12/30/2008

EL ZAPATERO


La calle del Val de San Juan no estaba precisamente en el mismo corazón de la ciudad, pero debía de ser una pequeña válvula muy importante en las cercanías de la víscera urbana. Lo que sí estaba claro es que pertenecía al llamado casco antiguo, a pesar de lo cual había sufrido algún mordisco de la modernidad, no demasiado crudo, la verdad, pues seguía siendo estrecha y penumbrosa. Como todo el barrio en que se encontraba, la calle tenía un aire pueblerino; sus edificios no eran de más de cuatro plantas y en los bajos de las viviendas regentaban sus modestos negocios comerciantes de toda la vida.

Cuando Felicitas dio su primera vuelta por el Val de San Juan, con conciencia de que aquella iba a ser su calle por muchos años, comprobó con mucha alegría que había un estanco, lo que le venía muy bien por ser fumadora impenitente y olvidadiza; una mercería, que también era cosa de su gusto, aunque no tuviera especiales habilidades con hilos y agujas; un persianero tradicional, que ni le iba ni le venía, pero que le pareció cosa muy buena en un barrio, al igual que un tapicero, que también había uno. Lo que más le gustó de todo fue ver que entre el estanco y la persianería tenía su taller un zapatero remendón. Ese fue el hallazgo de los hallazgos, porque a Felicitas le gustaban los zapatos. Nada tiene de extraordinario, ni nadie lo considera así, que se sepa, que los seres humanos hayan creado algo tan inteligente y práctico como los zapatos, ya que, no teniendo pezuñas ni zarpas, algo tenían que inventar para sus delicados pies si es que querían recorrer la tierra, y al efecto no hay nada más que ver cómo los animales nacen con sus extremidades protegidas y listas par caminar, correr, trotar y retozar por el mundo, mientras que nuestras crías nacen con unos piececillos sonrosados y finos, como si fueran a caminar toda su vida sobre nubes de algodón o sobre alfombras de terciopelo. Así que nada hay de sorprendente en el invento de los zapatos, sobre todo en un ser tan industrioso e inquieto como el humano. Pero ¡qué le vamos a hacer!, cada cual elige sus admiraciones, y fascinarse con un hecho tan cotidiano y común es fácil cuando se observa con atención el objeto. Felicitas había desarrollado esa fascinación por los zapatos. Viendo que había un zapatero remendón tan cerca de su casa, se quedó encantada y soñó con los montones de arreglos que aquel hombre podía hacer para los montones de pares que tenía.

Se acababa de mudar a su nueva casa en la calle del val de San Juan, la cual estaba hecha una verdadera tremolina de cajas y maletas, con la ropa de uso inmediato sobre una cama, y estaba a la espera de varios profesionales que le instalaran muebles y aparatos diversos, poniendo por fin la casa en orden y funcionamiento. Entonces ella hizo una cosa muy propia de su carácter: agobiada por la infinidad de tareas grandes, pequeñas y medianas que tenía que llevar a cabo para procurarse una vida cotidiana más o menos cómoda, sin una decisión razonable, sólo por un impulso sin fundamento, comenzó por lo menos necesario, es decir, por asegurarse la comodidad de sus pies y el capricho de disponer del mayor número de pares de zapatos. Hizo varios montones con las cajas, que eran numerosas, porque Felicitas era capaz de desprenderse de muchas cosas en la vida, pero muy difícilmente de un par de zapatos usados; primero los clasificó por estaciones: entretiempo, verano e invierno. Luego cada nuevo grupo por su estado general: necesitados de limpieza, de arreglos y en estado lamentable. Después comenzó a repasar par a par, considerando si estarían tan estropeados como para hacerse la violencia de tirarlos; si estaban lo bastante pasados de moda como para elevarlos al limbo del trastero, hasta que lograran la gloria con una resurrección de esa misma moda años más tarde, o una parodia de vida eterna en un museo de usos y costumbres; si no siendo viejos ni pasados de moda, pudieran tener sólo necesidad de una limpieza a fondo o de una reparación que los dejara en buen uso, los ponía en un montón distinto. Pasadas dos horas de clasificación, sólo había logrado hacer el duelo por dos pares. Seis pares fueron a parar al trastero, cuatro a la sección limpieza y cinco quedaron para su reparación. Los demás estaban en perfecto uso. Dos conclusiones: tenía que comprarse zapatos nuevos y ya tenía trabajo para darle al zapatero de su calle. Pero ahí no acabaron sus tareas; aún le quedaba encontrar el lugar adecuado para guardarlos, bien clasificados por temporadas y usos. Eso le llevó su tiempo y su trabajo. Así que cuando alguien le preguntaba: “¿Qué tal llevas tu nueva casa?”, ella respondía con gesto de cansancio: “Es un lío, no te puedes imaginar. Ahora estoy ordenando los zapatos y no le veo el fin”. Naturalmente, para estupor del que le había preguntado.

