras cariñosas, me despreció olímpicamente para ir a refugiarse en los brazos de César. Cerró los ojos dorados de lechuza de Atenea y se durmió. Sólo cuando advirtió que César hablaba conmigo sin hacerle mucho caso, se retiró a lo alto del taquillón como una esfinge entre dos palmeras.
Estábamos en el momento mejor de nuestra conversación, saboreando un vino dulce de Cartagena, cuando César recordó algo e interrumpió lo que venía diciendo.
–Por cierto, ¿te acuerdas de Juan Segura?–me dijo. Pero yo, por más que hacía memoria, no lograba asociar ningún rostro con aquel nombre–Te tienes que acordar... Estaba en el grupo de...–En ese momento me vino al recuerdo un muchacho alto, de cuerpo flexible, moreno y bien parecido.
–Ya sé–dije–.Estaba en el grupo de Perico Laurencio, de nefasta memoria... ¿Qué ha sido de él?
–De eso te quería hablar. De lo que ha sido de Juan Segura.
–Me refería a Perico Laurencio...
–Ah, ¿no lo sabes–palabras rezumaban sarcasmo, cosa poco habitual en él–. Como vino se fue, misteriosamente, pero lo que dejó no quedó lo mismo. Desapareció, sin dar aviso a nadie y sin disolver la sociedad que había creado para el grupo de teatro, de modo que dejó a los socios empantanados en un montón de deudas. En las cajas del grupo, que nunca estuvieron, por otra parte, a rebosar, no quedaba ni un duro. Laurencio arrambló con todo, con lo poco o lo mucho que hubiera. Pero esa es otra historia. Lo que te quería contar era lo de Juan Segura. Recordarás que en el grupo de Laurencio estaba como galán. Dicen que Laurencio andaba enamoriscado de él y que él no le hacía caso, pero que la esperanza de conseguir algo finalmente, le hacía mantenerlo en los papeles principales de todos sus montajes. Ya sabes, las malas lenguas, que nunca faltan en el mundo del teatro. No era cierto del todo. Que Laurencio estuviera prendado del muchacho, no me extraña, porque, no sé si lo recuerdas bien, era muy atractivo, pero si le daba los papeles principales, no era por eso. Era que el tal Laurencio, lo de sinvergüenza aparte, tenía cierto gusto teatral y había intuido que el chico era bueno. A mi parecer, era un diamante en bruto que se estaba desaprovechando en manos de aquel cantamañanas... ¿Te acuerdas de aquel horrible montaje de Macbeth que se le ocurrió hacer al mangante de Laurencio?
–Me acuerdo perfectamente–le dije–. Y también recuerdo que lo único pasable en todo aquello era el papel que representaba Juan Segura, de un modo intuitivo y nada trabajado, pero daba idea del caudal virgen que tenía el muchacho.
–Pues por ahí va la cosa–. En ese momento apareció Coquí, el hijo de la Marnie, con menos contoneo y seducción, inocente y grandón, lento y majestuoso- ¡Coquí, precioso, ven aquí! - exclamó César, pero el príncipe persa comprendió que la atención de su amo estaba en otra parte y se retiró a su cesto.- Bueno, te cuento. Antes de desaparecer el director con toda la taquilla, Laurencio y Juan tuvieron una terrible discusión. No sé los términos en que discutieron ni las razones... La gente habla, pero yo escucho poco esas historias sórdidas del teatro. El caso es que el muchacho se largó del grupo y en ese momento no se le ocurrió mejor cosa que acudir a mí. Se ofreció para cualquier papel en lo que yo estaba haciendo. No me fue posible en aquel momento darle nada, pero a partir de ese primer encuentro, comenzamos una relativa buena amistad. Digo relativa porque ya sabes tú que las amistades de teatro son siempre relativas.
- Menos la tuya y la mía y alguna otra honrosa excepción - dije yo.
- Naturalmente, entiendo siempre hecha esa salvedad. Pues bien, el chico de verdad que era muy bueno, pero en tanto no se iniciara un nuevo montaje, yo no podía contar con él. Esperando esa oportunidad, se presentó sin ninguna esperanza a unas becas que se convocaban en Madrid para la cantera del Teatro de la Comedia. Le ayudé a preparar todos los documentos y los envió. Fue seleccionado. Él siempre creerá que yo influí entre mis amistades madrileñas, y por más que le he dicho que nada tuve que ver en ello, cree y siempre creerá que yo le ayudé. Pero no es así. Acudió a las pruebas de selección y también salió con éxito. Qué quieres que te diga, yo me alegré muchísimo. Aparte de que siempre es cosa de gusto que un paisano triunfe, pensaba que el muchacho lo merecía y que, si sabía llevarlo, podría llegar a ser un buen actor de la Comedia. Lo que yo no había podido imaginar es que su ascensión sería tan rápida. Una cosa que se me escapó de su personalidad, te lo digo francamente, es que pertenecía a esa categoría de actores que yo llamo ascetas: gente con una voluntad de hierro, que se apartan del mundillo teatral más vano, que se dedican en cuerpo y alma a su ejercicio, y que además poseen un afán inagotable de perfección.
