12/30/2008

EL ZAPATERO


La calle del Val de San Juan no estaba precisamente en el mismo corazón de la ciudad, pero debía de ser una pequeña válvula muy importante en las cercanías de la víscera urbana. Lo que sí estaba claro es que pertenecía al llamado casco antiguo, a pesar de lo cual había sufrido algún mordisco de la modernidad, no demasiado crudo, la verdad, pues seguía siendo estrecha y penumbrosa. Como todo el barrio en que se encontraba, la calle tenía un aire pueblerino; sus edificios no eran de más de cuatro plantas y en los bajos de las viviendas regentaban sus modestos negocios comerciantes de toda la vida.

Cuando Felicitas dio su primera vuelta por el Val de San Juan, con conciencia de que aquella iba a ser su calle por muchos años, comprobó con mucha alegría que había un estanco, lo que le venía muy bien por ser fumadora impenitente y olvidadiza; una mercería, que también era cosa de su gusto, aunque no tuviera especiales habilidades con hilos y agujas; un persianero tradicional, que ni le iba ni le venía, pero que le pareció cosa muy buena en un barrio, al igual que un tapicero, que también había uno. Lo que más le gustó de todo fue ver que entre el estanco y la persianería tenía su taller un zapatero remendón. Ese fue el hallazgo de los hallazgos, porque a Felicitas le gustaban los zapatos. Nada tiene de extraordinario, ni nadie lo considera así, que se sepa, que los seres humanos hayan creado algo tan inteligente y práctico como los zapatos, ya que, no teniendo pezuñas ni zarpas, algo tenían que inventar para sus delicados pies si es que querían recorrer la tierra, y al efecto no hay nada más que ver cómo los animales nacen con sus extremidades protegidas y listas par caminar, correr, trotar y retozar por el mundo, mientras que nuestras crías nacen con unos piececillos sonrosados y finos, como si fueran a caminar toda su vida sobre nubes de algodón o sobre alfombras de terciopelo. Así que nada hay de sorprendente en el invento de los zapatos, sobre todo en un ser tan industrioso e inquieto como el humano. Pero ¡qué le vamos a hacer!, cada cual elige sus admiraciones, y fascinarse con un hecho tan cotidiano y común es fácil cuando se observa con atención el objeto. Felicitas había desarrollado esa fascinación por los zapatos. Viendo que había un zapatero remendón tan cerca de su casa, se quedó encantada y soñó con los montones de arreglos que aquel hombre podía hacer para los montones de pares que tenía.

Se acababa de mudar a su nueva casa en la calle del val de San Juan, la cual estaba hecha una verdadera tremolina de cajas y maletas, con la ropa de uso inmediato sobre una cama, y estaba a la espera de varios profesionales que le instalaran muebles y aparatos diversos, poniendo por fin la casa en orden y funcionamiento. Entonces ella hizo una cosa muy propia de su carácter: agobiada por la infinidad de tareas grandes, pequeñas y medianas que tenía que llevar a cabo para procurarse una vida cotidiana más o menos cómoda, sin una decisión razonable, sólo por un impulso sin fundamento, comenzó por lo menos necesario, es decir, por asegurarse la comodidad de sus pies y el capricho de disponer del mayor número de pares de zapatos. Hizo varios montones con las cajas, que eran numerosas, porque Felicitas era capaz de desprenderse de muchas cosas en la vida, pero muy difícilmente de un par de zapatos usados; primero los clasificó por estaciones: entretiempo, verano e invierno. Luego cada nuevo grupo por su estado general: necesitados de limpieza, de arreglos y en estado lamentable. Después comenzó a repasar par a par, considerando si estarían tan estropeados como para hacerse la violencia de tirarlos; si estaban lo bastante pasados de moda como para elevarlos al limbo del trastero, hasta que lograran la gloria con una resurrección de esa misma moda años más tarde, o una parodia de vida eterna en un museo de usos y costumbres; si no siendo viejos ni pasados de moda, pudieran tener sólo necesidad de una limpieza a fondo o de una reparación que los dejara en buen uso, los ponía en un montón distinto. Pasadas dos horas de clasificación, sólo había logrado hacer el duelo por dos pares. Seis pares fueron a parar al trastero, cuatro a la sección limpieza y cinco quedaron para su reparación. Los demás estaban en perfecto uso. Dos conclusiones: tenía que comprarse zapatos nuevos y ya tenía trabajo para darle al zapatero de su calle. Pero ahí no acabaron sus tareas; aún le quedaba encontrar el lugar adecuado para guardarlos, bien clasificados por temporadas y usos. Eso le llevó su tiempo y su trabajo. Así que cuando alguien le preguntaba: “¿Qué tal llevas tu nueva casa?”, ella respondía con gesto de cansancio: “Es un lío, no te puedes imaginar. Ahora estoy ordenando los zapatos y no le veo el fin”. Naturalmente, para estupor del que le había preguntado.

