12/17/2007

Margarita y las joyas 2

Al igual que las perlas son en la imaginación popular un presagio de dolor y llanto, este cuadro fue concebido desde el presentimiento de la tragedia. Martínez Pozo conocía ya el desenlace. Su modelo ideal, no, pero no importaba a efectos de su creación, porque su creación tenía como punto de inspiración, no la Margarita inocente de Fausto, tanto en la ópera como en el poema dramático, sino la Margarita que el pintor había interiorizado; es decir, el propio pintor. Esta joven ya conoce su destino, porque su creador lo conoce. Y mira melancólica su rostro porque las joyas –un único collar de perlas, cuando la abundancia y la variedad son la nota dominante en la escena, y el cofre, curiosamente, no aparece- se las ha probado como quien cumple un destino inevitable, porque tenía que probárselas para que su sino se cumpliera. Quitando la técnica de los ropajes, que tanto recuerdan las ropas de Murillo y hasta de Velázquez -¿de dónde ha de aprender un pintor sino de los maestros que le precedieron?-, quitando ese modelo germánico popular, con su carnalidad nívea y su larga trenza rubia, lo que queda es una mujer enfrentada a un destino, cumpliendo un ritual necesario.
Y tras esta primera impresión, aparecen otras al mirar este cuadro: tres grandes líneas, tres luces de evocación o reflexión me llegan. La primera de ellas, los recuerdos asociados, la línea del proceso vital que me permite ahora ver algo más en el cuadro, algo que quizás pueda explicar con cierto esfuerzo. La segunda, un punto intermedio de evolución, que es la relación con la poesía y la música que este cuadro de ningún modo puede negar. La tercera una meditación que a algunos les podrá parecer inconveniente sobre la condición de la mujer, reflejada de un modo absolutamente claro a lo largo de siglos y siglos de arte, pero especialmente exacerbada en la representación del Romanticismo, época a la que pertenece no sólo este cuadro, sino también la inmensa obra literaria en la que se inspira.
Primero vayamos a esa primera percepción de origen remoto, en mi infancia. Hice yo un viaje a mis cuatro años de edad con mi padre. Me llevó a Madrid y, entre otras anécdotas que ya he contado en otras ocasiones, quedó grabado en mi memoria tierna una imagen. Él quería visitar una exposición temporal, no sé si en el Prado o en el Museo de Bellas Artes, pero sí que fue en un gélido invierno del año 1956; en aquella exposición se reunían grandes cuadros románticos de toda España. Allí nos encontramos a Francisco Cano Pato, el juez poeta, al que, por relaciones de carácter familiar bastante oblicuas, yo llamaba tío. Mi padre, naturalmente, se puso a hablar con el paisano amigo –no hay viaje a Madrid donde no se encuentre un paisano amigo- y yo me puse a mirar los cuadros desde la distancia segura de la pierna derecha de mi padre, que es refugio natural cuando se tienen cuatro años. Y lo que vi que me gustara o al menos no me desagradara, no lo recuerdo en absoluto, pero sí tengo clavada una imagen que me horripiló: un cuadro donde se representaba a una joven, muy pálida, junto a un hombre detrás de los cuales aparecía el mismísimo demonio de rojo aterciopelado, con la pinta de demonio más demoníaca que yo haya visto en mi vida. Claro que esto lo pueden achacar a que yo no hubiera visto en mi vida un verdadero demonio y al hecho manifiesto de tener yo entonces una mente impresionable y proclive al miedo cerval, o sea, una mente de cuatro años. Yo no paraba de señalar con el dedo, con los ojos bien abiertos, para no perderme ni una gota de terror, mientras mi padre seguía su plácida conversación con el juez poeta. Cuando se vinieron a dar cuenta de que lo mío no era gusto de dar la lata, sino pánico, ya se iba pasando, porque a todo nos acostumbramos, y entonces no se le ocurrió otra cosa a mi padre que explicarme la poca importancia que aquello tenía. Era un cuento, sólo un cuento. Al fin y al cabo era sólo una escena de la historia de Fausto, un hombre que vende su alma al diablo y que arrastra en su vesania a una pobre muchacha inocente. El miedo inmediato, el de la imagen, se me pasó, ya que era sólo un cuento, pero creo que me dejó una secuela mucho peor: el miedo metafísico, si es que a esa edad se pueden nombrar o sentir esas cosas, y algo bueno, la certidumbre de que ese miedo sólo tiene un alivio, el poder contarlo. El caso es que desde entonces vengo sufriendo ese miedo, que da alas hacia la oscuridad tenebrosa del ser humano y que nos aleja del animal satisfecho, y vengo también persiguiendo ese cuadro sin haberlo encontrado, aunque