En principio pensó que sólo llevaría al zapatero un par a ver qué tal lo hacía, pero luego se aventuró con dos pares: unas sandalias de verano y unos botines de invierno. Cogió las dos cajas –ella nunca tiraba las cajas– y se fue para el taller de su reciente vecino. Era el taller un espacio minúsculo ocupado casi en su totalidad por un gran banco de trabajo. Las paredes estaban cubiertas, de la mitad hacia abajo, por estanterías de madera protegidas con papel de estraza, y en ellas se alineaban zapatos de todo estilo, tamaño, temporada, forma y color. Muchos estaban solos, como viudos tristes, y allí parecían perder su sentido, o convertirse en la precaria y arrugada imagen del abandono; los que más pena daban a Felicitas eran los zapatos infantiles; los que habían sido depositados como par semejaban mensajes cifrados de la vida y andanzas de sus dueños.

La tienda olía a cuero y a betún. Sobre la mesa se encontraban en relativo orden las herramientas del zapatero –leznas, tenazas, agujas, ovillos de cordón, cola amarillenta, pequeños martillos y tijeras–, el cual las dominaba y tenía a su alcance desde su asiento tras la mesa. Era un hombre de algo más de cuarenta años, de cabeza grande, pelo ensortijado, muy corto, como pegado al cráneo, y cara encendida de colérico. Felicitas se fijó al punto en lo robusto que parecía, tenía una enorme anchura de hombros y brazos de forzudo; sus manos no iban a la zaga en tamaño y fortaleza. Eran unas manazas como jamones. Cuando cogió los zapatos que Felicitas le traía para examinarlos, ella se dio cuenta de que las tenía muy encallecidas, más de lo que era de esperar en su oficio. Al entrar sólo había dicho buenas tardes y él le había contestado secamente. No mediaron muchas más palabras; ella dejó las dos cajas sobre la mesa y él las abrió en silencio. Fue examinando zapato a zapato con calma y atención profesional. Tenía aquello su emoción. Era una espera tensa. El zapatero respiraba ruidosamente. Felicitas oía el aire salir y entrar por sus pulmones como por un fuelle viejo. Aquel hombre tenía bastante dificultad para respirar. No le quitaba ojo a los zapatos. Finalmente, dictó su diagnóstico: “A estos, medias suelas y tacones. A los otros, coserles las correas... Si acaso, le cambio los tacones”. A ella le pareció bien. Le dio su nombre: “Felicitas” y el zapatero escribió con tiza blanca en la suela algo así como “flita” y puso los dos pares en un hueco de la estantería sin levantarse de la silla.

–¿Cuándo paso a recogerlos?– preguntó Felicitas.

–Jueves o viernes–. Era lunes– ¿Vive usted cerca de aquí?

–Sí, muy cerca– dijo ella.

–Pues para el jueves por la tarde se pasa y si no están, el viernes.

Después de eso, Felicitas se quedó desconcertada por completo, porque tenía la sensación de haber concluido algo importante. Ya en su casa, se sentó en el único sillón disponible de su salón a pensar por dónde podría seguir. Y así se pasó su buen rato fumando y desechando tareas, hasta que se dijo, como la hermosa Escarlata, “mañana lo pensaré”.

