Por una pequeña y venial corruptela pudimos ver, fuera de su horario de visitas turísticas, la mezquita de Mulay Ismail en la ciudad de Meknés. El guía nos aseguró que aquella excepción sólo había sido hecha con ciertos legendarios artistas de Hollywood. Con toda seguridad, sería mentira, pero el propio hecho de que te mientan por halagarte ya es en sí mismo un halago. Como fuera la cosa en realidad, reconozcamos lo excepcional: entramos en el silencio de una mezquita pequeña, recoleta, pulcra, a la hora sagrada del atardecer. La mezquita era de una belleza sobria y elegante, hecha más de vacíos que de objetos bellos. Ningún sentido se veía allí privilegiado sobre otro, como no fuera un sexto sentido oculto hasta entonces y que allí se descubría, una mezcla de espiritualidad y sensualismo.
La mezquita de Mulay Ismail, ese edificio modesto y sobrio en la magnificencia de la ciudad imperial, es una de las pocas abiertas a los infieles, es decir, a los más infieles de los infieles, los turistas. Es así porque no está destinada a la oración, sino que es un mausoleo y no precisamente de un hombre santo, a pesar del título que precede al nombre. Mulay Ismail fue un califa marcado como uno de los más crueles y tiránicos en la historia del Magreb. Su tumba, en la penumbra, abierta al patio de tejadillos verdes, no se distingue por nada especial de las tumbas de otros califas, si no fuera porque las paredes que la rodean muestran algo insólito en semejantes lugares: una colección de relojes de péndulo, todos en funcionamiento desde hace dos siglos. Incansables. Acompasados. Mulay Ismail descansa, no sabemos si en paz, marcando su sueño eterno al compás de una veintena de relojes de pared del siglo dieciocho de la era cristiana, los ingenios más avanzados de su época, realizados por sabias manos europeas, todos ellos regalo de otro déspota, éste ilustrado, Luis XIV, rey de Francia. Nadie puede dudar de que el hecho da para muchas reflexiones, entre otras, de cariz filosófico, como considerar la paradoja caprichosa del tirano de acompasar la eternidad de la muerte con el ir y venir incansable de los péndulos. El Tiempo. Pero no es lo filosófico, ni lo elegíaco, ni lo simbólico, ni siquiera lo indudablemente poético del caso, sino lo que de histórico y lo que se puede decir del pasado y del futuro, lo que nos hace ahora pensar.
Mulay Ismail, ya lo sabemos, fue un tiránico y cruel califa, pero ilustrado, aunque algo menos que su contemporáneo y amigo rey francés, el cual lo tuvo diplomáticamente contento con meterse poco en sus asuntos y con hacerle estupendos regalos. El califa magrebí se perecía por los inventos europeos de su siglo, pero no precisamente por aquellos que afectaban a la producción agrícola, artesanal e industrial, que ya empezaban a asomar la cabeza en Occidente, sino por los autómatas, tan propios de la época, por los juguetes mecánicos y por los relojes. A Luis XIV también le gustaban. Y ambos monarcas entretenían sus escasos ratos de ocio entre cabezas cortadas, intrigas políticas y diplomáticas, torturas y demás cosas del gusto de los tiranos, con este tipo de fruslerías. Para Mulay Ismail todo aquello era la maravilla, la fascinación. Como ya sabemos, para el monarca francés también, sólo que en su caso autómatas, relojes y otras lúdicas maquinarias eran los antecedentes de una lenta revolución que vendría más tarde. Primero una revolución intelectual, ética y cultural: la Ilustración. Luego, otra de carácter económico y social: la Revolución Industrial. Luis XIV no vio ninguna de las dos revoluciones, naturalmente, pero el mantenimiento de las estructuras feudales, con un dominio exclusivo de la aristocracia y de la Iglesia, ambas corruptas y decadentes, más esa revolución ética y cultural que fue la Ilustración, llevaron a su nieto Luis XVI a la guillotina para que una pujante clase social, la burguesía, lo que hoy llamamos clases medias, alcanzara sus derechos. Y de esta revolución, que fue, ésta sí, sangrienta, la Revolución Francesa, partió todo un concepto de la vida social y política que marcan el desarrollo del mundo