12/23/2007

Margarita y las joyas

Este vídeo corresponde a las imágenes y parte de la música que se presentaron con la conferencia dada en el MUBAM (Museo de Bellas Artes de Murcia) el día 29 de noviembre de 2007.





12/17/2007

Margarita y las joyas 1

El día 29 de noviembre de 2007 di una conferencia en el Museo de Bellas Artes de Murcia, con motivo de un ciclo organizado por el propio Museo y coordinado por Santiago Delgado. El cuadro asignado, graciosamente, a mi comentario fue este melancólico lienzo de Juan Martínez Pozo, un pintor murciano romántico muerto a los veintiséis años. Reproduzco aquí el texto completo de la conferencia. Sucesivas entradas numeradas con el mismo título permiten una lectura continuada del texto.


MARGARITA Y LAS JOYAS

Evocación sobre un cuadro de Juan Martínez Pozo


Por razones que todo el mundo en esta ciudad sabe, me he criado viendo pinturas; para decirlo más claramente, he crecido en el estudio de un pintor. Eso incluye también visitas a museos desde muy niña y abundancia de libros de pintura a mi disposición desde que aprendí a leer, que no fue precisamente tarde. Por eso, cuando me pongo a mirar con atención un cuadro, y eso es ya un hábito en mí, empiezan a surgir ideas, sentimientos, recuerdos, relaciones, todo ello de una manera intuitiva, algo confusa. Son pequeños rayos de luz que vienen de la materia pura, y no sólo de la imagen en su conjunto, del tema o del motivo concreto, sino de la materialidad misma del objeto: la calidad y cualidad del material usado, su distribución, la finura o grosor del trazo, las zonas de color y de sombras. Tanto importa que sea una pintura altamente figurativa, abstracta o minimalista. Yo percibo por la vista, pero pronto el objeto toma otras cualidades sensuales distintas desde ese punto de percepción: puedo saber cómo sería si la tocara –lo que está muy mal en alguien que contempla una obra de arte, ya lo sé, pero que he hecho a menudo con pinturas de toda confianza, con los ojos cerrados- y cómo olería si me acercara lo suficiente a ella. Esa evocación sensual bien arraigada en mí, unida a los recuerdos más lejanos, me permite luego ir más allá, trascender lo inmediato –incluso aquellos aspectos técnicos que a los críticos tanto gustan- y entrar en el mundo de lo representado. Y de nuevo encontrarme, en ciertos casos, que lo representado trae a mi imaginación y a mi pensamiento todo un proceso de elaboración desde la infancia hasta la edad adulta. Así que empezaré tratando de explicar esas intuiciones directas que la pintura de este cuadro, esta “Margarita” de Martínez Pozo, me evoca. El de este pintor muerto tan joven es un pincel meticulosamente melancólico. Resulta muy difícil definir esa sensación, porque parece que la melancolía es dejadez y abandono, pero sólo parece, pues la melancolía es detallista, meticulosa y observadora. El alma se repliega y se sitúa en un punto de vista que antes no había tenido. Un poeta melancólico se demora en la observación del tiempo, de la luz, de las sombras, mira el espejo de su propia alma cuando el tiempo y la fugacidad o lo doloroso de los acontecimientos se refleja en ella. Un artista melancólico es