10/30/2008

"El Lobo", un cuento de aparecidos

"Pues le diré a usted... Creerá, quizás con buena lógica, que un sacerdote es la persona que más justamente puede creer en las apariciones. Si uno cree en Dios, como yo creo, y tiene la certeza de que el alma pervive tras la muerte física, el paso más importante para creer en la comunicación entre los mundos ya está dado. Quiero decir que, ante el enorme milagro de tener fe en estas cosas no demostrables por la razón, creer ya en las consecuencias menores y no totalmente necesarias de ello, carece de importancia. Las autoridades eclesiásticas son, sin embargo, muy suspicaces y reservadas en estos asuntos, y suelen considerarlas fruto de la superstición popular. Yo digo que tienen su base en el intenso deseo de las personas sencillas de obtener una confirmación en su fe...¿Cómo le diría?...El instinto que nos proporciona el terror ante la muerte nos inclina a confiar en que sea sólo un tránsito hacia otra vida. Yo lo creo sincera y profundamente, pero las personas sencillas, ya le digo, necesitan quizás de un testimonio que les asegure. Y de ese deseo, tan comprensible, puede que nazcan la mayoría de las historias de aparecidos. Le voy a confesar algo: un cura tiene las mismas posibilidades de creer en tales cosas que un hombre de ciencia o que una persona medianamente razonable. Dirá usted entonces por qué razón le he dicho que yo podía darle un fundamento a esa creencia. Si lo piensa usted bien, yo no le he dicho exactamente eso. Solamente le he asegurado que podía contarle, con mis modestas palabras, un caso real en el que yo fui protagonista. No el principal, desde luego. El principal era otro, y creo que nunca volverá para certificarlo. Que usted lo crea o no lo crea, será, como para mí mismo, una simple cuestión de fe. Sólo le puedo decir que cuando yo lo consulté con el obispo de mi diócesis, después de un largo tiempo de duda y de tribulación, me resumió su pensamiento con estas palabras, más o menos, porque mi memoria no es tan buena como para acordarme de las palabras textuales. Me dijo: "Hijo mío, debes considerar que nuestra mente es débil, que el caso ocurrió en medio de una noche intempestiva, que tú venías cansado y preocupado por el asunto de tu padre... Bien pudo ser una alucinación. Ese documento, que parece demostrar la realidad del caso, bien pudo llegar a tu poder por un camino mucho más normal que tu conciencia no quiere reconocer. En todo caso, sólo Dios lo sabe, pero, ya que lo nombramos, te puedo decir que siempre te quedará la última duda. El poder de Dios es infinito. Si Lázaro salió vivo de la corrupción y el cuerpo no es sino la máquina inservible y descompuesta, ¿por qué no creer que la fuerza que la movía se manifieste, con el permiso o incluso con la orden expresa de su creador?" Y le juro a usted que desde entonces no me atormenté más y, permítame que le diga, lo consideré una razón adicional para afirmar mi creencia, que ya de por sí era bastante firme. Mi aprensión inicial se convirtió en una prueba íntima y definitiva de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma.

Y ahora paso a contarle el caso, que, cuando menos, le resultará entretenido. Pues verá, yo era entonces muy joven. Acababa de cumplir los veinte años. Desde los catorce estudiaba en el Seminario de la capital. Mi carrera eclesiástica no ha sido gloriosa, desde luego. Toda mi vida he sido solamente un modesto cura de pueblo, un párroco de aldea, pero para mí ha sido suficiente, a veces pienso que más que suficiente. Quizás ni lo merezco. Sin embargo, si usted no lo toma como prueba de soberbia, le diré que fui un brillante bachiller y un muy prometedor estudiante de Teología. Pero llegar a serlo me costó mucho trabajo y, sobre todo, muchas discusiones familiares. Mi padre, que en gloria esté, era un labrador de buen pasar en el Campo de Cartagena. Tenía una extensa tierra de secano, algo menos de regadío, y dos casas de labranza, una de las cuales ocupábamos la familia. Con el mayor desahogo podía darme estudios por su cuenta, pero eso era algo que no entraba en su dura mollera de labrador. Ya en la escuela de primeras letras, el maestro se lo propuso y su consejo fue secundado por el cura, pero él decía siempre que tiempo habría para pensarlo, que yo era aún un comino. Cuando cumplí los catorce años y yo mismo le pedí que me permitiera estudiar, él empezó a resignarse, pensando que quería ser médico. Estudiar para médico le parecía más o menos razonable; le veía una utilidad, además de un prestigio digno de su sacrificio. Pero cuando le dije que lo que yo quería ser era cura, estalló la crisis familiar. Las mujeres me apoyaban, así como las fuerzas vivas del pueblo, o sea, el cura y el maestro. El pedáneo y los compadres del pueblo se pusieron de parte de mi padre, porque pensaban razonablemente que siendo cura no me iba a ocupar de las tierras, mientras que siendo médico pondría arrendados que las llevaran y las mejoraría mucho. Ya ve usted, a ninguno se le ocurrió la posibilidad de que me hiciera ingeniero agrónomo, que hubiera sido lo suyo. Cabezas cerradas...

