El día 29 de noviembre de 2007 di una conferencia en el Museo de Bellas Artes de Murcia, con motivo de un ciclo organizado por el propio Museo y coordinado por Santiago Delgado. El cuadro asignado, graciosamente, a mi comentario fue este melancólico lienzo de Juan Martínez Pozo, un pintor murciano romántico muerto a los veintiséis años. Reproduzco aquí el texto completo de la conferencia. Sucesivas entradas numeradas con el mismo título permiten una lectura continuada del texto.
MARGARITA Y LAS JOYAS
Evocación sobre un cuadro de Juan Martínez Pozo
Por razones que todo el mundo en esta ciudad sabe, me he criado viendo pinturas; para decirlo más claramente, he crecido en el estudio de un pintor. Eso incluye también visitas a museos desde muy niña y abundancia de libros de pintura a mi disposición desde que aprendí a leer, que no fue precisamente tarde. Por eso, cuando me pongo a mirar con atención un cuadro, y eso es ya un hábito en mí, empiezan a surgir ideas, sentimientos, recuerdos, relaciones, todo ello de una manera intuitiva, algo confusa. Son pequeños rayos de luz que vienen de la materia pura, y no sólo de la imagen en su conjunto, del tema o del motivo concreto, sino de la materialidad misma del objeto: la calidad y cualidad del material usado, su distribución, la finura o grosor del trazo, las zonas de color y de sombras. Tanto importa que sea una pintura altamente figurativa, abstracta o minimalista. Yo percibo por la vista, pero pronto el objeto toma otras cualidades sensuales distintas desde ese punto de percepción: puedo saber cómo sería si la tocara –lo que está muy mal en alguien que contempla una obra de arte, ya lo sé, pero que he hecho a menudo con pinturas de toda confianza, con los ojos cerrados- y cómo olería si me acercara lo suficiente a ella. Esa evocación sensual bien arraigada en mí, unida a los recuerdos más lejanos, me permite luego ir más allá, trascender lo inmediato –incluso aquellos aspectos técnicos que a los críticos tanto gustan- y entrar en el mundo de lo representado. Y de nuevo encontrarme, en ciertos casos, que lo representado trae a mi imaginación y a mi pensamiento todo un proceso de elaboración desde la infancia hasta la edad adulta. Así que empezaré tratando de explicar esas intuiciones directas que la pintura de este cuadro, esta “Margarita” de Martínez Pozo, me evoca. El de este pintor muerto tan joven es un pincel meticulosamente melancólico. Resulta muy difícil definir esa sensación, porque parece que la melancolía es dejadez y abandono, pero sólo parece, pues la melancolía es detallista, meticulosa y observadora. El alma se repliega y se sitúa en un punto de vista que antes no había tenido. Un poeta melancólico se demora en la observación del tiempo, de la luz, de las sombras, mira el espejo de su propia alma cuando el tiempo y la fugacidad o lo doloroso de los acontecimientos se refleja en ella. Un artista melancólico es un acechador del destino. Un pintor tiene otras costumbres: deja que sea su material el que trabaje en el telar de la melancolía, y así, necesariamente, aparece en el cuadro ese tacto aterciopelado en ciertas zonas, sedoso en otras, que da el deslizarse del tiempo en la creación, y, sobre todo, aparece la comprensión piadosa del modelo. De la profunda oscuridad nace la luz: la luz triste del rostro de la mujer, la luz pálida de sus finas manos, el oriente triste de las perlas, que la imaginación popular ha designado como lágrimas. Las perlas son llanto. Presagian llanto. Margarita es un nombre que designa a una flor, pero en su origen griego designaba a la perla. No hizo mal Goethe en cambiar el nombre que la muchacha tenía en el primer Fausto, Gretchen, por este de Margarita. Es cierto que es un cuadro literario, es decir, basado en una escena de la literatura. Esta obra ha sufrido y ha gozado de toda clase de ilustraciones y recreaciones pictóricas, generalmente más basadas en la magnífica ópera de Gounod que en el texto original de Goethe. Este mismo pintor, que aquí se muestra tan melancólico, es un entusiasta que arrastra el pincel lleno de colorido, arrebatado, en un cuadro como “Las cruces”, que, este sí, está plenamente basado en la ópera y no en el texto del genio alemán, ya que tal escena fue una recreación de Gounod, quien quiso convertir su ópera en un alegato cristiano de la eterna lucha entre el bien y el mal. Sin embargo, este cuadro que hoy vemos no viene de ahí, sino directamente del poema dramático Fausto y de esa primera parte que el poeta dedica, como él mismo dice, “al pequeño mundo”, a la concreción del mal en la tierra y sus efectos sobre sus pequeñas criaturas. Digo esto porque no se trata, a mi parecer de un cuadro “teatral”, sino literario, es decir, psicológico, se diría que lírico. Un pintor que desea pintar un cuadro “teatral” tiene que trabajar de memoria, o quizás con un ligero apunte tomado de cualquier modo en el propio teatro. Nunca se trata de un cuadro detallista, cercano en la visión, sino de grandes movimientos o de escenas concentradas pero ligeras, amplias, que dan idea de la teatralidad. Cuando se ve un cuadro de estos, se intuye el decorado, el disfraz de ópera, se intuye hasta el público. El cuadro se puede escuchar, no sólo ver. Pues ni en el Fausto de Goethe ni en la ópera de Gounod, ni en ninguna de las restantes recreaciones musicales o literarias, tiene Margarita ante el espejo la melancolía que presenta en esta imagen; esta es una imagen de estudio, una imagen recreada, pensada, casi acariciada, en la misma actitud del poeta melancólico. Es sin duda, tras ese primer encuentro sensual con el cuadro –tacto de ropa antigua, aroma de madera vieja-, la primera impresión que me alcanza. Una tremenda melancolía, no la alegría de la muchacha que se prueba joyas encontradas en su casta habitación, sin saber quién es el donante. Podemos comparar la jovialidad de esta escena de ópera con la joven de mirada baja, de rostro serio, ensimismado, de nuestra Margarita, una muchacha sana y sonrosada, una perfecta germana, pero que no está exultante como la Margarita de Gounod, sino pensativa.
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