un acechador del destino. Un pintor tiene otras costumbres: deja que sea su material el que trabaje en el telar de la melancolía, y así, necesariamente, aparece en el cuadro ese tacto aterciopelado en ciertas zonas, sedoso en otras, que da el deslizarse del tiempo en la creación, y, sobre todo, aparece la comprensión piadosa del modelo. De la profunda oscuridad nace la luz: la luz triste del rostro de la mujer, la luz pálida de sus finas manos, el oriente triste de las perlas, que la imaginación popular ha designado como lágrimas. Las perlas son llanto. Presagian llanto. Margarita es un nombre que designa a una flor, pero en su origen griego designaba a la perla. No hizo mal Goethe en cambiar el nombre que la muchacha tenía en el primer Fausto, Gretchen, por este de Margarita. Es cierto que es un cuadro literario, es decir, basado en una escena de la literatura. Esta obra ha sufrido y ha gozado de toda clase de ilustraciones y recreaciones pictóricas, generalmente más basadas en la magnífica ópera de Gounod que en el texto original de Goethe. Este mismo pintor, que aquí se muestra tan melancólico, es un entusiasta que arrastra el pincel lleno de colorido, arrebatado, en un cuadro como “Las cruces”, que, este sí, está plenamente basado en la ópera y no en el texto del genio alemán, ya que tal escena fue una recreación de Gounod, quien quiso convertir su ópera en un alegato cristiano de la eterna lucha entre el bien y el mal. Sin embargo, este cuadro que hoy vemos no viene de ahí, sino directamente del poema dramático Fausto y de esa primera parte que el poeta dedica, como él mismo dice, “al pequeño mundo”, a la concreción del mal en la tierra y sus efectos sobre sus pequeñas criaturas. Digo esto porque no se trata, a mi parecer de un cuadro “teatral”, sino literario, es decir, psicológico, se diría que lírico. Un pintor que desea pintar un cuadro “teatral” tiene que trabajar de memoria, o quizás con un ligero apunte tomado de cualquier modo en el propio teatro. Nunca se trata de un cuadro detallista, cercano en la visión, sino de grandes movimientos o de escenas concentradas pero ligeras, amplias, que dan idea de la teatralidad. Cuando se ve un cuadro de estos, se intuye el decorado, el disfraz de ópera, se intuye hasta el público. El cuadro se puede escuchar, no sólo ver. Pues ni en el Fausto de Goethe ni en la ópera de Gounod, ni en ninguna de las restantes recreaciones musicales o literarias, tiene Margarita ante el espejo la melancolía que presenta en esta imagen; esta es una imagen de estudio, una imagen recreada, pensada, casi acariciada, en la misma actitud del poeta melancólico. Es sin duda, tras ese primer encuentro sensual con el cuadro –tacto de ropa antigua, aroma de madera vieja-, la primera impresión que me alcanza. Una tremenda melancolía, no la alegría de la muchacha que se prueba joyas encontradas en su casta habitación, sin saber quién es el donante. Podemos comparar la jovialidad de esta escena de ópera con la joven de mirada baja, de rostro serio, ensimismado, de nuestra Margarita, una muchacha sana y sonrosada, una perfecta germana, pero que no está exultante como la Margarita de Gounod, sino pensativa.