Siempre se piensa desde provincias que el mundo teatral capitalino es un mundo corrupto donde los primeros actores son siempre los que se encaman con los poderosos o los que saben mantener varios juegos a la vez, los astutos, los pícaros y los hipócritas. Y no te niego que haya algo, o incluso mucho, de verdad en eso; pero también te puedo decir que este caso, hasta donde yo llego, es una clara refutación de ese prejuicio, o la confirmación de que no hay regla sin excepción. Juan Segura llegó, lo vieron y triunfó. Al mes y medio de estar en Madrid, disfrutando de su beca y trabajando con los actores de la Comedia, me escribió una carta entusiasta y llena de ánimo, en la que me ponía al corriente de todas sus actividades: gimnasio diario, danza y esgrima, cursos extraordinarios de dicción del verso clásico; un verdadero programa, en parte ofrecido por la Comedia, en parte buscado por él mismo. Allí vi que estaba dispuesto a todo y que había elegido el camino más difícil, pero a mi parecer el más honesto. También me contaba el detestable ambiente entre los compañeros, la competencia desmesurada y la lucha a brazo partido por los papeles. Todos podían ser debutantes junto a otros actores consagrados en un montaje nuevo de "El caballero de Olmedo". Juan no se hacía ilusiones, pero, al menos, estaba seguro de que obtendría un papel secundario o, al menos, una "lanza".
Pasó otro mes largo y una noche me llamó por teléfono. No había tenido la paciencia de comunicármelo por carta. La noticia era importante: le habían ofrecido el papel de don Alonso en "El caballero". Me llamaba para decírmelo y para consultar conmigo si debía aceptarlo o si era jugar demasiado fuerte para empezar. Le dije que aceptara de inmediato. Este muchacho no terminaba de asombrarme. Date cuenta lo que es: le ofrecen el papel principal en un montaje de cantera del Teatro de la Comedia y llama para preguntar si debe aceptarlo. El caso es que lo aceptó, faltaba más. Habían comenzado los ensayos, cuando tuve que ir a Madrid por unos asuntos de la Escuela de Arte Dramático. Naturalmente, llamé a Juan Segura para verlo en algún rato que tuviéramos libre. Nos vimos y me invitó a un ensayo. Estaba magnífico, tú sabes que yo no soy fácil de conformar. El director, que era conocido mío, estuvo extremadamente amable conmigo y, en un aparte, me comentó que aquel muchacho era una verdadera joya. Creo que otra vez su encanto viril había hecho estragos.
Fuimos a comer a la plaza de Santa Ana, en un restaurán cercano a la Comedia, y atiende, que esto es importante, le pregunté, mientras íbamos allá si había entrado ya a San Sebastián. La cara que puso de asombro ni te la cuento. Primero, estoy seguro, pensó que se trataba de un bar de moda o algo así, pero cuando le dije que se trataba de aquella misma iglesia cuyas espaldas estábamos viendo, pero que no era un interés religioso ni arquitectónico lo que me movía a recomendárselo, sino puramente teatral, entonces sintió una gran curiosidad y mucha más cuando supo que allí había estado enterrado Lope, y que, aunque su cuerpo ya no estaba bajo el altar de una de las capillas laterales, una lápida lo recordaba, además de haber otras muchas lápidas que recordaban que allí fueron bautizados, casados o despedidos del mundo de la farándula muchos escritores, dramaturgos y actores. No pudo esperar a la tarde y fuimos a ver si la Iglesia de los cómicos estaba abierta, pero no lo estaba. Eran cerca de las dos de la tarde. Después de comer yo fui a mis cosas y él a sus ejercicios ascéticos... No te puedes imaginar cómo trabajaba aquel fiera y el cuerpazo que había echado: un verdadero torero. Perfecto para don Alonso. Por la noche me acompañó al tren, después de tomar unas tapas juntos, y yo me volví a Murcia, muy satisfecho de todo, de mis asuntos, que quedaban solucionados, y de ver a un paisano triunfante con todos los merecimientos.
En un par de meses no tuve noticias de él, pero allá por el mes de octubre recibí una invitación para el estreno de "El caballero de Olmedo".
