12/17/2007

Margarita y las joyas 4

No anda este asunto muy lejos de una consideración acerca del lugar que la mujer, como objeto, pues como sujeto tímidamente comienza su dificultosa aparición, ocupa en la literatura del siglo XIX. Quizás me he quedado corta y no se trata sólo de la literatura romántica, sino de un lugar ocupado secularmente y que en el Romanticismo encuentra su máxima expresión por causas que exceden los límites de esta exposición literaria. Para resumir la idea, diré que más que nunca se exalta una imagen de lo femenino que apareció mucho tiempo atrás, en las cortes de amor medievales y en la primitiva adoración mariana: la extrema separación entre naturaleza y cultura, la naturaleza representada por la Mujer, la cultura representada por el Hombre. Esa separación es tan drástica que incluso afecta a las creaciones artísticas: lo popular sería perteneciente a la Naturaleza, o sea, femenino y colectivo, lo culto, lógicamente, a la cultura o civilización, es decir, masculino. La mujer real sólo puede estar en el que Goethe llama “el pequeño mundo” y no puede aspirar a las alturas metafísicas ni poéticas. La mujer, con minúscula, es un colectivo formado por individuos todos iguales o clasificados en imágenes fijas: la mujer fatal, plena de belleza y maldad, la doncella, casta y recogida, ignorante de todo, la matrona y la bruja. En esa dicotomía entre cultura y naturaleza, se produce la exaltación de una imagen femenina ideal, intangible; en definitiva, una imagen de mujer inexistente, ansiada y perseguida, convertida en símbolo de la belleza poética, una Mujer con mayúscula, mientras la mujer real es sometida a unas leyes biológicas estrictas sancionadas por leyes sociales más estrictas aún en las que ella, naturalmente no interviene. No es fácil demostrar esto en el corto espacio que tenemos, pero es algo que podemos ver claramente en el Fausto de Goethe, por la importancia que cobran dos mujeres en la obra: Margarita y Helena. Podemos ver, por ejemplo, sus tesoros. El tesoro de Margarita: un modesto cofrecillo de joyas ofrecido con vistas a la seducción. El tesoro de Helena, en la segunda parte del Fausto, los sótanos de un castillo inexpugnable donde se acumula todo el oro y las piedras preciosas de la tierra. Margarita entrega su vida por culpa de su pequeño tesoro; Helena es obsequiada con él a su vuelta del cautiverio en Troya. Y si fuera poco esta imagen, tendremos que mirar cómo Fausto abandona a la mujer real a su suerte, por más que en última instancia acuda a la prisión a ofrecerle una salvación ficticia y malévola, mientras persigue por los mundos ulteriores la imagen de Helena, en el recorrido onírico, delirante y simbólico que es la segunda parte del Fausto. Que esto es así lo sigue demostrando el hecho de que cada uno paga con lo que tiene, con lo que simbólicamente se le concede: Fausto con su alma para adquirir conocimiento y superioridad, pues no es sólo juventud y poder lo que se le entrega finalmente (esa es la parte previa que corresponde al pequeño mundo); Margarita con su cuerpo por las culpas de haber sobrepasado las estrictas leyes sociales a las que la mujer se somete.

Y aún algo más, y que afecta a la misoginia desarrollada en la cultura occidental desde el medievo: el asunto de las joyas. Una pregunta que surge ante este cuadro en el que Margarita no parece precisamente muy entusiasmada con su magnífico collar de perlas-lágrimas: ¿por qué ese apego, esa fijación de las mujeres con las joyas? Puesta a pensar, encuentro dos razones: una afecta al regalo, a la donación seductora; la otra afecta a algo más pedestre y elemental, un asunto de supervivencia. Aparte estarían las razones tradicionales que cualquier misógino aduciría: la mujer es avariciosa, la mujer es coqueta, es vanidosa. Trata de acumular tesoros y trata de estar hermosa para ser halagada. Las acusaciones, como tales, no son ciertas en sí mismas, pero lo serían vistas de otra manera. Ahí vendría sor Juana Inés en nuestra ayuda, pero ya la llamaremos cuando tengamos necesidad.