Margarita y las joyas 2

Al igual que las perlas son en la imaginación popular un presagio de dolor y llanto, este cuadro fue concebido desde el presentimiento de la tragedia. Martínez Pozo conocía ya el desenlace. Su modelo ideal, no, pero no importaba a efectos de su creación, porque su creación tenía como punto de inspiración, no la Margarita inocente de Fausto, tanto en la ópera como en el poema dramático, sino la Margarita que el pintor había interiorizado; es decir, el propio pintor. Esta joven ya conoce su destino, porque su creador lo conoce. Y mira melancólica su rostro porque las joyas –un único collar de perlas, cuando la abundancia y la variedad son la nota dominante en la escena, y el cofre, curiosamente, no aparece- se las ha probado como quien cumple un destino inevitable, porque tenía que probárselas para que su sino se cumpliera. Quitando la técnica de los ropajes, que tanto recuerdan las ropas de Murillo y hasta de Velázquez -¿de dónde ha de aprender un pintor sino de los maestros que le precedieron?-, quitando ese modelo germánico popular, con su carnalidad nívea y su larga trenza rubia, lo que queda es una mujer enfrentada a un destino, cumpliendo un ritual necesario.
Y tras esta primera impresión, aparecen otras al mirar este cuadro: tres grandes líneas, tres luces de evocación o reflexión me llegan. La primera de ellas, los recuerdos asociados, la línea del proceso vital que me permite ahora ver algo más en el cuadro, algo que quizás pueda explicar con cierto esfuerzo. La segunda, un punto intermedio de evolución, que es la relación con la poesía y la música que este cuadro de ningún modo puede negar. La tercera una meditación que a algunos les podrá parecer inconveniente sobre la condición de la mujer, reflejada de un modo absolutamente claro a lo largo de siglos y siglos de arte, pero especialmente exacerbada en la representación del Romanticismo, época a la que pertenece no sólo este cuadro, sino también la inmensa obra literaria en la que se inspira.
Primero vayamos a esa primera percepción de origen remoto, en mi infancia. Hice yo un viaje a mis cuatro años de edad con mi padre. Me llevó a Madrid y, entre otras anécdotas que ya he contado en otras ocasiones, quedó grabado en mi memoria tierna una imagen. Él quería visitar una exposición temporal, no sé si en el Prado o en el Museo de Bellas Artes, pero sí que fue en un gélido invierno del año 1956; en aquella exposición se reunían grandes cuadros románticos de toda España. Allí nos encontramos a Francisco Cano Pato, el juez poeta, al que, por relaciones de carácter familiar bastante oblicuas, yo llamaba tío. Mi padre, naturalmente, se puso a hablar con el paisano amigo –no hay viaje a Madrid donde no se encuentre un paisano amigo- y yo me puse a mirar los cuadros desde la distancia segura de la pierna derecha de mi padre, que es refugio natural cuando se tienen cuatro años. Y lo que vi que me gustara o al menos no me desagradara, no lo recuerdo en absoluto, pero sí tengo clavada una imagen que me horripiló: un cuadro donde se representaba a una joven, muy pálida, junto a un hombre detrás de los cuales aparecía el mismísimo demonio de rojo aterciopelado, con la pinta de demonio más demoníaca que yo haya visto en mi vida. Claro que esto lo pueden achacar a que yo no hubiera visto en mi vida un verdadero demonio y al hecho manifiesto de tener yo entonces una mente impresionable y proclive al miedo cerval, o sea, una mente de cuatro años. Yo no paraba de señalar con el dedo, con los ojos bien abiertos, para no perderme ni una gota de terror, mientras mi padre seguía su plácida conversación con el juez poeta. Cuando se vinieron a dar cuenta de que lo mío no era gusto de dar la lata, sino pánico, ya se iba pasando, porque a todo nos acostumbramos, y entonces no se le ocurrió otra cosa a mi padre que explicarme la poca importancia que aquello tenía. Era un cuento, sólo un cuento. Al fin y al cabo era sólo una escena de la historia de Fausto, un hombre que vende su alma al diablo y que arrastra en su vesania a una pobre muchacha inocente. El miedo inmediato, el de la imagen, se me pasó, ya que era sólo un cuento, pero creo que me dejó una secuela mucho peor: el miedo metafísico, si es que a esa edad se pueden nombrar o sentir esas cosas, y algo bueno, la certidumbre de que ese miedo sólo tiene un alivio, el poder contarlo. El caso es que desde entonces vengo sufriendo ese miedo, que da alas hacia la oscuridad tenebrosa del ser humano y que nos aleja del animal satisfecho, y vengo también persiguiendo ese cuadro sin