Nuestra conversación se interrumpió un momento porque volvía de la calle mi buen amigo Fernando del Río. Tuvimos nuestro intercambio de saludos y besos y le dije que César me estaba contando una historia muy interesante, aunque todavía no me podía imaginar en qué pararía. Fernando estaba al corriente de toda ella.
–Te vas a quedar muerta–dijo–. Seguid con lo vuestro, que yo voy a ponerme una copa de vino. ¿Y estos dos? ¡Coquí, Marnie! Voy a ponerles de comer.
Los dos felinos aristócratas siguieron a Fernando a la cocina, felices de haber encontrado al fin alguien que les dedicara toda la atención que se merecían. Pero les duró poco, pues pronto volvió con su copa y se sentó a oír la historia con nosotros. Ya la sabía, pero el interés con el que escuchaba a César me confirmaba que el placer de escuchar una historia se renueva cada vez que se oye, con un sentido distinto a la primera vez. Y esto quizás es lo mismo para otras muchas cosas de la vida. César prosiguió su narración y los gatos, rendidos al fin, se acomodaron en el sofá, junto al narrador.
–Pues decidimos ir al estreno y acompañar al muchacho para bien o para mal, aunque estábamos muy convencidos de que sería para bien. Nos fuimos un par de días antes, sin tener nada que hacer en Madrid, así que los pasamos deambulando por la ciudad, viendo algunas exposiciones y una magnífica película iraní que luego te recomendaré. Sólo en una ocasión vimos a Juan Segura antes del estreno. Comimos juntos en el mismo restaurán en el que habíamos comido hacía dos meses. Juan estaba muy nervioso, pero nos pareció absolutamente normal. Lo suyo había sido vertiginoso y se jugaba demasiado en aquella representación. Pero había algo más que le inquietaba, una responsabilidad añadida que nosotros ignorábamos. Me dijo que me había hecho caso y que había visitado San Sebastián, no una vez, sino muy a menudo. Que le servía de relajación cuando estaba demasiado excitado y de consuelo cuando veía que algo no iba bien. Se había acostumbrado en aquellos dos meses a reflexionar en la capilla donde Lope había estado enterrado. Al principio notaba algo excepcional en aquel sitio, pero poco a poco se había ido acostumbrando a sentir una presencia extraña y había terminado hablando al Fénix como si estuviera realmente allí. A veces pensaba que se estaba volviendo loco de tanto ensayo y tanto entrenamiento. Fernando, que es tan psicólogo, lo tranquilizó diciéndole que en los momentos más tensos de la vida necesitamos apoyaturas y que él se había buscado una bastante inofensiva. Yo añadí que, aunque esa comunicación no fuera cierta en el sentido en que la gente razonable considera las cosas ciertas, en el ámbito poético estaba sumergiéndose en una comunicación íntima con la obra que tenía que representar y con el hombre que cuatro siglos atrás la había escrito. En definitiva, que se quedó algo más tranquilo y ya no lo volvimos a ver hasta el día del estreno sobre el escenario. Por supuesto que Fernando y yo comentamos que aquel chico estaba demasiado afectado, pero que un éxito, como el que imaginábamos que tendría, le quitaría esas tontunas de la cabeza, aunque fuera sustituyéndolas por otras, quizás menos sensibles y poéticas.
Fue una representación inolvidable, te lo puedo asegurar, y yo no suelo conformarme con poco. Fernando te lo puede decir, que no es menos exigente. Preciosa, de verdad, y cuidadísima. Los jóvenes actores estaban magníficos, no desmerecían de los consagrados que los apoyaban en los papeles de autoridad. Aparte nuestro paisano, que tuvo su gran noche, nos gustó extraordinariamente el que hizo el Gracioso, un muchacho asturiano que parecía un Arlequín, al que luego conocimos en la fiesta de estreno. El vestuario era una verdadera obra de arte. Juan lucía su traje como nadie. Yo, de verdad, nunca he visto un Caballero tan galán y tan torero. Pero al comenzar el primer acto, cuando el monólogo de don Alonso, vi que Juan se descomponía y que la mirada se le iba al fondo del patio de butacas. Seguramente el público común no lo advirtió, pero a mí esas cosas no se me pueden escapar. Tardó unos segundos en recuperar la calma y el monólogo terminó con un aplauso cerrado; apenas había empezado la función y ya arrancaba aplausos. Durante todo el primer acto, vi que varias veces volvía a las andadas; la mirada se le iba del punto donde debía tenerla hacia el fondo del patio. Pensé que había algo allí que lo distraía y miré hacia atrás. No vi nada fuera de lo común; algún señor dormido y alguna jovencita embobada. Pero el colmo fue que en el segundo acto lo mismo hicieron doña Inés y el Gracioso. Mientras, nuestro buen amigo seguía cosechando aplausos. En este segundo acto sacaba una capa española magnífica, de terciopelo azul marino con vueltas púrpura. Su único defecto era el tener aspecto de recién estrenada, como efectivamente lo era. Se puede lograr el efecto de uso, como tú sabes, en muy buena parte del vestuario, mediante manchas y arrugas oportunas que desde el patio de butacas no se advierten como tales, pero que ofrecen una apariencia de ropa llevada largo tiempo, pero una capa es algo más difícil. Una capa es para toda la vida y sólo cuando el dueño deja el mundo tiene verdadero aspecto de vieja. Una capa envejece con su dueño a fuerza de inviernos. Y aquella era una magnífica capa, de esas que se pueden heredar con muy buen poner todavía. Se habían esmerado con el vestuario. Pues bien, para el tercer acto la capa se había hecho vieja. Como lo oyes. Se había envejecido. Y no me engaño, de veras. Que te lo confirme Fernando.