En primer lugar, a la mujer se le regalan joyas porque están hechas con materiales que provienen de las entrañas de la tierra, es decir, se le entregan objetos que tendrían el poder de la magia simpática para propiciar a los iguales: si ella es naturaleza profunda, se la identifica con la tierra, en cuyo seno se crían las joyas, como en el seno de ella se crían los vástagos; esto es el carácter simbólico del asunto. En otro orden de cosas, el enamorado entrega joyas para demostrar su poder social y atraer así a la mujer a una seguridad para la crianza. Si ella las acumula con gusto, es por otra razón bien diferente y mucho menos simbólica. Evoquemos un hecho común que todos habremos vivido en nuestra infancia, si pertenecemos a una clase media más o menos acomodada: nuestra madre tendría un modesto o lujoso joyero, según posibilidades, con sus joyas. De algunas nos diría que eran herencia de su madre y que algún día serían herencia para las hijas de la familia. Las joyas, por modestas que sean, son un pequeño tesoro que las mujeres se pasan de madres a hijas. Lo he estado pensando con detenimiento y creo que no basta la vanidad o la coquetería, ni siquiera la avaricia, para justificarlo. A mi parecer es algo que responde a la necesidad de asegurar la supervivencia. Las joyas constituyen un seguro para las mujeres. Que en ciertas capas sociales y en este tiempo ese seguro personal ha perdido por completo su función, es cierto, pero también lo es que las costumbres seculares no desaparecen fácilmente y, sin conocer ya la verdadera función, se sigue recurriendo a la misma estrategia. En sociedades más primitivas, algunas contemporáneas nuestras en países pobres, la mujer es pobre entre los pobres, porque, como ser tutelado, no es la propietaria de ningún recurso. El divorcio, el repudio, la viudedad o la soltería pueden sumirla en la miseria. No puede acumular dinero, porque no se le permite guardarlo en instituciones a su nombre -esto ocurría en este país mismo hasta no hace tanto- y según las leyes de muchos países queda excluida de la herencia de su padre. ¿De qué modo puede obtener recursos duraderos y rápidamente utilizables si no es acumulando joyas? Vamos a ver ahora los escaparates de joyerías en un país como Marruecos, en la Medina de Tetuán, imágenes que debo agradecer a un buen amigo, Manuel Rodríguez, que generosamente me las ha enviado. Podrían servir los escaparates de nuestras joyerías, pero las marroquíes son mucho más deslumbrantes y explícitas para lo que queremos explicar. La mujer marroquí es una de esas excluidas de la herencia paterna, así que estas son joyas de dote o regalos para mujeres que sólo contarán como patrimonio personal con lo que consigan acumular en oro y piedras preciosas. Para completar este cuadro, traigo aquí un precioso documento, una carta de dote morisca de Granada, registrada notarialmente en 1540. La rescata del pasado para nosotros la estudiosa granadina doña Joaquina Albarracín Navarro. En su momento era un documento jurídico; ahora es un documento histórico, pero hoy tiene para nosotros el sabor de lo lírico; el amor a las palabras y a los objetos preciosos que evocan.

Dice para comenzar doña Joaquina Albarracín:

“Entre los documentos inéditos que Juan Martínez Ruiz guardaba en una carpeta titulada “en elaboración”, aparece transcrita una carta morisca de dote y arras escrita en letra procesal encadenada de muy difícil lectura, fechada “a treze días del mes de Nobienbre de 1540”, procedente del Archivo de Notarías de Granada.

Los contrayentes son: Lorenço Hernández Abenhabid y Guiomar Axaa, de “la collaçión de S. Salbador” (Albaicín). ”


En esa carta de dote, que pretende como se puede suponer asegurar los recursos de una mujer que se va a casar, aparecen perlas, piedras preciosas y oro, joyas semejantes a las que hemos visto en los escaparates de Tetuán. Joyas que nuestra melancólica Margarita no pudo ni soñar con su cofrecillo de joyas demoníacas. Las palabras que las nombran ya no existen y, si existen, nadie las usa. Hay también en ello algo de melancólico, algo elegíaco.

Entre muchos enseres y prendas, la joven Guiomar -¡qué hermoso nombre de morisca!- recibe un abdul de çinco borlas de seda de grana con su aljófar e oro con sus trenças y otro abdul de seda amarilla, con colores Un abdul era un collar trenzado que usaban las moriscas de Granada, que se componía de trenzas de seda con labores de oro y borlas de la misma clase de color de grana, amarillo, azul y morado. Las borlas con bellotas de oro, que pendían de estos cordones o collares eran de ordinario tres, pero los había también con cinco. En vez de broche el adul se sujetaba a la garganta con botones de oro o de aljófar. También incluía la dote de Guiomar un collar con alcorcíes de oro, los cuales eran unas piezas de oro con esmaltes que pendían de las gargantillas de aljófar. Anillos, le dan en dote tres, dos con turquesas y otro con un granate. Siendo morisca, no podían faltar las ajorcas, de oro por más señas, que eran brazaletes para los tobillos. ¿Y un collar con balage? Una de sus prendas más preciadas seguramente, pues el balage, nombre tomado de la provincia persa de Balajs, era un berilo semejante al rubí, de un tono no tan encendido y tirando al morado. Pero sin duda la estrella de la dote debía ser un collar con dos alcorcíes de oro, dos piedras balages y otras piedras y perlas, además de otro collar de oro pequeño, con dos alcorcíes esmaltados con perlas y aljófar, todo ello ensartado en un cordón de seda colorada. Zarcillos no debían faltar y eran de oro, de doce cuentas, con su aljófar y seis pinjantes, palabra esta en desuso que significa, según me dice mi amigo Paco García y me confirma, aún con más precisión, mi cuñado Luis Alberto el Arqueólogo, eran unas piezas preparadas en cualquier objeto de joyería para colgarle piedras preciosas o perlas, o lo que buenamente se quisiera.