En principio pensó que sólo llevaría al zapatero un par a ver qué tal lo hacía, pero luego se aventuró con dos pares: unas sandalias de verano y unos botines de invierno. Cogió las dos cajas –ella nunca tiraba las cajas– y se fue para el taller de su reciente vecino. Era el taller un espacio minúsculo ocupado casi en su totalidad por un gran banco de trabajo. Las paredes estaban cubiertas, de la mitad hacia abajo, por estanterías de madera protegidas con papel de estraza, y en ellas se alineaban zapatos de todo estilo, tamaño, temporada, forma y color. Muchos estaban solos, como viudos tristes, y allí parecían perder su sentido, o convertirse en la precaria y arrugada imagen del abandono; los que más pena daban a Felicitas eran los zapatos infantiles; los que habían sido depositados como par semejaban mensajes cifrados de la vida y andanzas de sus dueños.

La tienda olía a cuero y a betún. Sobre la mesa se encontraban en relativo orden las herramientas del zapatero –leznas, tenazas, agujas, ovillos de cordón, cola amarillenta, pequeños martillos y tijeras–, el cual las dominaba y tenía a su alcance desde su asiento tras la mesa. Era un hombre de algo más de cuarenta años, de cabeza grande, pelo ensortijado, muy corto, como pegado al cráneo, y cara encendida de colérico. Felicitas se fijó al punto en lo robusto que parecía, tenía una enorme anchura de hombros y brazos de forzudo; sus manos no iban a la zaga en tamaño y fortaleza. Eran unas manazas como jamones. Cuando cogió los zapatos que Felicitas le traía para examinarlos, ella se dio cuenta de que las tenía muy encallecidas, más de lo que era de esperar en su oficio. Al entrar sólo había dicho buenas tardes y él le había contestado secamente. No mediaron muchas más palabras; ella dejó las dos cajas sobre la mesa y él las abrió en silencio. Fue examinando zapato a zapato con calma y atención profesional. Tenía aquello su emoción. Era una espera tensa. El zapatero respiraba ruidosamente. Felicitas oía el aire salir y entrar por sus pulmones como por un fuelle viejo. Aquel hombre tenía bastante dificultad para respirar. No le quitaba ojo a los zapatos. Finalmente, dictó su diagnóstico: “A estos, medias suelas y tacones. A los otros, coserles las correas... Si acaso, le cambio los tacones”. A ella le pareció bien. Le dio su nombre: “Felicitas” y el zapatero escribió con tiza blanca en la suela algo así como “flita” y puso los dos pares en un hueco de la estantería sin levantarse de la silla.

–¿Cuándo paso a recogerlos?– preguntó Felicitas.

–Jueves o viernes–. Era lunes– ¿Vive usted cerca de aquí?

–Sí, muy cerca– dijo ella.

–Pues para el jueves por la tarde se pasa y si no están, el viernes.

Después de eso, Felicitas se quedó desconcertada por completo, porque tenía la sensación de haber concluido algo importante. Ya en su casa, se sentó en el único sillón disponible de su salón a pensar por dónde podría seguir. Y así se pasó su buen rato fumando y desechando tareas, hasta que se dijo, como la hermosa Escarlata, “mañana lo pensaré”.

El jueves por la tarde pasó por el zapatero. No estaban aún. Le dijo el hombre que faltaba algo, que estarían el viernes. Felicitas se sintió contrariada, pero sólo por costumbre de cliente. En realidad, no le desagradaba que se alargara un día más el plazo y la emoción.