Yo había sido hasta entonces muy feliz, lo que se dice un chiquillo del campo, sin complicaciones de ninguna clase. Me había hecho un mozo robusto, así que cuando mi padre, en plena rabieta por mi vocación, me miraba de arriba abajo y se detenía en el negro bozo que ya me cubría el labio superior, meneaba la cabeza con tristeza y decía: "Válgame, un tío tan grande con faldetas..." Sabe usted, me sorprendió mucho aquel revuelo en torno a mi persona, aquel tomar partido los mayores, aquellos cuchicheos de las mujeres... Finalmente, mi padre cedió. Fue un día a la parroquia y muy secamente le dijo al cura que podía ir preparándolo todo, que quería que su zagal fuera cura. Cuando al fin, un día de octubre, me puso en el autobús de Murcia, con una maleta de cartón y un cestillo de comida que mi madre me había preparado, fue la única vez en mi vida que lo vi llorar, aunque hizo el disimulo lo mejor que pudo.

Hice el bachiller de la Iglesia con excelentes notas. Mis tías y mi madre estaban muy orgullosas; no puede usted imaginar qué chaquetas y qué chalecos me tejían para que no pasara frío en el Seminario. También mi padre se contagió algo y, siempre con cierta reserva viril, empezó a pavonearse por el pueblo de su "Curica", como solía llamarme. Cuando empecé los estudios de Teología, me miraba ya hasta con respeto y con frecuencia me consultaba sus problemas y sus decisiones de pequeño terrateniente. Yo solía pasar con ellos las vacaciones de rigor y algún domingo suelto entre vacaciones, cuando mis estudios me lo permitían. Mi padre era aún joven, rebasaba por poco los cincuenta, pero parecía mucho más viejo y su salud no era muy buena. Mi madre tampoco andaba muy derecha. Me preocupaba de ellos y procuraba solucionarles todo lo que podía; por ejemplo, algo que estaba a mi alcance era tomar a mi cargo todos los asuntos legales que tenían que resolver en la capital.

La semana en la que ocurrió el caso, creo que fue la última del mes de febrero, fue para mí especialmente ajetreada. En esos cinco días, de lunes a viernes, tenía que realizar cinco exámenes muy duros, y además tratar con un abogado cierto asunto de lindes de una de las tierras de mi padre. Conseguí permiso del Rector para salir en las horas acordadas, con la condición de no descuidar mis estudios y no faltar a ninguno de los exámenes. Anduve como un loco toda la semana entre los dos extremos. Perdone si le parece una blasfemia, pero en el último examen ya no sabía si estaba hablando de Dios o de mojones.

El litigio de las lindes era una vieja disputa que venía de tiempos de mi abuelo. Herencias, abandonos, líos familiares, leyes caducas, todo se mezclaba para que aquello fuera un verdadero galimatías legal. Nuestro abogado, quiero decir, el de mi padre, decía que tenía la razón su defendido y, según lo que me explicó, yo también estaba convencido de la cosa, pero, claro, éramos parte interesada. Lo mismo, digo yo, pensarían los de la otra parte. Por mí, le diré que tenía más un interés afectivo que material, si le he de ser sincero.