haberlo encontrado, aunque me haya pasado la vida jurando que lo había visto en este Museo, que tan generosamente nos abre sus puertas. Y ya sé que esto no es verdad, que no pertenece a este Museo, sino, según me dice mi erudito hermano Manuel, a una colección particular murciana, y su autor Germán Hernández Amores, cuyo hermano Víctor también recreó alguna escena fáustica. He dicho que tenía la certidumbre de ser uno de estos cuadros de Germán Hernández Amores el que yo vi, pero no puedo asegurar que no fuera el de su hermano Víctor, conservado hoy en el Museo de Pontevedra. Realmente da lo mismo. A cambio de ese cuadro que ya me parece una creación imaginativa de mi memoria y que alguna vez me gustaría volver a ver, tengo ante mí este de Margarita probándose las joyas, cuyo tema corresponde a un estadio más avanzado del Fausto de Goethe en mi recuerdo. Sea por aquella remota impresión, por no haber podido volver a ver esa pintura que hubiera analizado ya con malicia adulta, o por imperativos culturales tempranos, uno de los primeros libros que leí, quizás sin demasiada comprensión, fue el Fausto. Lo leí, lógicamente, de la arbitraria pero bien nutrida biblioteca de mi padre. Luego fue uno de los primeros que compré con mi dinero, para mi uso particular, en aquellas ediciones Austral de clásicos en rústica. Como una baraja quedó la criatura. Cuando aumentó mi poder adquisitivo y mi afán cultural, habiéndome juntado inconscientemente con otro lector impenitente, con la intención de tener hijos, electrodomésticos y libros, muchos libros, compramos con gran regocijo las obras completas de Goethe, en esa magnífica traducción de Cansinos Assens, con sus enjundiosos estudios previos y su inabarcable erudición. Conservamos esos ejemplares como oro en paño. Aún gusto de leer alguna novela o de repasar las poesías, sobre todo aquellas en las que Goethe recoge chispazos de arte popular, temas eternos de belleza creados por el pueblo y que los poetas cultos echan a su cestillo como el que añade unas flores silvestres a un ramo de rosas recién recogidas del propio jardín.
Fue por esa época cuando se desarrolló en mí el gusto por la ópera. Gusto por la música en general siempre he tenido. Esto tiene el mismo origen que mi gusto por los cuadros, aunque no con un valor tan sensorial. En el estudio de mi padre, mezclada a los olores de los barnices, de los óleos, de las colas de conejo, de los temples, de las esencias de trementina, del aguarrás, y otros potingues que los pintores usan para sus magias, había siempre música en el aire, a veces clásica –los conciertos de Bradenburgo, Schubert, mucho Beeethoven, mucho Brahms-, a veces ligera –música italiana moderna, canciones populares-, y muy a menudo ópera. Si no había ópera, la cantaba mi padre de aquella manera, que no era mala, porque tenía bonita voz de bajo, buen oído y algunos conocimientos musicales que le había inculcado su madre, la cual, a su vez, los había recibido en la casa de su abuelo, don Carlos María Barberán, ilustre presidente del Colegio de Abogados de Lorca, escritor aficionado, uno de los aviesos inspiradores de las procesiones de Lorca, con todo lo que estas conllevan de la espectacularidad del género lírico romántico y de la propia ópera, y muy gran admirador de las óperas italianas, hasta el punto de haber creado una, el libreto quiero decir, para que le pusiera música un amigo suyo, proyecto que quedó en nada. Cuando yo era jovencita vi en un cajón del estudio de mi padre el manuscrito de “Los Macabeos”, que de esto iba el libreto, y supongo, y espero, que haya sido puesto a buen recaudo por mi hermano Manuel, no tanto porque no se pierda, sino para que a nadie se le ocurra poner solfa a semejante cosa. De estas aficiones vinieron las mías. Muy joven oí por primera vez el Fausto de Gounod y creo que hizo en mí la misma impresión que debió hacer en un también joven Juan Martínez Pozo, que seguramente la escuchó en París, más en ambiente y modo que yo en mis limitaciones de provinciana perezosa. De toda esa magnífica ópera, particularmente, me embeleso con las partes en las que canta Margarita, porque son de una delicada expresividad, de una enorme piedad hacia la muchacha, quizás más piedad que la que mostró el consejero palaciego Goethe, del cual sabemos que en ejercicio de su cargo firmó una sentencia de muerte en un caso parecido al de la Gretchen primera, luego mejor llamada Margarita. No es por estar ahora frente a este cuadro, sino que mi preferencia por este tema y esta ópera viene de mucho antes, como se puede ver.