occidental, la mayoría de las veces por desgracia más como una constante aspiración, más como un ideal a conseguir que como una realidad. La base sobre la que se asentó aquel nuevo concepto vital y político era, por decirlo simplemente, un acuerdo de mínimos por el cual todos los seres humanos tenían que ser considerados iguales ante la ley y en derechos, sin consideración de origen ni nacimiento. Incluidas, naturalmente, las mujeres, aunque en principio los padres de la Ilustración no contaran con ellas; para su sorpresa patriarcal, la liberación femenina era una consecuencia lógica e indeseada de ese acuerdo de mínimos concebido por un grupo de hombres. Ni para el pueblo en general, ni para las clases medias, ni para las mujeres, ni en realidad para nadie, ha sido ni es un camino fácil la defensa de ese convenio que se concretó en la Declaración de Derechos Humanos casi un siglo después de la Ilustración. A cada momento y en todos los lugares, y especialmente en estos momentos actuales, los derechos humanos son violados o están en peligro de serlo, porque la solidaridad y la democracia son construcciones culturales muy recientes en la historia de la Humanidad, un fruto del intelecto y de la sensibilidad, de la consideración del otro como un igual, de la razón en definitiva, mientras que el abuso, la dominación, el deseo de usar la fuerza bruta, son sentimientos ancestrales, no sometidos a reflexión, a los que muy fácilmente se apela por gobiernos y colectivos para fines económicos y de poder. La barbarie se defiende ella sola. La democracia, la igualdad, los derechos humanos, hijos todos de la razón, son frágiles, hay que defenderlos palmo a palmo, día a día, y sin el recurso de la fuerza ni de la violencia, sino sólo acudiendo a la fuente de la que nacieron: el diálogo, la reflexión, la razón.
El estado feudal de Mulay Ismail se mantuvo mucho después de que guillotinaran al nieto de Luis XIV. Pervivió soterrado bajo las capas lúdicas de Ilustración, bajo el colonialismo y la independencia. Se mantiene aún, nos guste o no admitirlo, en las políticas corruptas del Magreb, en una extraña alianza entre la teocracia, la intriga palaciega y las leyes, modos y tecnologías occidentales. La Ilustración nunca llegó a este pueblo noble, trabajador, familiar, espiritual y sensual como sus mezquitas. Tampoco apenas les llegó la Revolución Industrial, sino en forma de colonialismo y explotación abusiva.
Hoy en día los descendientes de aquellos súbditos de Mulay Ismail vienen al mundo occidental llenos de esperanza de futuro para ellos y para sus hijos e hijas. Traen sus buenas cosas y también lastres de un pasado que nunca puso la igualdad y la democracia como horizonte. De pronto tienen que entender y asimilar el acuerdo de mínimos para desarrollar su vida aquí, para el trato de sus mujeres y de sus hijas, para la adquisición de una cultura diferente, para la educación y para la sanidad. Aquí se lo exigimos como previo, como si para nosotros fuera carta de naturaleza y no adquisición lenta e histórica. Consideramos importante que lo hagan. Y lo es, tendremos que reconocerlo. Pero a la vez cómo podremos explicarles que el acuerdo que tienen que asimilar y practicar los excluye en la mayoría de los casos, que la barbarie ancestral y el afán de dominación y abuso están por encima de los derechos que para nuestro orden social hemos instituido.
Por el momento los poderes públicos actúan con ellos como Mulay Ismail y Luis XIV. A los poderes públicos magrebíes les regalamos autómatas, juguetes y relojes, tecnología barata, en definitiva nada serio. A sus hijos los dejamos morir en el mar, los explotamos como ilegales -¿alguna persona es ilegal?-, los detenemos sin pruebas ni fundamento alguno, los tenemos bajo sospecha y, en general, los apartamos y marginamos bajo la propagación insidiosa de ideas xenófobas desde el mismo centro del poder, bajo la promulgación de leyes absolutamente injustas e insolidarias. ¿Quién se atreve ahora a decir que nuestro sistema y modo de vida es un espléndido hijo de la Ilustración?
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