Como le iba diciendo, cuando llegó el viernes de aquella semana, yo no podía tirar de mi cuerpo ni de mi alma. Conseguí permiso para irme al pueblo y pasar allí el sábado y el domingo. A las seis de la tarde terminé un comentario extenuante sobre San Agustín, precisamente sobre la parte de las "Confesiones" en que comenta la figura de su padre. Ya ve usted, venía muy al caso. A las siete, después de prepararme un hatillo para los dos días de asueto, pasé por el despacho del abogado, el cual me entregó un fajo de documentos para que mi padre los cotejara con otros que tenía en su poder. A las siete y media salía el coche de línea para mi pueblo y la parada estaba en la otra punta de la ciudad. Por suerte, la ciudad entonces no era tan grande como ahora. Pero después de aquella semana agotadora, lo único que me faltaba era una buena carrera con el enredo de los faldones de la sotana. Llegué sin resuello y apenas se puso en marcha, entre el ronroneo del motor y la oscuridad, me quedé dormido como un bendito. El revisor, que me conocía ya por las muchas veces que hacía ese trayecto, no me dejó seguir viaje dormido hasta Cartagena y me zarandeó bien para que me bajara en mi pueblo. Medio atontado, ese punto lo reconozco, bajé del coche con mi hatillo en una mano y el fajo de documentos atado con cintas rojas de algodón bajo el brazo. Hacía una noche de perros. Ya sabe usted cómo las gasta el viento en mi tierra. Llovía muy poco, pero el viento traía y llevaba las gotas de un lado para otro en el mayor desorden. Yo no llevaba paraguas ni mano en que llevarlo, pero era lo mismo; para una lluvia semejante, un paraguas era un juguete. Me detuve un momento y me subí el cuello del sobretodo. No había ni un alma en la calle. Debía de haber llovido lo suyo porque aquello era un verdadero barrizal. Entonces eran pocas las calles que estaban empedradas, y menos aún las asfaltadas. Tampoco la iluminación de los pueblos era como ahora. Cuatro miserables bombillas en algunas esquinas del pueblo, algunas puestas por los mismos vecinos, daban una luz amarillenta y raquítica, apenas suficiente para no descalabrarse o hundirse en aquellos barrizales. La casa de mis padres quedaba a las afueras del pueblo; era una casa de labranza, ya le dije, a mano izquierda del apeadero del tren,–sabe usted, siempre me ha gustado el tren, lo que más me gusta para mis escasos viajes, pero los horarios me venían muy mal- y un poco más allá, a un kilómetro más o menos, estaba el Cementerio. Gracias a Dios no tenía que pasar por sus cercanías en una noche semejante. La juventud es impresionable. Ahora, para ser sincero, preferiría antes pasar por el Cementerio que por ciertas calles de mi pueblo. Siempre he dicho que son más de temer los vivos que los muertos... Pero entonces, hágase cargo... En fin, desde la plaza donde el coche me había dejado, tomé mi camino, pasando callejuelas oscuras y embarradas. Temblaba de frío y no deseaba otra cosa que llegar cuanto antes a mi casa. Me esperaba el fuego del hogar y una cena caliente. Entonces, al doblar una esquina, casi ya a la salida del pueblo, tropecé con un hombre. A decir verdad, no tropecé con él, sino que su figura, muy cerca de mí, me hizo pararme en seco. Apenas susurré un buenas noches, intentando averiguar quién era el vecino que me cortaba el paso. Miré su cara entre las sombras y no podía creer lo que entreveía. Volví a mirarlo de arriba abajo, con su viejo gabán grisáceo y su sombrero de ala corta, como los que suelen llevar los campesinos de la zona. La piel curtida del labrador, al reflejo de una triste bombilla, parecía ahora cerúlea y los labios lívidos. No podía equivocarme. Era el Lobo. Así llamaban al hombre que tenía el pleito sobre las lindes con mi padre. Ni con él ni con su familia teníamos ningún trato, ni tan siquiera el saludo. Pero yo era un futuro sacerdote y, naturalmente, un buen cristiano. Lo confieso sinceramente, mi caridad no me daba entonces para amarlo, pero sí para saludarlo y preguntarle si quería algo. También reconozco que me sentía un poco atemorizado; a veces los apodos de los pueblos son una mera herencia, pero en este caso el portador del apodo "Lobo" había confirmado con su carácter lo que había recibido de sus abuelos: era un hombre muy violento. Pero me extendió la mano como en señal de buena voluntad. Vacilé un momento. No podía responder de inmediato a su gesto. Pasé como pude el fajo de documentos al otro brazo y apreté su mano de campesino, que estaba helada como un carámbano.

–La paz sea contigo–dijo. Un extraño saludo, ¿no le parece? No es así, ni mucho menos, como se saludan los hombres del campo. No puede hacerse usted idea del frío y de la destemplanza de aquella noche. Yo temblaba y él mantenía mi mano en la suya como si fuera una tabla de salvación. Al fin me libró del apretón y volví a preguntarle si quería algo de mí. Sin contestar, sacó un papel del bolsillo de su gabán y lo puso en mi mano trémula. Se arrancó a decir estas palabras:

–Por favor, muchacho –arrastraba las sílabas con gran dificultad, como si le faltara aire en cada golpe de voz–, por favor... entrégale esto a tu padre y pídele que me perdone, como yo lo he perdonado a él.

Yo iba a decirle que no había nada que perdonar y otras cosas de buen cristiano, cuando el Lobo se dio la vuelta y desapareció entre las sombras de la calle. Cuando dejé de oír sus pisadas, salí de mi estupor y miré el papel doblado. Lo abrí y pude ver a malas penas que estaba escrito por una cara, pero era imposible leerlo allí. Lo guardé en el bolsillo y entonces, ya a toda prisa, me dirigí a casa de mi padre. El miedo, la curiosidad, el frío y el deseo de contar mi extraño encuentro con el Lobo, me empujaban.