Margarita y las joyas 3

Nunca me ha parecido el Fausto una obra dramática en sí, sino un poema filosófico que adopta la forma dialogada del teatro, porque a su grandeza y riqueza otra forma no puede corresponder. Muchas tradiciones fáusticas anteriores, de carácter culto o popular, desde el milagro medieval de Teófilo, han sido poemas narrativos de carácter teológico o filosófico. El inglés Marlowe fue el primero que lo vio de un modo dramático en tanto que desarrolla un conflicto no sólo entre el bien y el mal, sino entre la divinidad y el ser humano. Pero fue Goethe el primero que comprendió la dimensión lírica del tema y la hizo brillar en el personajes de su Gretchen primera, el primero que introdujo en el conflicto una mujer real, una ingenua campesina, que cerrara el trío dramático y fuera el verdadero contrapunto de las dos fuerzas masculinas, Mefistófeles y Fausto. Que, pese a su crimen horrendo, representara la inocencia y el bien, y que fuera salvada por su propia decisión. Recordemos que el propio Fausto, como en un milagro medieval, es salvado finalmente por intercesión de mujeres santas, entre ellas la que fue la penitente Margarita.
Pero una de las cosas que más me han impresionado siempre del Fausto es precisamente la oposición entre dos líneas de pensamiento y creación que corren siempre paralelas en la obra: la tradición popular y la tradición culta. Es la culminación, por tanto, de esas dos líneas recorridas por Goethe como poeta, cuando une, como hemos dicho antes, las rosas cultivadas con las flores silvestres. Muchas de su poesías tienen un inconfundible aroma popular. Muchas escenas del Fausto son protagonizadas por gente del pueblo que como pueblo hablan y cantan. No era ajeno al pueblo ni despreciativo con él, romántico al fin, lo quisiera o no, y sobre todo con sus creaciones espontáneas o criadas -digo criadas y no creadas intencionadamente, por semejanza de estas obras populares con el largo y costoso camino de una crianza- a lo largo de generaciones en un perfeccionamiento colectivo. El romance del “Rey de Thule” que Margarita canta mientras da vueltas a su rueca es una muestra de ello. Procedente de una verdadera canción popular, Goethe supo ver la maravilla lírica que suponía. De fondo de estas postales de fin de siglo, lo que da una idea de la inmensa popularidad de su obra a lo largo del tiempo, podemos oír la versión cantada de la ópera de Gounod y leer el poema que la inspiró.

EL REY DE THULE

Hubo en Thule un rey amante,
que a su amada fue constante
hasta el día en que murió;
ella, en el último instante,
su copa de oro le dio.
El buen rey, desde aquel día,
sólo en la copa bebía,
fiel al recuerdo tenaz,
y al beber humedecía
una lágrima su faz.
Llegó el momento postrero
y al hijo su reino entero
cedióle, como era ley:
Sólo negó al heredero
la copa el constante rey.
En la torre que el mar besa,
Por orden del rey expresa
(tan próximo ve su fin),
la corte, en la regia mesa,
gozó el último festín.
En postrer soplo el anciano
moribundo soberano
apuró sin vacilar.
Y con enérgica mano
arrojó la copa al mar.
Con mirada de agonía,
la copa que al mar caía,
fijo y ávido siguió,
vio como el mar la sorbía,
y los párpados cerró.

Cuando leo este poema popular, por derivación cuando escucho este fragmento de la ópera de Gounod, no puedo dejar de pensar en los romances novelescos castellanos, sobre todo aquellos incompletos o fragmentarios, que dejan una huella de misterio en la imaginación, y a los que en ocasiones, se llama romances líricos. Recuerdo, por ejemplo, el Romance del Prisionero o el del Conde Arnaldos, aunque evidentemente el sentido no es el mismo. Sólo me refiero a ese aroma misterioso, a esas actuaciones individuales plenas de sentimiento. ¿Por qué canta precisamente ese romance del Rey de Thule Margarita? Porque habla de un amor constante hasta la muerte, algo que se convierte también en presagio, puesto que su amante la abandonará, y ella será la constante, el Rey de Thule que muere amando.

