El Víctor era un zagal de catorce años con cara de huertano simplón que vivía desde que le salieron los dientes con su abuela Josefa. La verdadera historia de por qué lo había criado su abuela viuda, Josefa la Bizca, seguramente la sabía todo el pueblo y, si no fue por desgraciada orfandad, tuvo que ser en su momento un buen escándalo entre la gente de aquella parte de la Huerta. El caso era que el Víctor no conocía más madre que su abuela ni más hogar que su modesta casa entre bancales de hortalizas y limoneros.
El muchacho era sano en general, y bien fuerte, por cierto, y aparte de ir a la escuela en su último año, sin rendimiento conocido, excepto leer y escribir de mala manera y hacer cuentas sencillas, le ayudaba a su abuela en el cuidado de los animales y del huerto.
Sin embargo, y a pesar de su aspecto saludable, en el mes de octubre en que acababa de cumplir los catorce años, se vio atacado por una invasión de malvados forúnculos que le salían sin avisar en cualquier sitio de su robusto cuerpo, pero preferentemente en sus partes más tiernas. Además, le iban saliendo uno tras otro, como esperando su turno, para que la criatura no se viera libre de ellos de una vez, de modo que durante tres meses tuvo que hacer muchas visitas al médico por la mañana y muchas curas de la practicante por la tarde. Su abuela lo acompañaba. Como un ánima en pena, entraba en la consulta y decía: “Nada, don Braulio, que le ha salido otro, y ahora en la rabadilla”, o en cualquier otro sitio inconveniente. El médico le recetaba antibióticos y ungüentos y lo mandaba a la practicante para las curas. A las seis de la tarde, ya estaba otra vez la abuela con su nieto penando en la consulta de la practicante: “Nada, Conchita, que le ha salido otro, y ya ves, hija, esta vez en la rabadilla”. Pues nada, Conchita, toda paciente y atenta, que lo era mucho, se empleaba en las curas del tremendo absceso dos veces a la semana hasta que se curaba, y al poco tiempo vuelta a empezar en el muslo, o en un sobaco, incluso en zonas aún más sensibles. Procuraba no hacerle mucho daño – ella tenía fama de ser delicada con estas cosas y de no hacer daño- pero el muchacho, de vez en cuando, pegaba unos alaridos que metían espanto. La abuela sufría lo indecible. A su modo rudo y despegado, quería a su nieto con pasión.
El tormento de los abscesos llegó hasta diciembre. Después no le salieron más y Josefa la Bizca respiró tranquila por fin.
Acercándose la Navidad, pensó la mujer que su deber era hacer unos presentes al médico y a la practicante. Con el médico no dudó mucho; tuvo el detalle de comprarle una botella de anís dulce; para la practicante reservó algo que ella creía mucho mejor, pues, al fin y al cabo, había estado dos tardes a la semana durante tres meses trasteando por los forúnculos de su nieto; le parecía que había hecho mucho más que el médico, y además, salvo los alaridos ocasionales, se había portado muy bien con el chiquillo, procurando no hacerle mucho daño. Josefa la Bizca, que no era bizca, pero que había heredado el mote de su madre, tenía un corral envidiable: tenía una gran variedad de gallinas, gallos y pollos, de flor de haba, de pata gorda, orondas ponedoras, pollos negros de engorde, orgullosos gallos padres, todos ellos la envidia de sus vecinas. Los conejos eran más iguales, pero eran los mejor criados del pueblo, rollizos y sanos como ellos solos.
La Josefa, después de la siesta, eligió de su conejera el conejo más gordo, peludo y sedoso, lo ató por las patas de atrás con un cordel fino y lo echó en una bolsa grande de plástico a cuadros azules y blancos. Con el pobre conejo rebulléndose en la bolsa se fue para el dispensario de Conchita. La practicante era soltera y joven. La Josefa no se explicaba por qué esta muchacha tan guapa, al menos así se lo parecía a ella, no se había casado. Y que además de guapa era buena persona, de buen carácter y con su trabajo, que ganaba sus buenos dineros. Vivía la joven practicanta a las afueras del pueblo, en una casa con jardín de nueva construcción, pero pasaba consulta en otro lugar. Cuando la Josefa llegó al dispensario, pasó la verja, que siempre estaba abierta en horas de consulta, y llamó tímidamente a la puerta, como temiendo molestar, pero muy segura de que al final Conchita se daría cuenta de que esta vez no iba a suponerle ninguna molestia, sino todo lo contrario. Como aún era temprano, Conchita estaba sola. Recibió a la mujer con una sonrisa interrogante, temiéndose otro absceso del nieto.