–La capa aquella era una verdadera reliquia en el tercer acto, te lo digo yo que entiendo mucho de vestuario. Del segundo acto al tercero habían pasado por ella años, o siglos–confirmó Fernando.
–Bueno, yo pensé que había habido un cambio y no le di más vueltas, pero en este tercer acto, nadie miró al fondo del patio de butacas y cuando Tello sacó al Caballero muerto en sus brazos, pidiendo justicia para su amo, se hizo un tenso silencio como nunca se ha hecho en esta función. A mí se me saltaron las lágrimas, pero la capa en la que venía envuelto... El final fue apoteósico, un éxito, una locura... Yo no sé las veces que tuvo que salir la compañía a saludar ni las reverencias que hizo el Caballero ni las cabriolas de Tello. Una hora después nos reuníamos todos, actores, servidores, técnicos e invitados, en el ambigú del teatro, donde se había preparado una cena fría. Juan no se había cambiado ni desmaquillado. Era como si quisiera ser el Caballero toda la noche y para siempre, pero bajo el maquillaje se advertía una gran palidez, los labios lívidos y los ojos asombrados. Nos saludó con agrado, pero distraído. Fernando ya empezó con las interpretaciones: vamos, que se le había subido el éxito a la cabeza. Pero yo sabía que no podía ser eso. Cuando acabaron los brindis y los abrazos, los toqueteos y besos con que tú ya sabes que los actores y las gentes del teatro muestran su cariño - ponlo en reserva, ya sabes lo que es- las conversaciones se fueron haciendo por grupos. Algunos revoloteaban de grupo en grupo, queriendo sopar en todos. Yo quería felicitar especialmente al diseñador del vestuario y le pedí a Juan que me lo presentara. Juan estaba muy silencioso, demasiado para ser su gran noche. Me llevó hasta un señor muy retintado y emperejilado, que me saludó histriónicamente. Lo felicité calurosamente.
– No ha quedado mal, me parece–me dijo–. El único problema ha sido conseguir efectos de antigüedad de la ropa. Con la capa, querido mío, no había modo ni manera, pero este bribón ha conseguido una capa vieja... La original era magnífica, pero esta que lleva ahora es la que yo quería, una capa gastada en mil aventuras nocturnas...¿De dónde la has sacado, pichón? La otra que la guarden, por si acaso...
Juan ni le contestó. Levantó su copa de cava y brindó por el mejor regidor, por el mejor diseñador, por el mejor director y, muy especialmente, por el mejor Gracioso de la Comedia. Su compañero lo abrazó agradecido y al poco todo el mundo volvió a sus conversaciones. Juan me tomó del brazo y me apartó a un lado. Quería hablarme en privado.
–César, mira, esto no lo sabe nadie, nada más que Luis Reina, el Tello, y doña Inés. Les he dicho lo que me estaba pasando porque tenía que decirlo y porque sólo ellos podían confirmarlo, si veían lo mismo que yo. Ninguno de los dos ha podido ver nada y, aunque creen que estoy loco, no me lo dicen , porque lo toman como una extravagancia más. Pero yo lo he visto. Y luego además esta capa es la prueba... Y estas dos monedas también...
Sacó del bolsillo de la chupa un par de moneditas y me las puso en la mano. Yo las miré con disimulo y le eché una mirada interrogante.
–Esto es lo que costaba entrar a un corral de comedias en el siglo diecisiete. ¿Sabes dónde las encontré? En mi camerino, en el descanso del acto primero. Lo de la capa no lo advertí hasta que estaba en escena. No sé cómo pude seguir adelante en aquel momento. Luego, sentir esta capa sobre mis hombros me daba una fuerza desconocida. La capa nueva no está ya en mi camerino. El consejo del diseñador es inútil; tendré que representar ya siempre con esta capa, que no es mía sino de un visitante que hemos tenido esta noche. Habrás visto que la mirada se me iba hacia el fondo del patio de butacas. Durante todo el primer acto allí ha habido alguien que pagó su entrada de una forma poco habitual; era un caballero alto, cubierto con una capa de pies a cabeza. ¿Sabes a quién me recordaba? Al Menipo de Velázquez, aunque yo sólo podía ver su silueta, pero era la misma imagen, pero este más altivo y estirado. Para el tercer acto dejé de verlo. Y yo sé quién es...
