1/28/2007

¿Dónde está el diablo?

Lo primero que yo me pregunté al terminar la primera lectura de este relato fue: ¿por qué se tituló “El diablo”? Por más que pensaba en ello, no veía al diablo por ninguna parte. Si se cree en el diablo sin más, se puede hacer una interpretación ortodoxa y lineal de la historia. Un hombre bueno y honrado, sin él querer ni buscárselo, es presa de una posesión diabólica que le concede, por una parte, todos los bienes de la vida –amor matrimonial, riqueza, trabajo productivo, familia, descendencia– y por otra le lleva a una oscura pasión que destruye todo lo anteriormente donado. En definitiva, un pequeño Fausto inconsciente. Existe, por tanto, el diablo y su tentación, y sólo un santo puede resistirse a ella, o llamaremos santo a quien la resista, es decir, se sale santo o destruido de semejante experiencia. Esa sería una interpretación más que religiosa, teológica, más o menos convencional, y tendría sus derivaciones moralistas: hijos míos –hijos míos varones, naturalmente–, resistid, apartaos de la pasión, la cual es el demonio mismo encarnado en la mujer, como siempre, por otra parte. Y si resistís, saldréis excepcionalmente santos o normalmente bien acomodados padres de familia. Porque, arrastrados por el diablo –que se encarna en la mujer para destruiros, como todo el mundo bien sabe– terminaréis arruinados en todos los aspectos. Con esta interpretación tan directa, nos ponemos bajo las negras alas de la religión misógina y damos una demostración gratis a los patriarcas acerca de la existencia del diablo como presencia en el mundo, como espíritu tentador para el hombre –varón, naturalmente– y acerca del habitáculo preferido por ese espíritu, a saber, el cuerpo femenino. Curioso reparto: el diablo encontraría su mejor residencia en el alma del hombre (que es poseída por el espíritu del mal, lo cual lo deja simplemente en el lugar de una víctima de poca resistencia), y en el cuerpo de la mujer, con el cual se identifica plenamente, lo que la convierte a ella (que es sobre todo cuerpo) en el mismo diablo. Ya parece de principio un reparto injusto, pero la idea no es incoherente, puesto que hasta hace cuatro siglos la iglesia católica, por ejemplo, no reconoció alma a las mujeres, mientras que el hombre nunca fue cuerpo, sino que tuvo cuerpo. Para aclarar ideas: la mujer era sólo corporeidad; el hombre era un alma sujeta a su corporeidad momentáneamente, y así cualquier espíritu, del bien o del mal, tomaba en cada sexo lo que encontraba: está claro que, al no tener alma la mujer, el diablo se convertía en su alma, y por tanto en su verdadero ser, mientras que en el hombre se trataba de un apropiamiento indebido, una posesión forzada, generalmente utilizando como vehículo propicio el cuerpo de la mujer, señoreado por el espíritu que lo gobernaba. Si la mujer era joven y hermosa, lo diabólico era eso mismo, su juventud y hermosura; si la mujer era vieja y fea, lo diabólico era entonces la sabiduría nefasta que lo diabólico le daba. O sea, que no había escapatoria. Ella, siempre un diablo. ¿Siempre? No siempre, sólo si trataba de escapar del proyecto de vida creado para ella.

Tolstoi podría haber querido decir esto tan simple y nada más, pero quisiera o no, dijo muchísimo más, porque realmente él no dijo, sino que puso luz sobre el asunto. Nosotros ponemos los ojos y la reflexión. Así que seguí buscando al diablo por entre las páginas del relato. Y mi primera conclusión fue, vistas las primeras reflexiones, y ya era algo, que Stepanida, la campesina no era el diablo. Donde pongo el nombre que Tolstoi da a la sierva objeto sexual de Yevgueni, podemos poner el de cualquier otra. La mujer, con esa extensión genérica que nos convierte a todas en la misma, cuerpo repetido y único, puede ser llamada el diablo por reducción y toda la mala fe de que puede ser capaz el clérigo, pero no es en sí el diablo. Stepanida, simplemente, como ser individual, es una joven sana, de sexualidad libre, sometida a los ciclos de la naturaleza, que en mucho recuerda los antiguos ritos femeninos de fecundidad por los cuales, entre otras cosas, miles de mujeres murieron en la hoguera con el cristianismo. En el relato, la fiesta tradicional de la Trinidad, que celebra la fiesta de la primavera, no es más que una alusión a la procedencia ritual de la sexualidad de Stepanida: en ese baile, que Yevgueni ve de lejos, agobiado por su pasión, de las mujeres sexualmente activas, rodeadas de las niñas que pronto lo serán también, ella es la elegida, la que mejor baila, la que ocupa el centro, o sea, la más activa sexualmente. Alguien dijo que los dioses de las religiones vencidas se convierten en los diablos de las religiones vencedoras; a nadie puede sorprender que la iconografía del diablo cristiano sea un calco de la iconografía del dios Pan y su tropa de sátiros y faunos. ¿De qué otra vieja religión perdida fue diosa la mujer que es convertida en diablo o en servidora del diablo en la cristiana? Retomando la teoría de Margaret Murray[1], ¿qué encontró el cristianismo en las profundidades de los bosques, en las aldeas y en los pueblos extremos donde ni siquiera había llegado la anterior religión pagana oficial? Fue útil reunir en un mismo mito complejo a tres enemigos: el viejo Pan, los ritos sexuales primitivos y la mujer. Y aunque el Tolstoi temporal, el histórico, no el artista, perteneciera ya a un momento en el que tales viejos trucos habían perdido su valor real, social y político, persistía aún, como casi aún ocurre, en el inconsciente colectivo la asociación entre el cuerpo de la mujer y el diablo, mejor dicho, el cuerpo de la mujer como habitáculo del diablo, y, claro está, la mente, el corazón, el alma del hombre, ya que él es eso, como posible objeto de posesión indebida por parte del diablo. Pero como Tolstoi es artista en grado sumo, no pone al diablo en uno y en otra, o lo que sería más burdo, en uno o en otra, sino que simplemente ilumina y nos permite ver el juego apariencial para que nosotros miremos, y si podemos, decidamos dónde está el diablo que aparece en el título y en ninguna parte más de la obra.