El viernes empezaron a acudir los profesionales: carpinteros, electricistas, fontaneros. Su casa se convirtió en un zafarrancho del que quiso huir sin poder, porque los hombres la llamaban para consultas. Se ponía muy nerviosa cuando uno de estos empezaba: “Que digo yo que...”, porque a continuación ella tenía que decidir y tomar partido por una tuerca o un tornillo, un trozo de cañería o un azulejo. Cuando se fueron todos a media tarde, la casa parecía tener más sentido, pero aún estaba en desorden. Se sentó en una caja de madera y se fumó un cigarrillo aliviada. De pronto se acordó de sus zapatos. Bajó a toda prisa temiendo que el zapatero hubiera cerrado ya, pero no era así. Seguía en su taller como si la estuviera esperando. El hombre no le sonrió, sólo dijo secamente buenas tardes. Tenía los zapatos en sus cajas y las puso sobre el banco de trabajo, esperando que Felicitas las abriera, tal que si se tratara de un regalo. Cuando las abrió, se quedó deslumbrada: había hecho el arreglo perfecto, los había estirado, los había abrillantado y las suelas lucían un negro profundo de betún. Parecían nuevos, tersos, brillantes. Pero sólo lo parecían, y eso era lo que Felicitas apreciaba más: unos zapatos que manifestasen en ciertos detalles su historia sin perder su encanto ni verse abrumados por ella. Este zapatero compartía con ella esa idea, lo supo de inmediato, y había hecho un magnífico trabajo. A cambio le pidió una cantidad razonable de dinero que Felicitas le dio con mucho gusto. Al despedirse, el Zapatero le dijo: “Son unos zapatos de mucha calidad”. Nada más. Ella lo sabía y sonrió complacida.

Naturalmente, y en vista del éxito, al lunes siguiente le llevó el resto. En estos arreglos tardó algo más, pero el resultado fue el mismo. Consideró que aquel hombre tenía amor por los zapatos, como ella, y sintió no tener por el momento más pares que llevarle a reparar. Acechaba cada par que se ponía para encontrarle un roto o un descosido sin ninguna fortuna. Pasaron unos dos meses y su casa dejó de ser una vieja almoneda. Por fin lo tenía todo en un orden aceptable, dentro de lo que cabía, dado su carácter.

Una tarde, a última hora, se quedó sin cigarrillos. Se asomó al balcón a ver si estaba aún abierto el estanco y, viendo las puertas abiertas y luz dentro, bajó apresurada. Cuando salió del estanco, el Zapatero estaba cerrando sus puertas. Lo hacía con mucha dificultad, dejando una muleta apoyada en la pared y cerrando con la mano libre, primero un lado, luego otro, cambiando de mano y de muleta, hasta echar el cerrojo. Felicitas se detuvo tanto a mirarlo que de pronto se vio avergonzada como un crío maleducado y repasón. El hombre la miró, primero con cierto desafío, luego apuntando una media sonrisa, y le dijo buenas noches. En aquellas dos palabras convenientes había un mundo completo, la equivalencia de una terrible explicación pedida inoportunamente. Contestó Felicitas con otra media sonrisa y las mismas palabras. Se tuvo que ir, dándole la espalda al Zapatero. Había tenido tiempo de ver el aparataje de hierros que le mantenía apenas dos piernas débiles, cortas y sin articulaciones, y aquellos pies inconcebibles en dos botas informes, como pezuñas negras. Luego volvió la cabeza una vez más, concesión a su curiosidad, y lo vio subir a su coche con mucho trabajo, muletas sobre el capó, cambio de manos y lentos movimientos de gran prudencia y cuidado. Ahora recordaba que en la puerta había un disco municipal marcando el espacio de aparcamiento de un coche de minusválido. Ahora entendía muchas cosas sobre el Zapatero. Como era una sentimental, al llegar a su casa, se sentó en un sillón y encendió un cigarrillo; era su manera de llorar sólo un poco. En efecto, lloró un poco, tres o cuatro lágrimas le rodaron entre el humo del cigarrillo.

Cada vez que pasaba por la puerta del Zapatero, echaba una mirada rápida al interior; siempre estaba allí, con sus enormes espaldas, sus manazas y su cara congestionada, ocultas las piernas tras el banco de trabajo. Felicitas bajaba la cabeza tristemente.

Hasta que un día no estuvo allí. La puerta de tijera no se abrió esa mañana. Tampoco se abrió por la tarde, ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro. Al cabo de una semana, se atrevió a preguntar al estanquero.