Para mirarse con sus joyas a Guiomar no le faltó en la dote un espejo de plata con una borla de seda azul.

Si con un sencillo cofrecillo Margarita fue seducida, una muchacha humilde que no había visto una perla en su vida, y que se siente una “señorita”, ¿cómo se sentiría la joven dotada con estas deslumbrantes joyas? Se sentiría segura, podemos asegurarlo. ¿También hermosa cuando se las pusiera y se contemplara en ese espejo de plata, como nuestra Margarita se contempla en el espejo gótico de madera oscura? Con toda certeza. Diría el misógino: la vanidad femenina. Pero pensemos si no se ve la mujer hermosa con las joyas porque representan su salvación. Es decir, cambiamos el punto de vista. Si el verde nos alegra la vista porque representa ancestralmente la promesa de nutrición, las joyas nos hacen parecer hermosas porque representa nuestra riqueza. Lo que para el misógino es vanidad, no es sino seguridad. Lo que es avaricia, se convierte en supervivencia. Y esto más o menos es lo que decía Juana, aunque aplicado a la caida de la mujer en la seducción. En el caso de las joyas llama vanidad y avaricia el misógino a lo que su propio mundo masculino ha creado. Y ahora sí que podemos llamar a Sor Juana Inés de la Cruz en nuestra ayuda, con unas cuantas de sus magníficas y airadas redondillas contra la vanidad masculina.





¿Cuál mayor culpa ha tenido

en una pasión errada:

la que cae de rogada,

o el que ruega de caído?

¿O cuál es más de culpar,

aunque cualquiera mal haga:

la que peca por la paga,

o el que paga por pecar?

Pues ¿para qué os espantáis

de la culpa que tenéis?

Queredlas cual las hacéis

o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,

y después, con más razón,

acusaréis la afición

de la que os fuere a rogar.

Bien con muchas armas fundo

que lidia vuestra arrogancia,

pues en promesa e instancia

juntáis diablo, carne y mundo.


Y en el caso que nos ocupa, nunca mejor dicho.

Quizás algún día las mujeres de todo el mundo acumulen joyas o las atesoren en sus pequeños joyeros solamente como un maravilloso recuerdo de familia. Quizás algún día Margarita pueda contemplarse en ese espejo sin la melancolía de un destino fatal que le traen esas tristes perlas. Quizás entonces, las mujeres puedan leer con mucho placer este pequeño poema sobre mujeres y joyas de un poeta hebreo del siglo XII, navarro por más señas, Yehuda Levi1:


Seda bordada es el vestido de tu cuerpo,

pero la gracia y la hermosura recubren tus ojos;

las joyas de las doncellas son obras de artesano,

mas esplendor y encanto son tus adornos.



Te revistas o no de brocados como las señoras,

te basta tu figura, pues te adornas de encanto y no de joyas.

Estás colmada de hermosura, ¿qué te añaden collares y lunetas?

¡Sólo impiden abrazar tu garganta, besar tu cuello!


1(Yĕhudah Ha-Levi (1070-1141), nació en Tudela. Es sin duda el máximo exponente de la poesía hebrea peninsular medieval. Tras dejar en su juventud su ciudad natal, se estableció en las tierras musulmanas de Al Andalus, recibiendo allí una esmerada formación tanto en ciencias, particularmente en medicina, como en leyes, teología y poética.Tuvo estrechas relaciones con los mejores poetas judíos y árabes de su época, gozando en vida de una fama extraordinaria, siendo aún sus versos leídos con deleite en la actualidad. Tocó temas amorosos y báquicos, cantó a la amistad, lloró por la muerte de los seres queridos, reflexionó sobre asuntos muy humanos, ensalzó a Dios y trató de consolar a su pueblo en elexilio. Al final de su vida, dejó Sefarad y embarcó hacia Israel, deseando pasar sus últimos días en la añorada tierra de sus antepasados, por él tan amada.

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