El jueves por la tarde pasó por el zapatero. No estaban aún. Le dijo el hombre que faltaba algo, que estarían el viernes. Felicitas se sintió contrariada, pero sólo por costumbre de cliente. En realidad, no le desagradaba que se alargara un día más el plazo y la emoción.

El viernes empezaron a acudir los profesionales: carpinteros, electricistas, fontaneros. Su casa se convirtió en un zafarrancho del que quiso huir sin poder, porque los hombres la llamaban para consultas. Se ponía muy nerviosa cuando uno de estos empezaba: “Que digo yo que...”, porque a continuación ella tenía que decidir y tomar partido por una tuerca o un tornillo, un trozo de cañería o un azulejo. Cuando se fueron todos a media tarde, la casa parecía tener más sentido, pero aún estaba en desorden. Se sentó en una caja de madera y se fumó un cigarrillo aliviada. De pronto se acordó de sus zapatos. Bajó a toda prisa temiendo que el zapatero hubiera cerrado ya, pero no era así. Seguía en su taller como si la estuviera esperando. El hombre no le sonrió, sólo dijo secamente buenas tardes. Tenía los zapatos en sus cajas y las puso sobre el banco de trabajo, esperando que Felicitas las abriera, tal que si se tratara de un regalo. Cuando las abrió, se quedó deslumbrada: había hecho el arreglo perfecto, los había estirado, los había abrillantado y las suelas lucían un negro profundo de betún. Parecían nuevos, tersos, brillantes. Pero sólo lo parecían, y eso era lo que Felicitas apreciaba más: unos zapatos que manifestasen en ciertos detalles su historia sin perder su encanto ni verse abrumados por ella. Este zapatero compartía con ella esa idea, lo supo de inmediato, y había hecho un magnífico trabajo. A cambio le pidió una cantidad razonable de dinero que Felicitas le dio con mucho gusto. Al despedirse, el Zapatero le dijo: “Son unos zapatos de mucha calidad”. Nada más. Ella lo sabía y sonrió complacida.

Naturalmente, y en vista del éxito, al lunes siguiente le llevó el resto. En estos arreglos tardó algo más, pero el resultado fue el mismo. Consideró que aquel hombre tenía amor por los zapatos, como ella, y sintió no tener por el momento más pares que llevarle a reparar. Acechaba cada par que se ponía para encontrarle un roto o un descosido sin ninguna fortuna. Pasaron unos dos meses y su casa dejó de ser una vieja almoneda. Por fin lo tenía todo en un orden aceptable, dentro de lo que cabía, dado su carácter.

Una tarde, a última hora, se quedó sin cigarrillos. Se asomó al balcón a ver si estaba aún abierto el estanco y, viendo las puertas abiertas y luz dentro, bajó apresurada. Cuando salió del estanco, el Zapatero estaba cerrando sus puertas. Lo hacía con mucha dificultad, dejando una muleta apoyada en la pared y cerrando con la mano libre, primero un lado, luego otro, cambiando de mano y de muleta, hasta echar el cerrojo. Felicitas se detuvo tanto a mirarlo que de pronto se vio avergonzada como un crío maleducado y repasón. El hombre la miró, primero con cierto desafío, luego apuntando una media sonrisa, y le dijo buenas noches. En aquellas dos palabras convenientes había un mundo completo, la equivalencia de una terrible explicación pedida inoportunamente. Contestó Felicitas con otra media sonrisa y las mismas palabras. Se tuvo que ir, dándole la espalda al Zapatero. Había tenido tiempo de ver el aparataje de hierros que le mantenía apenas dos piernas débiles, cortas y sin articulaciones, y aquellos pies inconcebibles en dos botas informes, como pezuñas negras. Luego volvió la cabeza una vez más, concesión a su curiosidad, y lo vio subir a su coche con mucho trabajo, muletas sobre el capó, cambio de manos y lentos movimientos de gran prudencia y cuidado. Ahora recordaba que en la puerta había un disco municipal marcando el espacio de aparcamiento de un coche de minusválido. Ahora entendía muchas cosas sobre el Zapatero. Como era una sentimental, al llegar a su casa, se sentó en un sillón y encendió un cigarrillo; era su manera de llorar sólo un poco. En efecto, lloró un poco, tres o cuatro lágrimas le rodaron entre el humo del cigarrillo.