–¿Es que han quitado la zapatería?–preguntó con esa impersonalidad, como si sólo le interesara por tener cerca un zapatero.

–Pues no creo que se vuelva a abrir, por desgracia–le dijo el estanquero, que era filósofo socarrón y pardo–. Por lo menos, no el mismo zapatero, creo yo.

–¿Le ha pasado algo o la ha quitado porque sí?–preguntó Felicitas.

–Pues le ha pasado lo que a todos nos espera al final, o sea, que se ha muerto el hombre.

–Pero era joven...

–Ya lo creo que lo era, muy joven, pero ya se sabe que lo mismo se muere un viejo que un crío... lo ingresaron la semana pasada y, nada, que se ha ido... La vida, vaya, que al final todos calvos...

Felicitas le dijo que lo sentía mucho, por el hombre mismo, que parecía buena persona, y porque era muy buen zapatero. El estanquero le dio la razón y añadió que había muerto de lo suyo y por su misma culpa, por ser un atascado, o sea, se había muerto de congestión cerebral, por lo de las piernas. No se veía a simple vista la relación, pero la había. Si el Zapatero hubiera consentido en ir en silla de ruedas, estaría vivo a lo mejor. Pero no quiso ir en silla de ruedas, hay gente muy tozuda. Felicitas lo comprendió. Ella, quizás, habría hecho lo mismo.

Al cabo de un mes, en el lugar del taller del Zapatero había una corsetería muy coqueta. Felicitas adoraba esas diminutas tiendas donde venden diminutos encajes y sutiles intimidades femeninas. También le gustaban, la verdad, pero no le había dedicado tanta observación. Le parecía algo más artificioso, menos lógico, que unos zapatos. Le costó varios meses decidirse a entrar. Cuando lo hizo, tuvo que encender un cigarrillo.

12/22/2008

POBRECITO CONEJO


El Víctor era un zagal de catorce años con cara de huertano simplón que vivía desde que le salieron los dientes con su abuela Josefa. La verdadera historia de por qué lo había criado su abuela viuda, Josefa la Bizca, seguramente la sabía todo el pueblo y, si no fue por desgraciada orfandad, tuvo que ser en su momento un buen escándalo entre la gente de aquella parte de la Huerta. El caso era que el Víctor no conocía más madre que su abuela ni más hogar que su modesta casa entre bancales de hortalizas y limoneros.

El muchacho era sano en general, y bien fuerte, por cierto, y aparte de ir a la escuela en su último año, sin rendimiento conocido, excepto leer y escribir de mala manera y hacer cuentas sencillas, le ayudaba a su abuela en el cuidado de los animales y del huerto.

Sin embargo, y a pesar de su aspecto saludable, en el mes de octubre en que acababa de cumplir los catorce años, se vio atacado por una invasión de malvados forúnculos que le salían sin avisar en cualquier sitio de su robusto cuerpo, pero preferentemente en sus partes más tiernas. Además, le iban saliendo uno tras otro, como esperando su turno, para que la criatura no se viera libre de ellos de una vez, de modo que durante tres meses tuvo que hacer muchas visitas al médico por la mañana y muchas curas de la practicante por la tarde. Su abuela lo acompañaba. Como un ánima en pena, entraba en la consulta y decía: “Nada, don Braulio, que le ha salido otro, y ahora en la rabadilla”, o en cualquier otro sitio inconveniente. El médico le recetaba antibióticos y ungüentos y lo mandaba a la practicante para las curas. A las seis de la tarde, ya estaba otra vez la abuela con su nieto penando en la consulta de la practicante: “Nada, Conchita, que le ha salido otro, y ya ves, hija, esta vez en la rabadilla”. Pues nada, Conchita, toda paciente y atenta, que lo era mucho, se empleaba en las curas del tremendo absceso dos veces a la semana hasta que se curaba, y al poco tiempo vuelta a empezar en el muslo, o en un sobaco, incluso en zonas aún más sensibles. Procuraba no hacerle mucho daño – ella tenía fama de ser delicada con estas cosas y de no hacer daño- pero el muchacho, de vez en cuando, pegaba unos alaridos que metían espanto. La abuela sufría lo indecible. A su modo rudo y despegado, quería a su nieto con pasión.