Fui recibido como siempre. Mi madre tenía un fuerte catarro y mi padre estaba que no vivía con el reúma, pero no me faltaron abrazos, besos y atenciones de todas las clases. Cuando me cambié de ropa y estuve listo para sentarme a la mesa, puse delante de mi padre el fajo de documentos y, sobre ellos, el papel que el Lobo me había entregado para él. Mi padre rebuscó en los bolsillos de su chaleco las gafas de cerca y se las puso. Comenzó a leer en voz alta, echando la cabeza hacia atrás, en un gesto que le había visto hacer muchas veces. Pero, apenas pronunció las tres primeras, cuando se detuvo y recorrió las líneas en silencio, con mirada rápida. Luego me miró atónito.

-¿Te ha dado esto el abogado?–dijo.

–No, el abogado no. Ha sido el mismo Lobo.

-¿Es que ha ido a la capital el Lobo? ¿Al Seminario? Pero... cuándo? Esto es imposible.

-Por qué va a ser imposible?–dije yo– Me lo ha dado aquí, esta misma noche. Me lo he encontrado cuando venía para acá...

–Pero es que aquí dice que renuncia a todo lo del pleito y que puedo dar la linde que quiera...

–Bueno, mucho mejor. Lo mismo se ha cansado de tanta historia.

–Mira, hijo mío, no es posible que te lo haya dado esta noche, no es posible... Porque al Lobo lo enterraron ayer tarde.

Yo, que empezaba a llevarme una cucharada de sopa a la boca en ese mismo momento, dejé caer la cuchara y no pude volver a decir palabra. En ese momento volvía mi madre de la cocina con una fuente en la mano.

–Sabes la novedad?–venía diciendo– Se ha muerto el Lobo, Dios lo haya perdonado. Después de todo, pobre hombre. Lo aplastó su propio carro cuando estaba sacándolo del barro. Un varal le partió el pecho.

De pronto, mi madre se dio cuenta de la cara que yo tenía y acudió asustada a dejar la fuente en la mesa y a tocarme la frente, preguntando qué me pasaba. Entonces mi padre le extendió el papel del Lobo y le explicó el encuentro que yo decía haber tenido aquella noche.

-Qué quiere usted que le diga sobre la realidad de esta historia? Sólo sé que yo pasé la peor temporada de mi vida. Cómo me verían, que el Rector me concedió un mes de permiso por enfermedad nerviosa. Consulté a médicos y a sacerdotes de mi confianza. Todos me venían a decir lo mismo, cada uno a su manera y desde su punto de vista. Que el cansancio, la oscuridad y lo intempestivo de la noche me habían engañado. Que quizás el documento aquel llegó a mi bolsillo de otro modo cualquiera que yo no había advertido, o que yo había olvidado, o que yo no quería reconocer. Más o menos lo mismo me dijo el Obispo, como antes le he dicho, pero añadió algunas cosas que me salvaron definitivamente de la tormenta en la que estaba. Me libré de la obsesión y reafirmé mi fe. Esto respecto al mundo espiritual. Respecto al terrenal, le diré que el documento levantó razonables suspicacias entre los herederos del Lobo. Le confieso que yo, en el caso de ellos, también las hubiera tenido. Sin embargo, las pruebas periciales de los grafólogos confirmaron que el documento había sido escrito, fechado y firmado por el Lobo. La fecha era de un día antes de su muerte. Cuándo había sido escrito en realidad y cómo había llegado a mis manos, era algo que no tenía ninguna demostración. Yo insistía en mis primeras declaraciones y nadie me creía, naturalmente. ¿Cómo podía demostrar yo que me había sido entregado aquella noche, casi dos días después de su muerte, por el propio Lobo? Eso queda para mi conciencia, sabe usted. Mi gente al menos siempre me creyó, y el pueblo, una vez más, se dividió en opiniones, los que se lo creían y los que no, pero ya sabe usted cómo son los pueblos.

¿El pleito...? Ah, sí. No cambió mucho la cosa. Los herederos ignoraron aquella póstuma voluntad de su padre y la cosa siguió adelante, amontonando cada año más legajos. Hasta que murió mi madre, tres años después del fallecimiento de mi padre, que en paz descansen los dos. Mi hermana y yo, junto con mi cuñado, que es un buen hombre y muy pacífico, decidimos que ya estaba bien de gastar dinero en abogados y presencia de ánimo con los Lobos, de modo que hicimos un documento dejando los límites donde ellos querían, aunque nos perjudicáramos en un acceso a la finca y en una toma de agua que nos podía haber ampliado la zona de regadío. Como nosotros estábamos bien vivos, la decisión fue aceptada de inmediato. Los Lobos van diciendo por ahí que al fin habíamos reconocido que su familia tenía razón y que nos había salido mal el engaño de la aparición. Hay que hacer oídos sordos a las malas palabras de esta gente. Lo que importa es que estamos mucho más tranquilos. Así quedó zanjada la cuestión para siempre... Espero."