3/09/2006

Las hermanas

Este es el texto básico de una charla para jóvenes de Secundaria con motivo de la conmemoración del 8 de marzo. Se impartirá el día 9 de marzo en el IES Ingeniero de la Cierva de Murcia. Si es posible irá ilustrado con imágenes y ejemplos musicales.

LAS HERMANAS

Quisiera ser amable, no dar la idea de un resentimiento secular que se encarna en mí y puede amargarme la vida y la de los demás. Quiero ser amable y no pensar en el pasado, simplemente para que no tenga nadie una mala impresión de mi persona y, también, para que el pasado no sea un lastre en mi labor creativa. Vuelvo a insistir, quiero ser suave, tierna, conciliadora, como me han enseñado que deben ser las mujeres.

Pero, sinceramente, no puedo serlo cuando pienso en la cantidad de mujeres apartadas, condenadas, sometidas a toda clase de violencia, tratadas como esa especie diferente que sólo sirvió a los hombres para su reproducción. Así que no me voy a cortar nada y voy a ser tremendamente antipática. Para ello contaré algo muy desagradable.

La sociedad patriarcal, que todavía domina nuestra sociedad occidental, y, por supuesto, todas las no occidentales con mayor y más cruel virulencia, ha considerado a las mujeres meros vehículos reproductivos, de los varones y del propio sistema. Las mujeres, como es sabido, se dividían –se dividen aún– en reproductivas y recreativas. Las reproductivas eran encerradas y vigiladas para la transmisión de los genes del varón; las recreativas eran estigmatizadas y apartadas. En ambos casos había algo que se negaba a ambos grupos: la educación y la cultura. Excepciones, claro que las hubo: las hetairas griegas, grandes damas de la política, mujeres antiguas y modernas que escaparon a la imposición masculina por circunstancias diversas. La mujer tenía claramente su papel marcado y la que osaba salir de él era duramente castigada. Los hombres se arrogaban el principio de la creación y la cultura; ellos eran la cultura, simplemente. Las mujeres eran la naturaleza y como naturaleza su creación era inconsciente, limitada al mantenimiento de la vida. Los hombres ocupaban el espacio público, las mujeres el privado. Sin fisuras, sin quiebras. Ambos mundos, absolutamente separados en sus intereses y ocupaciones. En esa construcción social una mujer no podía, no debía, no podía querer dedicarse a una labor creativa, fuera del tipo que fuera. Le estaba prohibido, parecía un absoluto absurdo que tan siquiera lo intentara, se las denigraba y ridiculizaba, y eran motivo de escándalo o befa porque contravenían todo el orden creado por el varón. No obstante, hubo mujeres creadoras en todos los tiempos, con más o menos fortuna, con más o menos sufrimiento y lucha. Podemos recordar a Safo de Lesbos en la Antigüedad o a Christine de Pizan en la Edad Media, ellas entre otras muchas que fueron ocultadas y convertidas en leyenda más o menos deformada por la cultura masculina.

Pero ocurría algo extraordinario: todas aquellas mujeres eran hijas, madres, esposas, hermanas, de hombres de valor. Muchos de estos hombres quisieron para ellas una educación diferente a la común de su época. Tener una cultura va bien para una buena madre y esposa, pero sólo hasta ahí, ni un paso más. Nunca la mujer ha sido una verdadera hermana para el hombre; nunca ningún hombre ha reconocido su mismo talento en una hermana suya. Ni en una hija, ni en una madre. Ni hablar de las esposas.

A propósito de esto, puedo leer un poema, cercano a la prosa, en el que reflejo este asunto del que nos ocupamos:

TULIA

Él era un hombre muy ocupado. Dictaba a la vez a varios secretarios,

e incluso uno, griego e ingenioso, había inventado una extraña escritura

para tomar veloz, sin detenerlo, los brillantes discursos de su amo.

Era un hombre importante y admirado.

Él, a veces, emprendía largos viajes a provincias remotas, por razones de estado o de sabiduría.

Era un hombre poderoso y sensible.

Él había sufrido el exilio y había dejado atrás su casa y su amplia familia. Por poco tiempo, desde luego. Ante el poder hablaba claro y fuerte, sin olvidar jamás aquello en que creía. Siempre fue un republicano convencido. Su amor a la verdad y a la justicia eran ya parte de las frases hechas.

Era un hombre honrado y coherente.

También era un buen padre de familia. En su única hija, la inteligente, la prudente Tulia, empleó su saber, su poder, su coherencia. La educó como a tal padre tocaba.

A veces la miraba con tristeza,

a esa muchacha alta, silenciosa,

de ojos claros y grandes,

que todo lo entendía sin esfuerzo.

A veces la miraba y pensaba

cuánta mala fortuna, nacer

con esa mente y ser mujer.

Sólo le consolaba que sería

una excelente madre para la República.

