11/23/2006

TAUROMAQUIA

Si los mexicanos fueran un pueblo verdaderamente tradicional, obrando según ese carácter y modo de ser, conservarían algunas tradiciones que, irremediablemente, han dejado perderse. Lo mismo podríamos decir de los hondureños, de los guatemaltecos, y posiblemente de los peruanos. Es una verdadera lástima que se haya perdido algo tan hermoso, solemne, trágico y ancestral como los sacrificios humanos. Según cuentan los antropólogos, era un magnífico espectáculo, emotivo y apasionado a más no poder, grandioso. Pero llegó la civilización, otra diferente, otro modo de ver las cosas, una sensibilidad pacata y poco recia, poco tradicional, y consiguió que esa tradición se perdiera.

Si nos remontamos algo más atrás en el tiempo, ¿no era también una fundada tradición la de comerse, crudos o someramente cocinados, a los enemigos que se capturaban en “legítima” guerra? Fue una verdadera pérdida cultural el que cierta evolución, quizás ligada a una mayor astucia del vencedor, convirtiera a los enemigos en esclavos en vez de convertirlos en menú. A la sórdida superstición de creer que comiéndole los higadillos uno se apoderaba de la fuerza del enemigo, la sustituyó otra más racional, que uno podía apoderarse mucho mejor de su fuerza si lo ponía a trabajar. Un paso evolutivo que hizo que se perdiera otra ancestral tradición.

Comprenderá quien esto lea, cuando salga de su perplejidad, que quien escribe no es partidaria en absoluto ni de los sacrificios humanos ni del canibalismo, y que en todo lo dicho anteriormente subyace en realidad una amarga ironía. Y no precisamente esa amargura es porque se pierdan ciertas sangrientas tradiciones, sino por todo lo contrario, es decir, por la conservación de algunas de ellas que, pese a no sacrificar seres humanos, siguen siendo bárbaras y crueles.

Aparte la violencia ejercida contra las personas, que es mucha, variada y extendida por prácticamente toda la faz de la tierra, “disfrutamos” de otras tradiciones violentas: las que se fundan en el sufrimiento de los animales. Es cierto que una larga tradición religiosa pone para buena parte de la humanidad a los animales como utilidades concedidas al hombre por la divinidad, pero creo recordar que en ningún caso esas utilidades se extendían a la diversión o al abuso. Vamos a dejar a un lado, que ya tendrá su hora de reflexión, la acendrada costumbre de comernos los animales o de hacerles trabajar para nosotros innoblemente, porque más grave aún es la diversión pública, consentida por todas las leyes y bendecida por la tradición, que tiene por objeto el sufrimiento de un animal para lucimiento de unos hombres y la diversión de otros. Un grado avanzado de civilización, una sociedad culta y sensible, no puede permitirse semejantes acciones. Pero se permiten. Y se animan, y se exaltan, y los periódicos le dedican secciones.

Los que defienden la tauromaquia alegan razones de tres clases para su mantenimiento: la razón estética, la conservación de una especie –la del toro de lidia, que es una especie de creación humana, artificial– y la sacrosanta tradición. Ninguna de las tres razones tiene un verdadero fundamento, y puede sospecharse que las tres son racionalizaciones de mala fe para justificar un gusto por el dolor ajeno y la violencia. Ninguna de ellas hace legítima éticamente la tauromaquia en cualquiera de sus formas, sea en una plaza, sea en fiestas de pueblo, como los toros de fuego de Soria u otras variantes igualmente crueles.

La razón estética no legitima nada, porque la belleza –si esta mal llamada fiesta la tiene, que eso es cosa de gustos y no de justos– no puede de ningún modo justificar la crueldad, el regodeo salvaje en la tortura ritualizada de un pobre animal, un mamífero superior, con cerebro y sistema nervioso, con las únicas defensas que le da la naturaleza, su instinto, sus cuernos y su fuerza, frente a la inteligencia y las malas artes del hombre.

La segunda razón, la conservacionista, es pura hipocresía. A quienes les gusta semejante espectáculo, por lo general, les importa bien poco la conservación de la fauna, y sí solamente la de esa especie en concreto. Es más, podría caber la sospecha de que estos aficionados sean también partidarios de la caza deportiva, de zorros o de otras especies, que se cazan sin necesidad ninguna, y, más aún, que también consideren la guerra una actividad necesaria para el hombre, lo cual les hace ser bastante indiferentes a la conservación de las especies, incluida la humana.

La tercera razón no tiene ninguna defensa ni razonamiento posible; se cae por sí sola cuando consideramos ciertas tradiciones perdidas, por fortuna, como los sacrificios humanos y el canibalismo. De una tradición como la esclavitud no me atrevo a decir que sea una tradición perdida, más que nada porque miro para el lado de los proxenetas y de los patronos sin escrúpulos.

Como en otras cuestiones, cambiar la sensibilidad social respecto a la crueldad contra los animales, cuya expresión pública máxima es la tauromaquia, no es cosa de unos años ni de una ley. Al menos una o dos generaciones, siendo muy optimistas y poniendo todos los esfuerzos, podría constar su erradicación, como enfermedad social que es. Harían falta leyes, sí, pero no sólo leyes, sino también educación y difusión social de campañas que crearan la sensibilidad y la conciencia necesaria. Y además buscarles otros negocios igualmente lucrativos a los empresarios taurinos, a los criadores de toros y a los nuevos gladiadores, los toreros y sus cuadrillas. ¿O es que nos vamos a caer a estas alturas de un guindo con la cuestión económica que subyace bajo todo planteamiento estético y pseudo–ético? Que se lo digan a Rumsfeld.