A la luz maravillosa que deja caer sobre todo, realmente nada ni nadie es en verdad diabólico, nada delata tal presencia. Stepanida aparece y desaparece con la lógica de la causalidad; está donde tiene que estar, o sea, en los bosques, en los establos, en el trabajo, en la fiesta, como cualquier otra sierva. Ella no buscó, sino que fue buscada, ella no se ofreció, sino que fue requerida. Nada hay de misterioso en ella ni en sus apariciones. Ningún misterio aloja su cuerpo, si no es el de la vida en toda su plenitud, además una vida inocente, directa, sin intermediarios culturales ni sociales; y a no ser que pensemos que el diablo es precisamente esa pureza natural, como pensaron los patriarcas cristianos sobre ciertos aspectos del paganismo, no podemos decir que ella sea el diablo. Lo que ella piense o desee es tan simple que el autor no se siente obligado a contarlo. Yo lo sé y cualquier lector lo sabe, como Tolstoi muy bien supuso. Sus únicas fuerzas “maléficas” son sus rústicos y primitivos deseos sexuales, su hermosura y su lozanía, su juventud. Ocurre que el deseo, el enamoramiento y la pasión son sentimientos y pulsiones tan fuertes que el ser humano –varón, naturalmente– ha tendido siempre a culpar de ello a hechicerías, magias, pócimas y embrujos, cuando no directamente a la posesión diabólica, cuando nada de esto es necesario como explicación si damos algún crédito a fisiólogos y psicólogos; pero resulta útil tal atribución en orden a salir exculpados de nuestras locuras. Stepanida, pues, no es el diablo ni nadie que obedezca a sus mandatos. Podría incluso haber sido cualquier otra y provocar en Yevgueni los mismos efectos.

