DAVID GOLDER
Irene Némirovsky
Narrativa Salamandra
La novela “David Golder” es un breve y agudo retrato del Capitalismo encarnado en uno de sus ejecutantes –que ahora se llaman ejecutivos y son empleados a sueldos astronómicos e impensables–, y tiene su acción situada en los años veinte, aquellos que se llamaron “felices” y que fueron el alegre, y en ocasiones dramático, impasse económico entre dos grandes guerras. Por entonces –también por ahora, al menos en ciertos sectores– un hombre de negocios podía hacerse inmensamente rico no perteneciendo a ninguna gran corporación, sino por su propio esfuerzo y casi en solitario, siempre que se convirtiera en un sacerdote abnegado del sistema. Y eso exactamente es el protagonista de la primera novela de Irene Némirovsky, una escritora que no tenía los modelos muy lejos, pues su propio padre era uno de estos ambiciosos negociantes, enriquecido hasta el delirio por lo que hoy llamaríamos “pelotazos”, que no son más que oportunidades no demasiado limpias que el Capitalismo ofrece a sus hijos más osados, hijos con los que, sin embargo, no hay piedad nunca en la caída.
Pero sabemos que el Capitalismo es también el hijo predilecto de otro sistema no menos despiadado, su colaborador indispensable y, en realidad, la vía históricamente más reciente para mantenerse a flote. Hablamos de un sistema muy antiguo, más que cualquier otro sistema, que configura el mundo simbólico y que ha ido utilizando a lo largo de la Historia todo modo de organización para perpetuarse. Para decirlo con más propiedad, todos los sistemas económicos, de producción, de organización social, no son sino las formas dimanantes del Gran Padre, las únicas que podían nacer de una constelación simbólica como el Patriarcado.
Por esa razón, por ser el reflejo individual de todo un sistema, David Golder ofrece, como toda obra literaria bien construida, varias posibilidades de análisis. Se puede ver desde diferentes puntos de vista sin que el objeto original pierda su unidad, porque todo encaja perfectamente; los aspectos sociales no están disociados de los meramente humanos, ni los económicos de los sociales. Naturalmente, y considerando lo dicho anteriormente, “David Golder” ofrece también un interesante análisis de género, que también encaja al milímetro en el orden total de la obra y –cómo no– en la sociedad de la cual es un retrato.
El protagonista de la novela, un judío enriquecido súbitamente, hombre implacable de negocios, es una de las figuras del padre más extremadas. Ocupa el espacio público casi constantemente y sólo de un modo precario el espacio privado, donde no es sino el instrumento, la máquina infatigable de producción de bienes. No es querido ni cuidado, sino sólo temido –no temido en sí mismo, por su personalidad y autoridad, sino por la contingencia de su ser y el riesgo que pueda correr como provisor– y, desde luego, utilizado. Su vida y su salud no interesan sino en la medida en que es el que aporta los recursos para el mantenimiento de un status social y económico del que la familia –si así puede ser llamada– es advenediza. Sus sentimientos, sus recuerdos, sus intereses personales, no cuentan para nadie. La familia no está hecha de sucesivas generaciones que atesoran los recuerdos y las tradiciones, sino de advenedizos que todo lo ignoran sobre su persona; él es un hombre “nuevo”, por lo cual su origen no cuenta, ya que el dinero, conseguido de súbito, lo ha sacado de su mundo primigenio y lo ha convertido a él mismo en un recién llegado a la cumbre del sistema. Ni siquiera la muchacha con la que se unió en la pobreza es la misma, aunque sea la misma persona. Sobre ella ha obrado también el desarraigo. Las transformaciones que ambos, hombre y mujer, han sufrido en su vida por causa del dinero han obrado en función del género, como no podía ser de otro modo. Si David Golder ha alcanzado los más extremados modos del padre, ella ha llegado a ser la abeja reina, una de las figuras extremas de la madre. Pero no podemos entender esto en un sentido mítico primitivo, donde ser madre o padre por excelencia eran los caracteres de un patriarcado original y primario donde las marcas de género respondían a unas funciones sociales determinadas, sino que en este caso, en un sistema capitalista avanzado, tales papeles simbólicos se convierten en grotescos, debido a su perversión, es decir, al desvío de sus originales funciones, ya que en ningún caso las cumplen. Son ambos pura parodia. Ni David Golder es la cabeza visible de un grupo patriarcal que asegura bajo su férula la supervivencia de sus descendientes y el mantenimiento de un orden social, ni su mujer es la madre fecunda que asegura la continuidad biológica. Ambos son fundadores de la nada, parásitos de la tierra, simples muñecos que ocasionalmente cumplen un papel para un sistema desnaturalizado que ya no sirve al hombre, sino que se ha convertido en una maquinaria implacable contra el ser humano. La guerra parece anunciarse ya en esta perversión, aunque no sea nombrada en ningún momento, se puede vislumbrar. Es necesario un nuevo pacto social en la fratría para la supervivencia: el conflicto está en qué tipo de pacto. El totalitarismo fascista y el comunista proponen dos posibles pactos en los cuales el sistema capitalista desaparecería –lo cual sabemos que al final no es verdad del todo–, con la instauración de un nuevo sistema oligárquico bajo la capa ideológica de lo popular o lo patriótico; las potencias occidentales llamadas democráticas proponen otro tipo de pacto ecléctico, el de la famosa frase de Lampedusa, que todo cambie para que nada cambie. El sistema sigue funcionando, limando su ferocidad. Al modo salvaje del período de entreguerras, no había camino para su continuidad. Y naturalmente cualquiera de los sistemas da por sentado que subyace la línea patriarcal, la cual es la verdadera armazón de todo. Sea cual sea, será un pacto entre caballeros, una vez terminado el juego masculino de la guerra que dirimirá qué tipo de pacto social se impondrá. En cualquier caso lo que muestra la novela de Irene Nemirovsky es la perversión absoluta del sistema patriarcal a manos de un sistema capitalista que es su hijo más reciente y querido, pero en esa perversión, como ya queda dicho, hay mucho de risible, si no fuera tan cruel que borrara toda sonrisa.