Margarita y las joyas 4

No anda este asunto muy lejos de una consideración acerca del lugar que la mujer, como objeto, pues como sujeto tímidamente comienza su dificultosa aparición, ocupa en la literatura del siglo XIX. Quizás me he quedado corta y no se trata sólo de la literatura romántica, sino de un lugar ocupado secularmente y que en el Romanticismo encuentra su máxima expresión por causas que exceden los límites de esta exposición literaria. Para resumir la idea, diré que más que nunca se exalta una imagen de lo femenino que apareció mucho tiempo atrás, en las cortes de amor medievales y en la primitiva adoración mariana: la extrema separación entre naturaleza y cultura, la naturaleza representada por la Mujer, la cultura representada por el Hombre. Esa separación es tan drástica que incluso afecta a las creaciones artísticas: lo popular sería perteneciente a la Naturaleza, o sea, femenino y colectivo, lo culto, lógicamente, a la cultura o civilización, es decir, masculino. La mujer real sólo puede estar en el que Goethe llama “el pequeño mundo” y no puede aspirar a las alturas metafísicas ni poéticas. La mujer, con minúscula, es un colectivo formado por individuos todos iguales o clasificados en imágenes fijas: la mujer fatal, plena de belleza y maldad, la doncella, casta y recogida, ignorante de todo, la matrona y la bruja. En esa dicotomía entre cultura y naturaleza, se produce la exaltación de una imagen femenina ideal, intangible; en definitiva, una imagen de mujer inexistente, ansiada y perseguida, convertida en símbolo de la belleza poética, una Mujer con mayúscula, mientras la mujer real es sometida a unas leyes biológicas estrictas sancionadas por leyes sociales más estrictas aún en las que ella, naturalmente no interviene. No es fácil demostrar esto en el corto espacio que tenemos, pero es algo que podemos ver claramente en el Fausto de Goethe, por la importancia que cobran dos mujeres en la obra: Margarita y Helena. Podemos ver, por ejemplo, sus tesoros. El tesoro de Margarita: un modesto cofrecillo de joyas ofrecido con vistas a la seducción. El tesoro de Helena, en la segunda parte del Fausto, los sótanos de un castillo inexpugnable donde se acumula todo el oro y las piedras preciosas de la tierra. Margarita entrega su vida por culpa de su pequeño tesoro; Helena es obsequiada con él a su vuelta del cautiverio en Troya. Y si fuera poco esta imagen, tendremos que mirar cómo Fausto abandona a la mujer real a su suerte, por más que en última instancia acuda a la prisión a ofrecerle una salvación ficticia y malévola, mientras persigue por los mundos ulteriores la imagen de Helena, en el recorrido onírico, delirante y simbólico que es la segunda parte del Fausto. Que esto es así lo sigue demostrando el hecho de que cada uno paga con lo que tiene, con lo que simbólicamente se le concede: Fausto con su alma para adquirir conocimiento y superioridad, pues no es sólo juventud y poder lo que se le entrega finalmente (esa es la parte previa que corresponde al pequeño mundo); Margarita con su cuerpo por las culpas de haber sobrepasado las estrictas leyes sociales a las que la mujer se somete.

Y aún algo más, y que afecta a la misoginia desarrollada en la cultura occidental desde el medievo: el asunto de las joyas. Una pregunta que surge ante este cuadro en el que Margarita no parece precisamente muy entusiasmada con su magnífico collar de perlas-lágrimas: ¿por qué ese apego, esa fijación de las mujeres con las joyas? Puesta a pensar, encuentro dos razones: una afecta al regalo, a la donación seductora; la otra afecta a algo más pedestre y elemental, un asunto de supervivencia. Aparte estarían las razones tradicionales que cualquier misógino aduciría: la mujer es avariciosa, la mujer es coqueta, es vanidosa. Trata de acumular tesoros y trata de estar hermosa para ser halagada. Las acusaciones, como tales, no son ciertas en sí mismas, pero lo serían vistas de otra manera. Ahí vendría sor Juana Inés en nuestra ayuda, pero ya la llamaremos cuando tengamos necesidad.