me haya pasado la vida jurando que lo había visto en este Museo, que tan generosamente nos abre sus puertas. Y ya sé que esto no es verdad, que no pertenece a este Museo, sino, según me dice mi erudito hermano Manuel, a una colección particular murciana, y su autor Germán Hernández Amores, cuyo hermano Víctor también recreó alguna escena fáustica. He dicho que tenía la certidumbre de ser uno de estos cuadros de Germán Hernández Amores el que yo vi, pero no puedo asegurar que no fuera el de su hermano Víctor, conservado hoy en el Museo de Pontevedra. Realmente da lo mismo. A cambio de ese cuadro que ya me parece una creación imaginativa de mi memoria y que alguna vez me gustaría volver a ver, tengo ante mí este de Margarita probándose las joyas, cuyo tema corresponde a un estadio más avanzado del Fausto de Goethe en mi recuerdo. Sea por aquella remota impresión, por no haber podido volver a ver esa pintura que hubiera analizado ya con malicia adulta, o por imperativos culturales tempranos, uno de los primeros libros que leí, quizás sin demasiada comprensión, fue el Fausto. Lo leí, lógicamente, de la arbitraria pero bien nutrida biblioteca de mi padre. Luego fue uno de los primeros que compré con mi dinero, para mi uso particular, en aquellas ediciones Austral de clásicos en rústica. Como una baraja quedó la criatura. Cuando aumentó mi poder adquisitivo y mi afán cultural, habiéndome juntado inconscientemente con otro lector impenitente, con la intención de tener hijos, electrodomésticos y libros, muchos libros, compramos con gran regocijo las obras completas de Goethe, en esa magnífica traducción de Cansinos Assens, con sus enjundiosos estudios previos y su inabarcable erudición. Conservamos esos ejemplares como oro en paño. Aún gusto de leer alguna novela o de repasar las poesías, sobre todo aquellas en las que Goethe recoge chispazos de arte popular, temas eternos de belleza creados por el pueblo y que los poetas cultos echan a su cestillo como el que añade unas flores silvestres a un ramo de rosas recién recogidas del propio jardín.
Fue por esa época cuando se desarrolló en mí el gusto por la ópera. Gusto por la música en general siempre he tenido. Esto tiene el mismo origen que mi gusto por los cuadros, aunque no con un valor tan sensorial. En el estudio de mi padre, mezclada a los olores de los barnices, de los óleos, de las colas de conejo, de los temples, de las esencias de trementina, del aguarrás, y otros potingues que los pintores usan para sus magias, había siempre música en el aire, a veces clásica –los conciertos de Bradenburgo, Schubert, mucho Beeethoven, mucho Brahms-, a veces ligera –música italiana moderna, canciones populares-, y muy a menudo ópera. Si no había ópera, la cantaba mi padre de aquella manera, que no era mala, porque tenía bonita voz de bajo, buen oído y algunos conocimientos musicales que le había inculcado su madre, la cual, a su vez, los había recibido en la casa de su abuelo, don Carlos María Barberán, ilustre presidente del Colegio de Abogados de Lorca, escritor aficionado, uno de los aviesos inspiradores de las procesiones de Lorca, con todo lo que estas conllevan de la espectacularidad del género lírico romántico y de la propia ópera, y muy gran admirador de las óperas italianas, hasta el punto de haber creado una, el libreto quiero decir, para que le pusiera música un amigo suyo, proyecto que quedó en nada. Cuando yo era jovencita vi en un cajón del estudio de mi padre el manuscrito de “Los Macabeos”, que de esto iba el libreto, y supongo, y espero, que haya sido puesto a buen recaudo por mi hermano Manuel, no tanto porque no se pierda, sino para que a nadie se le ocurra poner solfa a semejante cosa. De estas aficiones vinieron las mías. Muy joven oí por primera vez el Fausto de Gounod y creo que hizo en mí la misma impresión que debió hacer en un también joven Juan Martínez Pozo, que seguramente la escuchó en París, más en ambiente y modo que yo en mis limitaciones de provinciana perezosa. De toda esa magnífica ópera, particularmente, me embeleso con las partes en las que canta Margarita, porque son de una delicada expresividad, de una enorme piedad hacia la muchacha, quizás más piedad que la que mostró el consejero palaciego Goethe, del cual sabemos que en ejercicio de su cargo firmó una sentencia de muerte en un caso parecido al de la Gretchen primera, luego mejor llamada Margarita. No es por estar ahora frente a este cuadro, sino que mi preferencia por este tema y esta ópera viene de mucho antes, como se puede ver.

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