-No, gracias a Dios, no le ha vuelto a salir nada – dijo- es sólo que usted, Conchita, se ha portado muy bien con nosotros, que es usted un ángel del cielo, y en fin, que yo venía a darle las gracias.
Conchita sonrió más ampliamente y le dijo que ella sólo cumplía con su obligación, así que no había nada que agradecer. La vieja protestó que no era sólo obligación lo que ella hacía, sino lo atenta y lo cariñosa que era, el cuidado que tenía en no hacer daño y todo eso, que era la pura verdad.
-Y yo, Conchita, no sabía cómo corresponder... – añadió.
-De ningún modo, Josefa, no hace falta ninguna correspondencia, usted no tiene por qué preocuparse de corresponder... –De pronto se fijó en la bolsa de plástico a cuadros azules y blancos, en la que algo se rebullía, haciendo aparecer bultos redondeados aquí y allá. Menos aún deseó que la Josefa fuera tan obsequiosa, agradecida y correspondiente, porque al punto se imaginó con qué quería demostrarle sus agradecidos sentimientos la buena mujer –Es que no hace falta nada, Josefa, bastante es ya con su agradecimiento y con que su nieto esté bien al fin, que lo ha pasado usted muy mal con el chiquillo, que ya no es tan chiquillo, ¿eh?, que lo tiene usted hecho ya un hombre... –y siguió diciendo cosas así, inquieta, mirando de reojo la bolsa de plástico de cuadros azules y blancos, intentando evitar o al menos retrasar el momento en que la Josefa sacara de allí aquel ser palpitante que se rebullía sin parar.
-Sí, pero yo quiero corresponder porque a mí me enseñaron así y no puedo hacer otra cosa, Conchita, que de desagradecidos está empedrado el infierno, y que el desagradecido es un mal nacido, como decía mi abuela, que Dios tenga en su gloria... Así que me he ido al corral y lo mejor de lo mejor, Conchita...
Conchita intentó una vez más que la Josefa no lo hiciera, volvió a repetir lo innecesario que resultaba hacer aquello, que era su obligación todo lo que hacía... menos que no podía soportar ver un animal vivo que luego se tendría que comer, le dio una tras otra todas las razones para que aquello no saliera de la bolsa. Pero no hay fuerza suficiente en el mundo para oponerse a una abuela agradecida y la Josefa lo estaba mucho, así que sacó el conejo y, cogido de las patas traseras, le mostró a Conchita lo hermoso que era, el mejor que tenía en aquel momento en sus conejeras. El animalito se dio por vencido y dejó de hacer intentos de escapar. Se quedó colgando cuan largo era, las orejas alineadas con el lomo, mientras la Josefa lo sostenía de las patas con manifiesto orgullo. Conchita miraba aquel pelaje gris y blanco, suave, sedoso, los ojillos negros e ingenuos que brillaban sin mirada, y casi le da por llorar. Pero no podía rechazar más el presente sin hacerle un desaire a la mujer que, muy agradecida y habiendo elegido el mejor conejo de sus conejeras, se tomaría muy a mal su rechazo. Por otra parte, pensaba Conchita, ella sería incapaz de matarlo. ¿Qué iba a hacer con aquel pobrecito conejo?
-Se lo lleva a casa de su madre y se lo comen en familia, porque es muy grande. Lo hacen con arroz, que está buenísimo, y si no, al ajillo, o al horno, seguro que su madre sabe hacerlo muy rico.
-Pues muchas gracias, Josefa, pero es que le voy a decir una cosa... –comenzó a decir.
-¿No le gusta el conejo? –preguntó con ansiedad la Josefa, pensando que se había equivocado y que tenía que haberle llevado un buen pollo de corral.