Madre de hombres, ocupados, importantes,

poderosos, sensibles, coherentes.

Cuando estaba de viaje por remotas provincias, por poder, sensibilidad o coherencia, siempre escribía a Tulia, su hijita bienamada, largas y tiernas cartas. Cartas familiares.
Tulia las recibía, las leía mil veces, las besaba, las guardaba cuidadosamente, y siempre contestaba a su padre lejano y bienamado.

Conservamos todas las cartas que Marco escribió a Tulia.

Ni una sola de aquellas que Tulia escribió a Marco.

Marco Tulio Cicerón fue un importante jurista, político, orador y filósofo romano. Tuvo una única hija, Tulia, con la que mantuvo toda su vida una fluida correspondencia cuando estaba lejos de Roma. Se sabe que la educó muy bien y por encima de lo habitual para las mujeres en su época. Pero de todas las cartas que se intercambiaron, sólo conservamos las de él, porque ella las guardó. ¿Qué hizo Marco con las cartas de su hija, de la que se decía que escribía tan bien como su padre?

Esto lo pongo de ejemplo para ilustrar lo que venimos diciendo respecto al valor atribuido a las creaciones de las mujeres. Ninguno.

Con el tiempo, las mujeres, las más atrevidas, se pusieron a escribir. Al fin y al cabo, para ello sólo es necesario tener un poco de papel, una pluma y un poco de tiempo. Publicar, darlo a conocer, naturalmente, era otra cosa. Para eso hacía, y hace, falta una estructura social y económica que sostuviera la creación. Y además, tiempo libre de cargas familiares. Para ello, utilizaron una institución que se distinguía por su misoginia: la Iglesia. Muchas mujeres escritoras se refugiaron en conventos para su creación. Se exponían a una dura persecución si sobrepasaban los límites y aprendieron a caminar sobre la cuerda floja. Tenemos el ejemplo de Juana Inés de la Cruz, cuyas décimas de reproche a los hombres son de una sensatez, sentimiento y belleza increíbles. Tuvo que jurar en su momento que no escribiría más; a ello la obligaron sus superiores. Tenemos a Teresa de Ávila, cuya santidad no le impidió ser una magnífica escritora, y que también anduvo en los papeles inquisitoriales. En la vida secular, ya en el siglo XVII, tenemos a María de Zayas, seguidora de Lope y escritora, si no brillante, sí muy digna y divertida. Seguramente olvido a muchas, a otras no las conozco, se me han ocultado, pero a mayor olvido las ha sometido la historia. Iremos recuperándolas una a una las mujeres que ahora queremos saber quiénes fueron nuestras madres, de quienes somos las herederas.

En el siglo XIX empiezan a aparecer escritoras con más frecuencia. Recordemos a Jane Austen, que escribía en el salón familiar repleto de gente y ruido, y a partir de cuyo ejemplo Virginia Wolf reclama una habitación propia para las mujeres escritoras. Algunas tuvieron a bien, para librarse de los prejuicios de la época, tomar seudónimo masculino, como Aurora Dupin–Georges Sand o Cecila Bölh de Faber–Fernán Caballero. Otras, sin tanta precaución de nombres y seudónimos, como Emilia Pardo Bazán.

En el siglo XX nace la que todas las mujeres escritoras que se precien y luchen por su tarea reconocemos como la madre, la progenitora literaria por excelencia: Virginia Wolf. En el libro “Una habitación propia”, entre otras muchas cosas interesantes que habrían de cambiar la postura femenina ante la creación literaria y daría seguridad en sí mismas a las futuras escritoras, trae un asunto que enlazamos con el principio de este artículo: la hermana de Shakespeare, una hipotética hermana del genio que quizás podría haber tenido el mismo talento, mayor o menor incluso, pero talento al fin, y que por el hecho de ser mujer no hubiera podido desarrollarlo, incluso con la posibilidad de que su talento la hubiera llevado a la irremediable desdicha.

No dejo de pensar en las mujeres afganas, cuando leo estas cosas: dentro de su sociedad trabajaban y eran personas hasta que dejaron de serlo. Incluso Meena, una poetisa de la asociación de mujeres Rawa, asesinada por los talibanes; le prohibieron escribir, cantar, trabajar, salir de su casa, ir a cara descubierta y, en definitiva, ser persona. Tenemos que recordar que nosotros también hemos tenido talibanes. Este es un poema de Meena que leo como homenaje a todas las mujeres sacrificadas por su lucha:

NUNCA VOLVERÉ


Soy la mujer que ha despertado.

Me he levantado y convertido en tempestad entre las cenizas de mis criaturas abrasadas.

Mis ruinosas y quemadas aldeas me llenan de rabia hacia el enemigo

Oh compatriota, no me veas más como débil e incapaz,

Mi voz se entremezcla con miles de mujeres en pie

Para romper todas juntas todos esos sufrimientos, todos esos grilletes.