Yo lo oía como hechizado, pero al mismo tiempo pensaba que este muchacho se había vuelto loco de verdad.
–¿Quién era, según tú? - le pregunté.
–Era Lope... Te lo juro, César, era él-. Ya no sabía qué pensar. Juan puso en mi mano de nuevo las dos monedas. Las acaricié mientras hablaba. Eran monedas gastadas y suaves, redondeadas por la ronda inacabable del dinero. Miraba también la hermosa capa que aún llevaba puesta. Pero no podía dar crédito a lo que oía. Hace mucho tiempo que no creo en los milagros–Te lo juro, César, tienes que creerme. Él vino porque yo se lo pedí. Se lo he pedido en muchas ocasiones, allí sentado en la capilla de San Sebastián. He tenido con él largas conversaciones, que yo consideraba monólogos míos... Ahora las considero conversaciones.
¿Qué le podía decir? Tuve que tranquilizarlo, pero él me decía que estaba muy tranquilo, que no estaba afectado y que más bien se sentía muy feliz, serenamente feliz.
Se retiró pronto con las protestas de toda la Compañía y Fernando y yo lo acompañamos a su casa. Por el camino nos tomamos la última copa y charlamos un rato, pero ninguno de los dos volvió a comentar el suceso mágico de la noche. Fernando en ese momento estaba ajeno a lo que me había dicho en el ambigú. Apenas dejamos a Juan, en el taxi que nos llevaba al hotel, le conté todo lo que Juan me había dicho. Fernando se asombró mucho y opinó que el chico estaba bajo los efectos de una fuerte impresión, que había alucinado. El que no sabía cómo poner la oreja era el taxista, que debió pensar que los locos éramos nosotros. Al bajarnos en la puerta del hotel, mientras le pagaba la carrera se permitió una observación.
- Pues no crea usted, caballero, hay cosas raras en la vida. Si yo le contara...
Le di las buenas noches lo más cortésmente que pude y lo despedí. Con una historia extraña tenía bastante por el momento.
Y esta es la historia de Juan Segura. ¿Qué te parece? Por cierto, que en tres días lo tendremos aquí, en el Romea, con "El caballero de Olmedo". Si quieres vamos a verlo...
Por desgracia, mis vacaciones se acababan antes de la actuación y me tenía que perder el acontecimiento. De verdad que lo sentí. Me hubiera gustado muchísimo ver un "Caballero" bendecido por el Fénix. Y la célebre capa del siglo diecisiete. No pude permitírmelo. Como siempre, tuve que regresar a mi casa, que luego no era en verdad mi casa.
2/27/2009
Censura en Gaula
El cuento que presento se llama "Censura en Gaula". Reconozco que es muy conceptual y literario, pero quien sepa qué son los libros de caballerías, y haya leído el célebre "Amadís de Gaula" cuyo quinto centenario se celebró el año pasado, tendrá una sonrisa muy intelectual al final. No puedo negar la influencia de Borges en este cuento, en tanto se considera existente ese país del cual es el Caballero.
CENSURA EN GAULA
Por razones obvias de falta de interés literario, se suprimió del texto original una frase que daba entrada a todo un capítulo. En Gaula, los censores eran muy severos, al menos en lo que se refería a las convenciones del género.
Afortunadamente esta frase se ha recuperado con un minucioso trabajo de restauración. Ofrecemos la frase, adaptada al estado actual de la lengua. El resto del capítulo puede suponerlo el lector.
“El caballero Amadís, a la caída de la tarde, descansando bajo un frondoso roble, era feliz. Aquel dia no le había salido al encuentro ningún endriago”.
12/30/2008
EL ZAPATERO
La calle del Val de San Juan no estaba precisamente en el mismo corazón de la ciudad, pero debía de ser una pequeña válvula muy importante en las cercanías de la víscera urbana. Lo que sí estaba claro es que pertenecía al llamado casco antiguo, a pesar de lo cual había sufrido algún mordisco de la modernidad, no demasiado crudo, la verdad, pues seguía siendo estrecha y penumbrosa. Como todo el barrio en que se encontraba, la calle tenía un aire pueblerino; sus edificios no eran de más de cuatro plantas y en los bajos de las viviendas regentaban sus modestos negocios comerciantes de toda la vida.