A Conchita sí le gustaba el conejo, vaya que si le gustaba. También le gustaba el pollo. Y la ternera, y el cordero, y hasta el cerdo. Por el jamón se perecía. Lo único que nunca habría querido saber era cómo esos animales convertidos en apetitosos trozos de carne fresca llegaban a las carnicerías. Para ella un animal de estos o estaba en el corral o estaba pelado y despedazado en un mostrador; demasiado bien sabía lo que pasaba entre una cosa y la otra. Incluso tenía un amigo veterinario que le había hablado de las condiciones crueles en que los animales de granja se criaban antes de llegar a los mataderos y de la inhumanidad de estos establecimientos públicos, pero no quería recordarlo ni saberlo. En un momento de su vida, cuando era estudiante, se le ocurrió que lo suyo era una hipocresía y, tomando ejemplo de una amiga suya, pasó una temporada siendo vegetariana, pero la satisfacción moral de no tener contradicciones y de no sentirse hipócrita no le compensaba del abandono de una costumbre inveterada y muy generalizada entre la gente, la de comer carne.
-Claro que me gusta el conejo, Josefa, claro que me gusta, y más éste, que debe de estar estupendo, criado por usted en la huerta... El problema es que yo no me atrevo a matarlo.
-Ay, hija, eso no es problema. ¿Quiere que se lo mate ya? –se ofreció complaciente y feliz la Josefa, con mucha disposición. Con la misma disposición se lanzó Conchita a evitar que lo matara allí mismo, delante de sus propios ojos, porque ya la Josefa estaba alisando el lomo y las orejas del animal dispuesta a pegarle un golpe de gracia en toda la nuca.
-No, no, Josefa, déjelo... –gritó Conchita. Y ya más tranquila se tuvo que inventar una excusa para la mujer. –Es que si lo mata ahora tendré que congelarlo y prefiero comérmelo fresco.
-Pues claro, tiene usted razón, es verdad, pero ¿quién se lo va a matar luego? –contestó muy razonablemente.
-Pues ya veremos... Usted no se preocupe, que ya lo mataremos de algún modo –contestó.
La Josefa le dijo que de algún modo no, que sólo había una manera de matar un conejo, y era dejarlo caer de las patas, alisarle bien el lomo y las orejas y darle un buen golpe en la nuca para dejarlo tieso. Se le ocurrió que Maruja, la mujer que iba a limpiar la casa dos veces a la semana, podría matarlo cuando se lo fuera a comer. Conchita la oía aterrorizada, imaginando aquello, pero vio el cielo abierto. Quizás se lo regalaría a Maruja. No, no podía regalárselo, porque Maruja le iría con el cuento a la Josefa, y eso no estaba bien. Y además, que Maruja no lo iba a entender y diría que eso era una cosa sin fuste, o sea, lo peor de lo peor, según ella. Lo que no podía soportar era tener al conejo vivo, corriendo por el patio por la mañana y al mediodía echarlo a la cazuela, vamos, concretamente, haber tenido una relación personal con el conejo y luego sacrificarlo. Pero esto no se lo dijo a la Josefa. Le aceptó el regalo porque no podía hacer otra cosa. La mujer cogió su bolsa de plástico, le dejó el conejo sobre la mesa de la consulta y se fue tan contenta a su casa, convencida de que había tenido un buen detalle con la practicanta.