Soy la mujer que ha despertado, He encontrado mi camino y nunca jamás retrocederé.

Esto es lo que no debemos olvidar. Que somos las mujeres que hemos despertado y que no podemos dejar que nos hagan retroceder.

Y hasta ahora hemos hablado de literatura y hemos recordado algunas mujeres que escribieron o trataron de hacerlo, que fueron ocultadas y, a veces sacrificadas, algunas en la misma hoguera, otras como Meena, no tan lejos ni en el tiempo ni en el espacio, que se tuvieron que retirar, renunciar a todo, para seguir su impulso creativo natural. Pero no hemos hablado de pintura o escultura, por ejemplo, donde la dificultad es mayor, porque los materiales y los espacios no son tan cotidianos, ni tan baratos, ni se puede crear alegremente, hay que vender lo que se hace, hay que entrar en círculos destinados sólo a hombres. Mujeres en las artes plásticas ha habido, claro que sí, pero yo sólo quiero recordar a una en este día: a Mary Cassatt, de la que pocos han oído hablar siquiera. Amiga de Renoir y de los impresionistas franceses, su obra pasa a un segundo plano por ser mujer; la calidad artística no le faltó, más bien anduvo sobrada de ella. Tenemos que hablar de Camille Claudel, la joven escultora a la que vampirizó y ocultó el gran escultor Rodin, que murió loca en un asilo después de la muerte de su amigo y amante. En fin, son anécdotas personales muy significativas de la forma en que la mujer ha sido ocultada en el mundo de la cultura antes de nuestros días, en los que parece, pero sólo parece por el momento, que la mujer empieza a ser visible.

Pero hay un mundo cerrado y fuertemente masculinizado en el que la mujer ha tardado mucho más en entrar como creadora. Me refiero a la música. He pensado a menudo en esto: ¿por qué la mujer que intentó crear en otros ámbitos no lo consiguió en el de la música? Hay representaciones de mujeres como intérpretes de instrumentos y como cantantes desde muy lejanos tiempos, pero nunca nos ha llegado la memoria de mujeres compositoras. Dejando aparte la Antigüedad, de la que tampoco nos llegan nombres de varones compositores, por el estatus particular de la música en esos tiempos, la música estuvo durante toda la Edad Media y en adelante, hasta el siglo XIX dominada por la Iglesia, y sabemos que los focos misóginos más importantes parten de esta institución que ejerce su influencia sobre cortes y universidades. Del mismo modo que se aparta a la mujer de los oficios religiosos y del culto, se le aparta de la música sacra y como derivación de toda la música, excepto en los palacios como intérprete y en el mundo popular como transmisora oral de las músicas propias de cada colectividad. Entonces, verdaderamente sentí curiosidad por el asunto y me puse a buscar a las músicas por todas partes. Efectivamente, eran invisibilizadas, estaban sin investigar, nadie conocía sus nombres, pero existían, en todas las épocas, en toda Europa. Y a las primeras que descubrí fue a tres mujeres del siglo XIX, quizás porque son las primeras investigadas y recuperadas. Volví a recordar a la hermana de Shakespeare, de la que no sabemos nada, pero existió. Ellas eran dos esposas y una hermana: Clara Wieck (Schumann), Alma Mahler y Fanny Mendelssohn. Las dos primeras fueron mujeres muy dotadas para la creación musical; Clara tuvo ocho hijos, un marido genial y enfermo mental. A pesar de eso, dejó obra musical que se va recuperando poco a poco. Alma antes de casarse recibió una carta de su pretendiente Gustav Mahler: en ella le decía claramente “el rol de compositor, el mundo del trabajo” le correspondía a él, mientras que a ella le tocaba hacer el “papel de compañera amante y pareja comprensiva”. Alma eligió y dejó de componer. El caso más dramático, sin embargo, es el de Fanny Mendelssohn, pues es la hermana a la que se refiere Virginia Wolf por excelencia. Con idéntico talento que su hermano, educada en la música desde niña, nunca su vocación fue aceptada. Su hermano, que la adoraba, y que la siguió en la muerte sólo unos meses después de morir ella, mantuvo toda su vida una actitud ambigua respecto a la creación de su hermana. Algunas de las canciones que publicó bajo su nombre se sabe ahora que eran en realidad de Fanny. Ella sólo tuvo en este aspecto el apoyo de su marido, el pintor Hensel, y de algunos músicos, como Gounod, que reconocieron su talento. Hensel recogió todas las partituras de su esposa y esto es lo que ahora permite ir recuperando la obra de una mujer oculta hasta ahora.

Mozart también tuvo una hermana que lo sobrevivió en muchos años y también fue víctima del rechazo de la sociedad por la mujer creadora.

¿Cuántas hermanas más quedan perdidas en el tiempo patriarcal? A las feministas nos queda una larga labor de recuperación de aquellas hermanas que son nuestras madres.

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