Cuando Felicitas dio su primera vuelta por el Val de San Juan, con conciencia de que aquella iba a ser su calle por muchos años, comprobó con mucha alegría que había un estanco, lo que le venía muy bien por ser fumadora impenitente y olvidadiza; una mercería, que también era cosa de su gusto, aunque no tuviera especiales habilidades con hilos y agujas; un persianero tradicional, que ni le iba ni le venía, pero que le pareció cosa muy buena en un barrio, al igual que un tapicero, que también había uno. Lo que más le gustó de todo fue ver que entre el estanco y la persianería tenía su taller un zapatero remendón. Ese fue el hallazgo de los hallazgos, porque a Felicitas le gustaban los zapatos. Nada tiene de extraordinario, ni nadie lo considera así, que se sepa, que los seres humanos hayan creado algo tan inteligente y práctico como los zapatos, ya que, no teniendo pezuñas ni zarpas, algo tenían que inventar para sus delicados pies si es que querían recorrer la tierra, y al efecto no hay nada más que ver cómo los animales nacen con sus extremidades protegidas y listas par caminar, correr, trotar y retozar por el mundo, mientras que nuestras crías nacen con unos piececillos sonrosados y finos, como si fueran a caminar toda su vida sobre nubes de algodón o sobre alfombras de terciopelo. Así que nada hay de sorprendente en el invento de los zapatos, sobre todo en un ser tan industrioso e inquieto como el humano. Pero ¡qué le vamos a hacer!, cada cual elige sus admiraciones, y fascinarse con un hecho tan cotidiano y común es fácil cuando se observa con atención el objeto. Felicitas había desarrollado esa fascinación por los zapatos. Viendo que había un zapatero remendón tan cerca de su casa, se quedó encantada y soñó con los montones de arreglos que aquel hombre podía hacer para los montones de pares que tenía.
Se acababa de mudar a su nueva casa en la calle del val de San Juan, la cual estaba hecha una verdadera tremolina de cajas y maletas, con la ropa de uso inmediato sobre una cama, y estaba a la espera de varios profesionales que le instalaran muebles y aparatos diversos, poniendo por fin la casa en orden y funcionamiento. Entonces ella hizo una cosa muy propia de su carácter: agobiada por la infinidad de tareas grandes, pequeñas y medianas que tenía que llevar a cabo para procurarse una vida cotidiana más o menos cómoda, sin una decisión razonable, sólo por un impulso sin fundamento, comenzó por lo menos necesario, es decir, por asegurarse la comodidad de sus pies y el capricho de disponer del mayor número de pares de zapatos. Hizo varios montones con las cajas, que eran numerosas, porque Felicitas era capaz de desprenderse de muchas cosas en la vida, pero muy difícilmente de un par de zapatos usados; primero los clasificó por estaciones: entretiempo, verano e invierno. Luego cada nuevo grupo por su estado general: necesitados de limpieza, de arreglos y en estado lamentable. Después comenzó a repasar par a par, considerando si estarían tan estropeados como para hacerse la violencia de tirarlos; si estaban lo bastante pasados de moda como para elevarlos al limbo del trastero, hasta que lograran la gloria con una resurrección de esa misma moda años más tarde, o una parodia de vida eterna en un museo de usos y costumbres; si no siendo viejos ni pasados de moda, pudieran tener sólo necesidad de una limpieza a fondo o de una reparación que los dejara en buen uso, los ponía en un montón distinto. Pasadas dos horas de clasificación, sólo había logrado hacer el duelo por dos pares. Seis pares fueron a parar al trastero, cuatro a la sección limpieza y cinco quedaron para su reparación. Los demás estaban en perfecto uso. Dos conclusiones: tenía que comprarse zapatos nuevos y ya tenía trabajo para darle al zapatero de su calle. Pero ahí no acabaron sus tareas; aún le quedaba encontrar el lugar adecuado para guardarlos, bien clasificados por temporadas y usos. Eso le llevó su tiempo y su trabajo. Así que cuando alguien le preguntaba: “¿Qué tal llevas tu nueva casa?”, ella respondía con gesto de cansancio: “Es un lío, no te puedes imaginar. Ahora estoy ordenando los zapatos y no le veo el fin”. Naturalmente, para estupor del que le había preguntado.