El tormento de los abscesos llegó hasta diciembre. Después no le salieron más y Josefa la Bizca respiró tranquila por fin.

Acercándose la Navidad, pensó la mujer que su deber era hacer unos presentes al médico y a la practicante. Con el médico no dudó mucho; tuvo el detalle de comprarle una botella de anís dulce; para la practicante reservó algo que ella creía mucho mejor, pues, al fin y al cabo, había estado dos tardes a la semana durante tres meses trasteando por los forúnculos de su nieto; le parecía que había hecho mucho más que el médico, y además, salvo los alaridos ocasionales, se había portado muy bien con el chiquillo, procurando no hacerle mucho daño. Josefa la Bizca, que no era bizca, pero que había heredado el mote de su madre, tenía un corral envidiable: tenía una gran variedad de gallinas, gallos y pollos, de flor de haba, de pata gorda, orondas ponedoras, pollos negros de engorde, orgullosos gallos padres, todos ellos la envidia de sus vecinas. Los conejos eran más iguales, pero eran los mejor criados del pueblo, rollizos y sanos como ellos solos.

La Josefa, después de la siesta, eligió de su conejera el conejo más gordo, peludo y sedoso, lo ató por las patas de atrás con un cordel fino y lo echó en una bolsa grande de plástico a cuadros azules y blancos. Con el pobre conejo rebulléndose en la bolsa se fue para el dispensario de Conchita. La practicante era soltera y joven. La Josefa no se explicaba por qué esta muchacha tan guapa, al menos así se lo parecía a ella, no se había casado. Y que además de guapa era buena persona, de buen carácter y con su trabajo, que ganaba sus buenos dineros. Vivía la joven practicanta a las afueras del pueblo, en una casa con jardín de nueva construcción, pero pasaba consulta en otro lugar. Cuando la Josefa llegó al dispensario, pasó la verja, que siempre estaba abierta en horas de consulta, y llamó tímidamente a la puerta, como temiendo molestar, pero muy segura de que al final Conchita se daría cuenta de que esta vez no iba a suponerle ninguna molestia, sino todo lo contrario. Como aún era temprano, Conchita estaba sola. Recibió a la mujer con una sonrisa interrogante, temiéndose otro absceso del nieto.

-No, gracias a Dios, no le ha vuelto a salir nada – dijo- es sólo que usted, Conchita, se ha portado muy bien con nosotros, que es usted un ángel del cielo, y en fin, que yo venía a darle las gracias.

Conchita sonrió más ampliamente y le dijo que ella sólo cumplía con su obligación, así que no había nada que agradecer. La vieja protestó que no era sólo obligación lo que ella hacía, sino lo atenta y lo cariñosa que era, el cuidado que tenía en no hacer daño y todo eso, que era la pura verdad.

-Y yo, Conchita, no sabía cómo corresponder... – añadió.

-De ningún modo, Josefa, no hace falta ninguna correspondencia, usted no tiene por qué preocuparse de corresponder... –De pronto se fijó en la bolsa de plástico a cuadros azules y blancos, en la que algo se rebullía, haciendo aparecer bultos redondeados aquí y allá. Menos aún deseó que la Josefa fuera tan obsequiosa, agradecida y correspondiente, porque al punto se imaginó con qué quería demostrarle sus agradecidos sentimientos la buena mujer –Es que no hace falta nada, Josefa, bastante es ya con su agradecimiento y con que su nieto esté bien al fin, que lo ha pasado usted muy mal con el chiquillo, que ya no es tan chiquillo, ¿eh?, que lo tiene usted hecho ya un hombre... –y siguió diciendo cosas así, inquieta, mirando de reojo la bolsa de plástico de cuadros azules y blancos, intentando evitar o al menos retrasar el momento en que la Josefa sacara de allí aquel ser palpitante que se rebullía sin parar.

-Sí, pero yo quiero corresponder porque a mí me enseñaron así y no puedo hacer otra cosa, Conchita, que de desagradecidos está empedrado el infierno, y que el desagradecido es un mal nacido, como decía mi abuela, que Dios tenga en su gloria... Así que me he ido al corral y lo mejor de lo mejor, Conchita...