En primer lugar, a la mujer se le regalan joyas porque están hechas con materiales que provienen de las entrañas de la tierra, es decir, se le entregan objetos que tendrían el poder de la magia simpática para propiciar a los iguales: si ella es naturaleza profunda, se la identifica con la tierra, en cuyo seno se crían las joyas, como en el seno de ella se crían los vástagos; esto es el carácter simbólico del asunto. En otro orden de cosas, el enamorado entrega joyas para demostrar su poder social y atraer así a la mujer a una seguridad para la crianza. Si ella las acumula con gusto, es por otra razón bien diferente y mucho menos simbólica. Evoquemos un hecho común que todos habremos vivido en nuestra infancia, si pertenecemos a una clase media más o menos acomodada: nuestra madre tendría un modesto o lujoso joyero, según posibilidades, con sus joyas. De algunas nos diría que eran herencia de su madre y que algún día serían herencia para las hijas de la familia. Las joyas, por modestas que sean, son un pequeño tesoro que las mujeres se pasan de madres a hijas. Lo he estado pensando con detenimiento y creo que no basta la vanidad o la coquetería, ni siquiera la avaricia, para justificarlo. A mi parecer es algo que responde a la necesidad de asegurar la supervivencia. Las joyas constituyen un seguro para las mujeres. Que en ciertas capas sociales y en este tiempo ese seguro personal ha perdido por completo su función, es cierto, pero también lo es que las costumbres seculares no desaparecen fácilmente y, sin conocer ya la verdadera función, se sigue recurriendo a la misma estrategia. En sociedades más primitivas, algunas contemporáneas nuestras en países pobres, la mujer es pobre entre los pobres, porque, como ser tutelado, no es la propietaria de ningún recurso. El divorcio, el repudio, la viudedad o la soltería pueden sumirla en la miseria. No puede acumular dinero, porque no se le permite guardarlo en instituciones a su nombre -esto ocurría en este país mismo hasta no hace tanto- y según las leyes de muchos países queda excluida de la herencia de su padre. ¿De qué modo puede obtener recursos duraderos y rápidamente utilizables si no es acumulando joyas? Vamos a ver ahora los escaparates de joyerías en un país como Marruecos, en la Medina de Tetuán, imágenes que debo agradecer a un buen amigo, Manuel Rodríguez, que generosamente me las ha enviado. Podrían servir los escaparates de nuestras joyerías, pero las marroquíes son mucho más deslumbrantes y explícitas para lo que queremos explicar. La mujer marroquí es una de esas excluidas de la herencia paterna, así que estas son joyas de dote o regalos para mujeres que sólo contarán como patrimonio personal con lo que consigan acumular en oro y piedras preciosas. Para completar este cuadro, traigo aquí un precioso documento, una carta de dote morisca de Granada, registrada notarialmente en 1540. La rescata del pasado para nosotros la estudiosa granadina doña Joaquina Albarracín Navarro. En su momento era un documento jurídico; ahora es un documento histórico, pero hoy tiene para nosotros el sabor de lo lírico; el amor a las palabras y a los objetos preciosos que evocan.

Dice para comenzar doña Joaquina Albarracín:

“Entre los documentos inéditos que Juan Martínez Ruiz guardaba en una carpeta titulada “en elaboración”, aparece transcrita una carta morisca de dote y arras escrita en letra procesal encadenada de muy difícil lectura, fechada “a treze días del mes de Nobienbre de 1540”, procedente del Archivo de Notarías de Granada.

Los contrayentes son: Lorenço Hernández Abenhabid y Guiomar Axaa, de “la collaçión de S. Salbador” (Albaicín). ”


En esa carta de dote, que pretende como se puede suponer asegurar los recursos de una mujer que se va a casar, aparecen perlas, piedras preciosas y oro, joyas semejantes a las que hemos visto en los escaparates de Tetuán. Joyas que nuestra melancólica Margarita no pudo ni soñar con su cofrecillo de joyas demoníacas. Las palabras que las nombran ya no existen y, si existen, nadie las usa. Hay también en ello algo de melancólico, algo elegíaco.

Entre muchos enseres y prendas, la joven Guiomar -¡qué hermoso nombre de morisca!- recibe un abdul de çinco borlas de seda de grana con su aljófar e oro con sus trenças y otro abdul de seda amarilla, con colores Un abdul era un collar trenzado que usaban las moriscas de Granada, que se componía de trenzas de seda con labores de oro y borlas de la misma clase de color de grana, amarillo, azul y morado. Las borlas con bellotas de oro, que pendían de estos cordones o collares eran de ordinario tres, pero los había también con cinco. En vez de broche el adul se sujetaba a la garganta con botones de oro o de aljófar. También incluía la dote de Guiomar un collar con alcorcíes de oro, los cuales eran unas piezas de oro con esmaltes que pendían de las gargantillas de aljófar. Anillos, le dan en dote tres, dos con turquesas y otro con un granate. Siendo morisca, no podían faltar las ajorcas, de oro por más señas, que eran brazaletes para los tobillos. ¿Y un collar con balage? Una de sus prendas más preciadas seguramente, pues el balage, nombre tomado de la provincia persa de Balajs, era un berilo semejante al rubí, de un tono no tan encendido y tirando al morado. Pero sin duda la estrella de la dote debía ser un collar con dos alcorcíes de oro, dos piedras balages y otras piedras y perlas, además de otro collar de oro pequeño, con dos alcorcíes esmaltados con perlas y aljófar, todo ello ensartado en un cordón de seda colorada. Zarcillos no debían faltar y eran de oro, de doce cuentas, con su aljófar y seis pinjantes, palabra esta en desuso que significa, según me dice mi amigo Paco García y me confirma, aún con más precisión, mi cuñado Luis Alberto el Arqueólogo, eran unas piezas preparadas en cualquier objeto de joyería para colgarle piedras preciosas o perlas, o lo que buenamente se quisiera.