En principio pensó que sólo llevaría al zapatero un par a ver qué tal lo hacía, pero luego se aventuró con dos pares: unas sandalias de verano y unos botines de invierno. Cogió las dos cajas –ella nunca tiraba las cajas– y se fue para el taller de su reciente vecino. Era el taller un espacio minúsculo ocupado casi en su totalidad por un gran banco de trabajo. Las paredes estaban cubiertas, de la mitad hacia abajo, por estanterías de madera protegidas con papel de estraza, y en ellas se alineaban zapatos de todo estilo, tamaño, temporada, forma y color. Muchos estaban solos, como viudos tristes, y allí parecían perder su sentido, o convertirse en la precaria y arrugada imagen del abandono; los que más pena daban a Felicitas eran los zapatos infantiles; los que habían sido depositados como par semejaban mensajes cifrados de la vida y andanzas de sus dueños.
La tienda olía a cuero y a betún. Sobre la mesa se encontraban en relativo orden las herramientas del zapatero –leznas, tenazas, agujas, ovillos de cordón, cola amarillenta, pequeños martillos y tijeras–, el cual las dominaba y tenía a su alcance desde su asiento tras la mesa. Era un hombre de algo más de cuarenta años, de cabeza grande, pelo ensortijado, muy corto, como pegado al cráneo, y cara encendida de colérico. Felicitas se fijó al punto en lo robusto que parecía, tenía una enorme anchura de hombros y brazos de forzudo; sus manos no iban a la zaga en tamaño y fortaleza. Eran unas manazas como jamones. Cuando cogió los zapatos que Felicitas le traía para examinarlos, ella se dio cuenta de que las tenía muy encallecidas, más de lo que era de esperar en su oficio. Al entrar sólo había dicho buenas tardes y él le había contestado secamente. No mediaron muchas más palabras; ella dejó las dos cajas sobre la mesa y él las abrió en silencio. Fue examinando zapato a zapato con calma y atención profesional. Tenía aquello su emoción. Era una espera tensa. El zapatero respiraba ruidosamente. Felicitas oía el aire salir y entrar por sus pulmones como por un fuelle viejo. Aquel hombre tenía bastante dificultad para respirar. No le quitaba ojo a los zapatos. Finalmente, dictó su diagnóstico: “A estos, medias suelas y tacones. A los otros, coserles las correas... Si acaso, le cambio los tacones”. A ella le pareció bien. Le dio su nombre: “Felicitas” y el zapatero escribió con tiza blanca en la suela algo así como “flita” y puso los dos pares en un hueco de la estantería sin levantarse de la silla.
–¿Cuándo paso a recogerlos?– preguntó Felicitas.
–Jueves o viernes–. Era lunes– ¿Vive usted cerca de aquí?
–Sí, muy cerca– dijo ella.
–Pues para el jueves por la tarde se pasa y si no están, el viernes.
Después de eso, Felicitas se quedó desconcertada por completo, porque tenía la sensación de haber concluido algo importante. Ya en su casa, se sentó en el único sillón disponible de su salón a pensar por dónde podría seguir. Y así se pasó su buen rato fumando y desechando tareas, hasta que se dijo, como la hermosa Escarlata, “mañana lo pensaré”.
El jueves por la tarde pasó por el zapatero. No estaban aún. Le dijo el hombre que faltaba algo, que estarían el viernes. Felicitas se sintió contrariada, pero sólo por costumbre de cliente. En realidad, no le desagradaba que se alargara un día más el plazo y la emoción.
El viernes empezaron a acudir los profesionales: carpinteros, electricistas, fontaneros. Su casa se convirtió en un zafarrancho del que quiso huir sin poder, porque los hombres la llamaban para consultas. Se ponía muy nerviosa cuando uno de estos empezaba: “Que digo yo que...”, porque a continuación ella tenía que decidir y tomar partido por una tuerca o un tornillo, un trozo de cañería o un azulejo. Cuando se fueron todos a media tarde, la casa parecía tener más sentido, pero aún estaba en desorden. Se sentó en una caja de madera y se fumó un cigarrillo aliviada. De pronto se acordó de sus zapatos. Bajó a toda prisa temiendo que el zapatero hubiera cerrado ya, pero no era así. Seguía en su taller como si la estuviera esperando. El hombre no le sonrió, sólo dijo secamente buenas tardes. Tenía los zapatos en sus cajas y las puso sobre el banco de trabajo, esperando que Felicitas las abriera, tal que si se tratara de un regalo. Cuando las abrió, se quedó deslumbrada: había hecho el arreglo perfecto, los había estirado, los había abrillantado y las suelas lucían un negro profundo de betún. Parecían nuevos, tersos, brillantes. Pero sólo lo parecían, y eso era lo que Felicitas apreciaba más: unos zapatos que manifestasen en ciertos detalles su historia sin perder su encanto ni verse abrumados por ella. Este zapatero compartía con ella esa idea, lo supo de inmediato, y había hecho un magnífico trabajo. A cambio le pidió una cantidad razonable de dinero que Felicitas le dio con mucho gusto. Al despedirse, el Zapatero le dijo: “Son unos zapatos de mucha calidad”. Nada más. Ella lo sabía y sonrió complacida.