David Golder reúne en sí, ya queda dicho, como personaje, las características más exacerbadas del Padre. Su falta de piedad humana es una de ellas. Al Padre le interesa sólo la maquinaria, que todo continúe retroalimentándose. En este caso, el flujo de dinero, que ya es puro símbolo. Nadie está libre de ese afán por el dinero, al cual, por otra parte, no se le tiene ningún respeto. El dinero no es nada en manos de los personajes. Los que lo tienen lo despilfarran sin pena ninguna, los que no lo tienen se acogen al despilfarro de los otros. El primer caso es el de la mujer y la hija de Golder, el segundo el de Hoyos y otros parásitos acogidos a su mundo privado. Para él mismo el dinero es un puro juego de negocios. De hecho, Golder puede vivir con poco. En la ruina, vive en la austeridad absoluta. De lo cual podemos deducir que el dinero no es para él un modo de procurarse los medios de vida, ni siquiera los placeres que pueda proporcionarle, sino un elemento de carácter simbólico que se convierte en el objetivo mismo de su acción. La única finalidad que le encuentra cuando lo consigue es ponerlo a los pies de la mujer –primero la esposa, luego la hija– como ante una diosa insaciable. El placer que él obtiene está en el mismo modo de conseguirlo; es un juego de poder y astucia que le permite aplastar a los otros, como ocurre con su socio, cuyo suicidio abre la novela.
Los personajes en la novela no tienen eso que en narrativa se llama “psicología”. Alguien podría pensar que es un defecto de novelista joven –la autora tenía sólo veintisiete años cuando la publicó–, pero si es un defecto, realmente conviene al asunto tratado, pues estos personajes no precisaban ni un rastro de humanidad; son sólo esquemas de ambición y avaricia, como en el caso de Gloria, la mujer de David Golder, y él mismo, o de inconsciencia y frivolidad, bajo la cual hay tanta ambición como en los otros, como en el caso de Joy, la hija del matrimonio Golder, la nueva diosa que ha reemplazado a la madre en la exigencia de sacrificios, al final incluso humanos. En la extrema sofisticación del sistema capitalista avanzado volvemos a encontrar un fondo cruel de primitivismo. Sólo un personaje parece tener algo de lo que podríamos llamar humanidad, y es un personaje bastante menor en la novela, que sin embargo cobra una gran importancia simbólica: el joven marinero inmigrante que asiste a la muerte de Golder en el barco que le lleva a Constantinopla una vez consumado el gran negocio que rehace su fortuna para su hija. Este muchacho, entre la compasión y la codicia, está a su lado en esos momentos dramáticos. La compasión y el interés humano es lo primero que surge en él, aunque luego, a la vista de la cartera del hombre de negocios, piense también en la posibilidad de que ese dinero sea finalmente para él, como así resulta finalmente. Al menos en él encontramos la mezcla de sentimientos e intereses que es humana, no la pura linealidad de los demás personajes. Su carácter cobra importancia en la novela por representar la continuidad del sistema; este muchacho que huye de la Rusia comunista, va hacia Occidente para hacerse rico, para ser el nuevo Golder, y es el mismo Golder el que le proporciona la oportunidad de serlo, con ese dinero y los encargos que le hace para cumplir cerca de los centros de poder económico. Golder encuentra en él un heredero extraño, el hijo “espiritual” que puede reproducir lo que él ha sido como servidor del Capital. La línea de sucesión no podía ser femenina. Su hija no era una persona sino el objeto deificado ante el que poner las ganancias, lo arrancado por la fuerza a la naturaleza en una lucha que ya no es directa, sino medidada y simbólica. Ciertamente, Golder se asegura bien de que no sea ella nunca la que disponga de su dinero total, sino que sea la simple beneficiaria periódica de su rendimiento. Al muchacho le hace un legado mucho más importante, con la donación del poco dinero que lleva en su cartera, el legado de la continuidad, si es, como él, un hijo osado del sistema.
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