Conchita intentó una vez más que la Josefa no lo hiciera, volvió a repetir lo innecesario que resultaba hacer aquello, que era su obligación todo lo que hacía... menos que no podía soportar ver un animal vivo que luego se tendría que comer, le dio una tras otra todas las razones para que aquello no saliera de la bolsa. Pero no hay fuerza suficiente en el mundo para oponerse a una abuela agradecida y la Josefa lo estaba mucho, así que sacó el conejo y, cogido de las patas traseras, le mostró a Conchita lo hermoso que era, el mejor que tenía en aquel momento en sus conejeras. El animalito se dio por vencido y dejó de hacer intentos de escapar. Se quedó colgando cuan largo era, las orejas alineadas con el lomo, mientras la Josefa lo sostenía de las patas con manifiesto orgullo. Conchita miraba aquel pelaje gris y blanco, suave, sedoso, los ojillos negros e ingenuos que brillaban sin mirada, y casi le da por llorar. Pero no podía rechazar más el presente sin hacerle un desaire a la mujer que, muy agradecida y habiendo elegido el mejor conejo de sus conejeras, se tomaría muy a mal su rechazo. Por otra parte, pensaba Conchita, ella sería incapaz de matarlo. ¿Qué iba a hacer con aquel pobrecito conejo?

-Se lo lleva a casa de su madre y se lo comen en familia, porque es muy grande. Lo hacen con arroz, que está buenísimo, y si no, al ajillo, o al horno, seguro que su madre sabe hacerlo muy rico.

-Pues muchas gracias, Josefa, pero es que le voy a decir una cosa... –comenzó a decir.

-¿No le gusta el conejo? –preguntó con ansiedad la Josefa, pensando que se había equivocado y que tenía que haberle llevado un buen pollo de corral.

A Conchita sí le gustaba el conejo, vaya que si le gustaba. También le gustaba el pollo. Y la ternera, y el cordero, y hasta el cerdo. Por el jamón se perecía. Lo único que nunca habría querido saber era cómo esos animales convertidos en apetitosos trozos de carne fresca llegaban a las carnicerías. Para ella un animal de estos o estaba en el corral o estaba pelado y despedazado en un mostrador; demasiado bien sabía lo que pasaba entre una cosa y la otra. Incluso tenía un amigo veterinario que le había hablado de las condiciones crueles en que los animales de granja se criaban antes de llegar a los mataderos y de la inhumanidad de estos establecimientos públicos, pero no quería recordarlo ni saberlo. En un momento de su vida, cuando era estudiante, se le ocurrió que lo suyo era una hipocresía y, tomando ejemplo de una amiga suya, pasó una temporada siendo vegetariana, pero la satisfacción moral de no tener contradicciones y de no sentirse hipócrita no le compensaba del abandono de una costumbre inveterada y muy generalizada entre la gente, la de comer carne.

-Claro que me gusta el conejo, Josefa, claro que me gusta, y más éste, que debe de estar estupendo, criado por usted en la huerta... El problema es que yo no me atrevo a matarlo.

-Ay, hija, eso no es problema. ¿Quiere que se lo mate ya? –se ofreció complaciente y feliz la Josefa, con mucha disposición. Con la misma disposición se lanzó Conchita a evitar que lo matara allí mismo, delante de sus propios ojos, porque ya la Josefa estaba alisando el lomo y las orejas del animal dispuesta a pegarle un golpe de gracia en toda la nuca.

-No, no, Josefa, déjelo... –gritó Conchita. Y ya más tranquila se tuvo que inventar una excusa para la mujer. –Es que si lo mata ahora tendré que congelarlo y prefiero comérmelo fresco.

-Pues claro, tiene usted razón, es verdad, pero ¿quién se lo va a matar luego? –contestó muy razonablemente.

-Pues ya veremos... Usted no se preocupe, que ya lo mataremos de algún modo –contestó.