Naturalmente, y en vista del éxito, al lunes siguiente le llevó el resto. En estos arreglos tardó algo más, pero el resultado fue el mismo. Consideró que aquel hombre tenía amor por los zapatos, como ella, y sintió no tener por el momento más pares que llevarle a reparar. Acechaba cada par que se ponía para encontrarle un roto o un descosido sin ninguna fortuna. Pasaron unos dos meses y su casa dejó de ser una vieja almoneda. Por fin lo tenía todo en un orden aceptable, dentro de lo que cabía, dado su carácter.
Una tarde, a última hora, se quedó sin cigarrillos. Se asomó al balcón a ver si estaba aún abierto el estanco y, viendo las puertas abiertas y luz dentro, bajó apresurada. Cuando salió del estanco, el Zapatero estaba cerrando sus puertas. Lo hacía con mucha dificultad, dejando una muleta apoyada en la pared y cerrando con la mano libre, primero un lado, luego otro, cambiando de mano y de muleta, hasta echar el cerrojo. Felicitas se detuvo tanto a mirarlo que de pronto se vio avergonzada como un crío maleducado y repasón. El hombre la miró, primero con cierto desafío, luego apuntando una media sonrisa, y le dijo buenas noches. En aquellas dos palabras convenientes había un mundo completo, la equivalencia de una terrible explicación pedida inoportunamente. Contestó Felicitas con otra media sonrisa y las mismas palabras. Se tuvo que ir, dándole la espalda al Zapatero. Había tenido tiempo de ver el aparataje de hierros que le mantenía apenas dos piernas débiles, cortas y sin articulaciones, y aquellos pies inconcebibles en dos botas informes, como pezuñas negras. Luego volvió la cabeza una vez más, concesión a su curiosidad, y lo vio subir a su coche con mucho trabajo, muletas sobre el capó, cambio de manos y lentos movimientos de gran prudencia y cuidado. Ahora recordaba que en la puerta había un disco municipal marcando el espacio de aparcamiento de un coche de minusválido. Ahora entendía muchas cosas sobre el Zapatero. Como era una sentimental, al llegar a su casa, se sentó en un sillón y encendió un cigarrillo; era su manera de llorar sólo un poco. En efecto, lloró un poco, tres o cuatro lágrimas le rodaron entre el humo del cigarrillo.
Cada vez que pasaba por la puerta del Zapatero, echaba una mirada rápida al interior; siempre estaba allí, con sus enormes espaldas, sus manazas y su cara congestionada, ocultas las piernas tras el banco de trabajo. Felicitas bajaba la cabeza tristemente.
Hasta que un día no estuvo allí. La puerta de tijera no se abrió esa mañana. Tampoco se abrió por la tarde, ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro. Al cabo de una semana, se atrevió a preguntar al estanquero.
–¿Es que han quitado la zapatería?–preguntó con esa impersonalidad, como si sólo le interesara por tener cerca un zapatero.
–Pues no creo que se vuelva a abrir, por desgracia–le dijo el estanquero, que era filósofo socarrón y pardo–. Por lo menos, no el mismo zapatero, creo yo.
–¿Le ha pasado algo o la ha quitado porque sí?–preguntó Felicitas.
–Pues le ha pasado lo que a todos nos espera al final, o sea, que se ha muerto el hombre.
–Pero era joven...
–Ya lo creo que lo era, muy joven, pero ya se sabe que lo mismo se muere un viejo que un crío... lo ingresaron la semana pasada y, nada, que se ha ido... La vida, vaya, que al final todos calvos...
Felicitas le dijo que lo sentía mucho, por el hombre mismo, que parecía buena persona, y porque era muy buen zapatero. El estanquero le dio la razón y añadió que había muerto de lo suyo y por su misma culpa, por ser un atascado, o sea, se había muerto de congestión cerebral, por lo de las piernas. No se veía a simple vista la relación, pero la había. Si el Zapatero hubiera consentido en ir en silla de ruedas, estaría vivo a lo mejor. Pero no quiso ir en silla de ruedas, hay gente muy tozuda. Felicitas lo comprendió. Ella, quizás, habría hecho lo mismo.
Al cabo de un mes, en el lugar del taller del Zapatero había una corsetería muy coqueta. Felicitas adoraba esas diminutas tiendas donde venden diminutos encajes y sutiles intimidades femeninas. También le gustaban, la verdad, pero no le había dedicado tanta observación. Le parecía algo más artificioso, menos lógico, que unos zapatos. Le costó varios meses decidirse a entrar. Cuando lo hizo, tuvo que encender un cigarrillo.