Cada vez que pasaba por la puerta del Zapatero, echaba una mirada rápida al interior; siempre estaba allí, con sus enormes espaldas, sus manazas y su cara congestionada, ocultas las piernas tras el banco de trabajo. Felicitas bajaba la cabeza tristemente.

Hasta que un día no estuvo allí. La puerta de tijera no se abrió esa mañana. Tampoco se abrió por la tarde, ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro. Al cabo de una semana, se atrevió a preguntar al estanquero.

–¿Es que han quitado la zapatería?–preguntó con esa impersonalidad, como si sólo le interesara por tener cerca un zapatero.

–Pues no creo que se vuelva a abrir, por desgracia–le dijo el estanquero, que era filósofo socarrón y pardo–. Por lo menos, no el mismo zapatero, creo yo.

–¿Le ha pasado algo o la ha quitado porque sí?–preguntó Felicitas.

–Pues le ha pasado lo que a todos nos espera al final, o sea, que se ha muerto el hombre.

–Pero era joven...

–Ya lo creo que lo era, muy joven, pero ya se sabe que lo mismo se muere un viejo que un crío... lo ingresaron la semana pasada y, nada, que se ha ido... La vida, vaya, que al final todos calvos...

Felicitas le dijo que lo sentía mucho, por el hombre mismo, que parecía buena persona, y porque era muy buen zapatero. El estanquero le dio la razón y añadió que había muerto de lo suyo y por su misma culpa, por ser un atascado, o sea, se había muerto de congestión cerebral, por lo de las piernas. No se veía a simple vista la relación, pero la había. Si el Zapatero hubiera consentido en ir en silla de ruedas, estaría vivo a lo mejor. Pero no quiso ir en silla de ruedas, hay gente muy tozuda. Felicitas lo comprendió. Ella, quizás, habría hecho lo mismo.

Al cabo de un mes, en el lugar del taller del Zapatero había una corsetería muy coqueta. Felicitas adoraba esas diminutas tiendas donde venden diminutos encajes y sutiles intimidades femeninas. También le gustaban, la verdad, pero no le había dedicado tanta observación. Le parecía algo más artificioso, menos lógico, que unos zapatos. Le costó varios meses decidirse a entrar. Cuando lo hizo, tuvo que encender un cigarrillo.

7 comentarios:

Leandro dijo...

En una novela de Juan Bonilla, Cansados de estar muertos, aparece un personaje que conserva todos los pares de zapatos que ha usado en su vida, porque ahí están todos los pasos que ha dado. O algo así. Los zapatos dan mucho juego. Me ha gustado. Éste es el cuento que leeré hoy.

Sarashina dijo...

No conozco esa novela, pero por mi gusto por los zapatos y los pies, voy a buscarla en cuanto me deslíe. Me alegra que te guste. Un placer tenerte de lector.

Leandro dijo...

La novela es buena, pero no la leas por lo que yo te he dicho. Ese personaje no te caerá bien, puedes creerme

Anónimo dijo...

Guardo en mi memoria la imagen de dos zapateros, mi familia era su cliente, primero de uno y después de otro.
Uno de ellos era un hombretón con las manos enormes, el otro era muy menudo, con el pelo rizado y cojo.
De los dos se podría sacar perfectamente al que describes en tu encantador relato.

Es curioso, pero más de un zapatero hay con problemas de movilidad.
Todo un mundo el de los zapatos y quizás también el de los zapateros.

Me ha encantado. Habrá que leer los demás cuentos...

Deric dijo...

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