Para mirarse con sus joyas a Guiomar no le faltó en la dote un espejo de plata con una borla de seda azul.

Si con un sencillo cofrecillo Margarita fue seducida, una muchacha humilde que no había visto una perla en su vida, y que se siente una “señorita”, ¿cómo se sentiría la joven dotada con estas deslumbrantes joyas? Se sentiría segura, podemos asegurarlo. ¿También hermosa cuando se las pusiera y se contemplara en ese espejo de plata, como nuestra Margarita se contempla en el espejo gótico de madera oscura? Con toda certeza. Diría el misógino: la vanidad femenina. Pero pensemos si no se ve la mujer hermosa con las joyas porque representan su salvación. Es decir, cambiamos el punto de vista. Si el verde nos alegra la vista porque representa ancestralmente la promesa de nutrición, las joyas nos hacen parecer hermosas porque representa nuestra riqueza. Lo que para el misógino es vanidad, no es sino seguridad. Lo que es avaricia, se convierte en supervivencia. Y esto más o menos es lo que decía Juana, aunque aplicado a la caida de la mujer en la seducción. En el caso de las joyas llama vanidad y avaricia el misógino a lo que su propio mundo masculino ha creado. Y ahora sí que podemos llamar a Sor Juana Inés de la Cruz en nuestra ayuda, con unas cuantas de sus magníficas y airadas redondillas contra la vanidad masculina.





¿Cuál mayor culpa ha tenido

en una pasión errada:

la que cae de rogada,

o el que ruega de caído?

¿O cuál es más de culpar,

aunque cualquiera mal haga:

la que peca por la paga,

o el que paga por pecar?

Pues ¿para qué os espantáis

de la culpa que tenéis?

Queredlas cual las hacéis

o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,

y después, con más razón,

acusaréis la afición

de la que os fuere a rogar.

Bien con muchas armas fundo

que lidia vuestra arrogancia,

pues en promesa e instancia

juntáis diablo, carne y mundo.


Y en el caso que nos ocupa, nunca mejor dicho.

Quizás algún día las mujeres de todo el mundo acumulen joyas o las atesoren en sus pequeños joyeros solamente como un maravilloso recuerdo de familia. Quizás algún día Margarita pueda contemplarse en ese espejo sin la melancolía de un destino fatal que le traen esas tristes perlas. Quizás entonces, las mujeres puedan leer con mucho placer este pequeño poema sobre mujeres y joyas de un poeta hebreo del siglo XII, navarro por más señas, Yehuda Levi1:


Seda bordada es el vestido de tu cuerpo,

pero la gracia y la hermosura recubren tus ojos;

las joyas de las doncellas son obras de artesano,

mas esplendor y encanto son tus adornos.



Te revistas o no de brocados como las señoras,

te basta tu figura, pues te adornas de encanto y no de joyas.

Estás colmada de hermosura, ¿qué te añaden collares y lunetas?

¡Sólo impiden abrazar tu garganta, besar tu cuello!


1(Yĕhudah Ha-Levi (1070-1141), nació en Tudela. Es sin duda el máximo exponente de la poesía hebrea peninsular medieval. Tras dejar en su juventud su ciudad natal, se estableció en las tierras musulmanas de Al Andalus, recibiendo allí una esmerada formación tanto en ciencias, particularmente en medicina, como en leyes, teología y poética.Tuvo estrechas relaciones con los mejores poetas judíos y árabes de su época, gozando en vida de una fama extraordinaria, siendo aún sus versos leídos con deleite en la actualidad. Tocó temas amorosos y báquicos, cantó a la amistad, lloró por la muerte de los seres queridos, reflexionó sobre asuntos muy humanos, ensalzó a Dios y trató de consolar a su pueblo en elexilio. Al final de su vida, dejó Sefarad y embarcó hacia Israel, deseando pasar sus últimos días en la añorada tierra de sus antepasados, por él tan amada.