La Josefa le dijo que de algún modo no, que sólo había una manera de matar un conejo, y era dejarlo caer de las patas, alisarle bien el lomo y las orejas y darle un buen golpe en la nuca para dejarlo tieso. Se le ocurrió que Maruja, la mujer que iba a limpiar la casa dos veces a la semana, podría matarlo cuando se lo fuera a comer. Conchita la oía aterrorizada, imaginando aquello, pero vio el cielo abierto. Quizás se lo regalaría a Maruja. No, no podía regalárselo, porque Maruja le iría con el cuento a la Josefa, y eso no estaba bien. Y además, que Maruja no lo iba a entender y diría que eso era una cosa sin fuste, o sea, lo peor de lo peor, según ella. Lo que no podía soportar era tener al conejo vivo, corriendo por el patio por la mañana y al mediodía echarlo a la cazuela, vamos, concretamente, haber tenido una relación personal con el conejo y luego sacrificarlo. Pero esto no se lo dijo a la Josefa. Le aceptó el regalo porque no podía hacer otra cosa. La mujer cogió su bolsa de plástico, le dejó el conejo sobre la mesa de la consulta y se fue tan contenta a su casa, convencida de que había tenido un buen detalle con la practicanta.

Conchita se quedó allí, mirando al animalito atado de las patas. Movía el morro inquieto, como si olisqueara algo y le pareció que la miraba un momento pidiendo clemencia. Todo eso eran tonterías, desde luego. Ella podía pensar lo que quisiera, pero los conejos no tienen tanta sutileza, ni se podía imaginar lo que le esperaba, porque es de suponer que los conejos no tienen imaginación ninguna ni conocimiento de la vida. ¿Y sentido del peligro y de la muerte? No lo parecía, al menos. Estaba allí, tan tranquilo, y ya ni se rebullía. O quizás era más listo de lo que se podía pensar y ya sabía que había dado con una persona débil y apocada en cuanto a lo de matar conejos. Y de pronto ella volvió a la conciencia de sus viejas contradicciones. Esto era invertir la ley de la selva. La fatal necesidad. Si matas, comes. Para ella, sin embargo, la ley tenía un componente de orden moral, al invertir los términos: si comes, matas. Así lo pensó, pero viendo al pobrecito conejo, tuvo, una vez más, la tentación de hacerse vegetariana. Luego, recordando la inversión moral de la ley de la naturaleza, le vino la idea de intentar matar al conejo con sus propias manos. No debía de ser tan difícil. Se coge de las patas, se le alisa el lomo y las orejas, y un buen golpe. ¿Y si fallaba y se quedaba el conejo tetrapléjico, con el cuello torcido y ella perdía el valor para un segundo golpe?. ¿Y si lo conseguía? Pues no sabía qué era peor, porque se imaginó con el conejo muerto entre las manos, y encima tener que sacarle la piel y las tripas. Le dio un amago de náusea. Era imposible. Soltó al conejo en el pequeño patio de la consulta. Cuando terminó su trabajo, a las ocho de la tarde, ya de noche cerrada, se quitó la bata blanca con cansancio y pensó cómo se llevaría el bicho a su casa, si colgando de las patas, para lo cual tendría que atarlo de nuevo o apretado en su mochila, para la cual tendría que vaciarla entera y acomodarse sus cosas por los bolsillos del chaquetón. De este último modo se lo llevó, pensando aún por el camino en el tremendo dilema en el que la Josefa la había puesto. Al llegar, lo soltó en su propio patio, lleno de plantas en tiestos, y le echó unas hojas de lechuga. El animal se las comió en un santiamén y se puso a corretear por entre las macetas. Era simpático el animalillo. Nunca había gozado de la libertad de un patio, siempre en la jaula, engordando y poniéndose peludo y suave. Al día siguiente, con un vaso de café con leche en una mano y una magdalena en la otra, salió al patio en bata y vio otra vez al pobrecito conejo agazapado tras las macetas. Le echó otro par de hojas de lechuga: el desayuno del pobrecito conejo. Luego le hizo gracia cómo movía el morro. Con sus dos dientecillos le recordaba a un compañero de la carrera que se llamaba Ramón. Era un buen nombre para un conejo. Le puso ese nombre. Decididamente acababa de indultarlo; no se mata a un animal con nombre, excepto en las corridas de toros. Acababa de promocionar al conejo de carne para un arroz a mascota. A ella no le molestaba en absoluto que correteara por el patio. Con tal de que Josefa la Bizca no se enterara. Maruja tampoco lo iba a entender, pero ya se arreglaría con ella. Le explicaría cualquier cosa, o le diría la verdad, pidiéndole que no le dijera nada a la Josefa, con lo cual sería ya para siempre su cómplice, aunque la mujer no lo entendiera y pensara que era una persona sin fuste. Viviría con sus contradicciones y sin probar el conejo nunca más.