Conchita se quedó allí, mirando al animalito atado de las patas. Movía el morro inquieto, como si olisqueara algo y le pareció que la miraba un momento pidiendo clemencia. Todo eso eran tonterías, desde luego. Ella podía pensar lo que quisiera, pero los conejos no tienen tanta sutileza, ni se podía imaginar lo que le esperaba, porque es de suponer que los conejos no tienen imaginación ninguna ni conocimiento de la vida. ¿Y sentido del peligro y de la muerte? No lo parecía, al menos. Estaba allí, tan tranquilo, y ya ni se rebullía. O quizás era más listo de lo que se podía pensar y ya sabía que había dado con una persona débil y apocada en cuanto a lo de matar conejos. Y de pronto ella volvió a la conciencia de sus viejas contradicciones. Esto era invertir la ley de la selva. La fatal necesidad. Si matas, comes. Para ella, sin embargo, la ley tenía un componente de orden moral, al invertir los términos: si comes, matas. Así lo pensó, pero viendo al pobrecito conejo, tuvo, una vez más, la tentación de hacerse vegetariana. Luego, recordando la inversión moral de la ley de la naturaleza, le vino la idea de intentar matar al conejo con sus propias manos. No debía de ser tan difícil. Se coge de las patas, se le alisa el lomo y las orejas, y un buen golpe. ¿Y si fallaba y se quedaba el conejo tetrapléjico, con el cuello torcido y ella perdía el valor para un segundo golpe?. ¿Y si lo conseguía? Pues no sabía qué era peor, porque se imaginó con el conejo muerto entre las manos, y encima tener que sacarle la piel y las tripas. Le dio un amago de náusea. Era imposible. Soltó al conejo en el pequeño patio de la consulta. Cuando terminó su trabajo, a las ocho de la tarde, ya de noche cerrada, se quitó la bata blanca con cansancio y pensó cómo se llevaría el bicho a su casa, si colgando de las patas, para lo cual tendría que atarlo de nuevo o apretado en su mochila, para la cual tendría que vaciarla entera y acomodarse sus cosas por los bolsillos del chaquetón. De este último modo se lo llevó, pensando aún por el camino en el tremendo dilema en el que la Josefa la había puesto. Al llegar, lo soltó en su propio patio, lleno de plantas en tiestos, y le echó unas hojas de lechuga. El animal se las comió en un santiamén y se puso a corretear por entre las macetas. Era simpático el animalillo. Nunca había gozado de la libertad de un patio, siempre en la jaula, engordando y poniéndose peludo y suave. Al día siguiente, con un vaso de café con leche en una mano y una magdalena en la otra, salió al patio en bata y vio otra vez al pobrecito conejo agazapado tras las macetas. Le echó otro par de hojas de lechuga: el desayuno del pobrecito conejo. Luego le hizo gracia cómo movía el morro. Con sus dos dientecillos le recordaba a un compañero de la carrera que se llamaba Ramón. Era un buen nombre para un conejo. Le puso ese nombre. Decididamente acababa de indultarlo; no se mata a un animal con nombre, excepto en las corridas de toros. Acababa de promocionar al conejo de carne para un arroz a mascota. A ella no le molestaba en absoluto que correteara por el patio. Con tal de que Josefa la Bizca no se enterara. Maruja tampoco lo iba a entender, pero ya se arreglaría con ella. Le explicaría cualquier cosa, o le diría la verdad, pidiéndole que no le dijera nada a la Josefa, con lo cual sería ya para siempre su cómplice, aunque la mujer no lo entendiera y pensara que era una persona sin fuste. Viviría con sus contradicciones y sin probar el conejo nunca más.
6 comentarios:
Docente esforzada, cocinera detallista, escritora preclara, ¡Feliz Navidad!
Docente esforzada y cocinera detallista, vale, lo de escritora preclara, no sé yo, no sé yo. Un abrazo, Miguel Ángel.
Ah, veo que compartimos el vicio de los cuentos. La otra vez que fui a tu pérfil creo que me desvié por el lugar de los placeres y no descubrí esto. Esto es pura bobería, pero: ¿me creerás que me llamo Víctor, tengo cara de huérfano simplón y mi abuela se llama Josefa?
Ah, tampoco como conejos.
Son curiosas coincidencias que me hacen reír, pero por lo que veo por tu foto no tienes exactamente cara de huérfano bobalicón, sino cara interesante. Yo hace tiempo que no como conejos ni ningún bicho bullente. Un feliz reencuentro, Víctor
Algunos autores consiguen que las letras sean palabras llenando el aire y llegando al oído.
Pero para que se pueda sentir lo escrito así, es necesario que quien escribe, olvide las letras y lo haga con voz. (Yo me entiendo jajajaja)
Tu lo haces.
Te imagino allá en aquella granja de paisajes calmados, recostada en cojines entre el humo de la sisa o los cigarros...contando. Y nosotros, dejando que el tiempo pase y la magia de la voz, lo envuelva todo.
Un placer venir y encontrarme con tanto y tan lindo.
Te añado, me gustan las palabras que mantienen su sonido
Hola, Celeste. Me encanta lo que dices de la voz, porque es eso lo que pretendo, que haya voz y haya las menos letras posibles. Un placer tenerte de lectora.
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