Todo lo cual, quizás, nos podría hacer pensar que el diablo es el mismo Yevgueni, o que está en él, el otro actor de la historia, precisamente en el sujeto y no en el objeto. Pero tampoco Yevgueni parece ser el diablo propiamente dicho, puesto que él se siente poseído, objeto traído y llevado por la tentación, a la cual va resistiendo como puede. Pone en juego todas sus armas: sus creencias y convicciones morales, su poder, sus anclajes familiares, su trabajo. Todo inútilmente. Pone su voluntad y sus creencias en el ayuno y en la resistencia voluntariosa a la tentación; el continuo pensamiento de la vergüenza social, su estricta conciencia, mucho más estricta que la sociedad que lo rodea, le impiden una y otra vez permitirse lo que muchos otros señores se permitían en su tiempo, y aún hoy en otros ámbitos. Hace valer su poder prohibiendo que se contrate a la muchacha como sierva doméstica, y más aún, tratando de que la alejen de su finca con toda su familia, que de hecho está completamente arraigada en el lugar, algo que el administrador no entiende, porque no ve la gravedad de una relación frecuente, aunque vergonzante, pero admitida tácitamente; nadie, excepto Yevgueni, lo comprendería. Más aún, la salida de una familia entera de buenos siervos arraigados, sin ningún motivo aparente, de una finca en gran producción, no haría sino levantar más comentarios y estúpidas fantasías. Entonces Yevgueni se entrega a su familia, pero todo le parece mortecino y banal –las tontas disputas entre consuegras, la dominación de su suegra sobre su mujer, el aspecto refinado, quizás algo enfermizo, de su esposa– comparado con las frescas carnes de la campesina y los recordados encuentros en el bosque. Se entrega a su trabajo con denuedo y tampoco esto le aparta de su pasión, pues sólo el vislumbre de la joven vuelve a traquetearle los deseos, porque esto no es una cuestión de agotamiento y distracción, sino que basta un segundo para que la pasión dormida por un momento despierte. Pero, ¿es de verdad un diablo quien provoca todo este desastre? Metafóricamente, sí, es decir, podemos usar esa palabra como representación de otra cosa que acontece y que no es única causa, sino un conjunto de causas. Metafóricamente hablando, el diablo que Yevgueni lleva dentro no es otro que su propia construcción como ser humano. Antes hemos visto que la mujer era cuerpo y el hombre tenía cuerpo. Esto crea dos situaciones vitales bien distintas; a una se le niega el alma y todos los privilegios y capacidades del sujeto por ser cuerpo y, por tanto, pertenecer a la naturaleza exclusivamente; la mujer no es sino un elemento inevitable para la reproducción de los individuos que constituyen la verdadera especie humana, los varones. Digamos también que en un sistema patriarcal primitivo, y más primitivamente conservado en ámbitos rurales, las mujeres no elegidas para reproducción de un varón poderoso, son las mujeres disponibles para todos los hombres solos e incluso para los que no están solos y tienen el poder. Stepanida está casada, es propiedad de un hombre, pero de un hombre sin poder, un siervo, por lo cual está también disponible, al menos para quien pueda permitírselo. Ella, como todas las de su clase, es puro objeto utilizable para fines placenteros, o como diría Yevgueni, higiénicos. La mujer no es individual, no tiene capacidad propia de sujeto, sino que es equiparada a la tierra, la cual ha de ser ordenada, trabajada y gozada por el varón. El propietario legal de la tierra–Stepanida es Yevgueni, ya que tanto ella como su marido son siervos; el propietario moral de la tierra–Stepanida es el marido, el campesino, que puede ser y de hecho es despojado de la tierra–Stepanida por el propietario legal. En este paralelismo laten también las ideas anarquistas y de justicia social del noble Tolstoi, pero el hecho puntual es que el paralelismo se establece a todos los efectos para quien lo quiera observar con atención. A lo largo de todo el relato, el levantamiento, la organización, la administración y los trabajos de la finca van paralelos al crecimiento de la pasión de Yevgueni por la campesina, llegando a su punto más alto precisamente cuando todo ese trabajo ha sido coronado con éxito, todo menos la posesión de Stepanida: algo ha quedado truncado en ese recorrido paralelo. Una salida lógica al principio habría sido que Yevgueni hubiera robado de verdad la mujer a su siervo, como le roba la tierra, que se la hubiera llevado a vivir con él, pero no parecía digna esa salida; él tiene un cuerpo, no es un cuerpo, y su alma, su sentimiento, su posición, todo ello son cosas aparte de su carne, que sigue otros derroteros. Esta es la consecuencia para el otro polo sexual: ya hemos visto las consecuencias de ser un cuerpo, estas son las de tenerlo. Como varón, debe atender a los requerimientos de su cuerpo como a los de un necio esclavo, soporte de sí mismo y vehículo de su “verdadero ser”, de modo que su “verdadero ser” quede siempre a salvo de exigencias bajas y torpes. A esta y no a otra higiene se refería Yevgueni cuando requiere los servicios sexuales de Stepanida. Muchos hombres a lo largo de la historia y aun en nuestros días, lo hacen sin crearse grandes conflictos, pero Yevgueni no puede hacerlo. Vive en el campo, pegado a la naturaleza, siendo como es un ciudadano; él no ha nacido para señor rural, sino que el destino lo ha convertido en eso. En él late aún, y con gran fuerza, el conflicto entre alma y cuerpo, entre lo moral y el deseo inculcado a su sexo que hay que calmar por “higiene”. No tiene el cinismo necesario para contentar a esa parte de sí que le han enseñado a satisfacer desde los dieciséis años con amores venales. Para casarse, elige dar satisfacción a su “verdadero ser”, el moral, el anímico, el social, incluso el económico, a qué negarlo, ya que gracias al dinero de su esposa sacará finalmente de sus dificultades la finca. ¿Diremos que no ama a su mujer, la encantadora y enamorada Liza? Claro que la ama. Los romanos antiguos, y antes los griegos, ya lo sabían, que la mujer tenía que estar convenientemente repartida en dos categorías: el amor sacro y el amor profano, la puta y la madre, la amante y la esposa. Sin el concurso de ambas el varón esencial estaría incompleto, puesto que tenía él tan convenientemente separadas ambas partes de sí mismo: alma y cuerpo. Yevgueni no es, por tanto, el diablo, sino en todo caso una víctima suya. El personaje de Yevgueni es, precisamente y como victima, el que muestra toda la complejidad psicológica, la más profunda. Al principio del relato queda magistralmente descrito, físicamente, con una mezcla acertada entre el varón fuerte y sano y el intelectual sensible: es una criatura dual, con su cabello sedoso y sus lentes de miope, en conflicto con su buen desarrollo muscular y la rubicundez de su rostro, físico doble que delata al apasionado. La misma dualidad que encontramos entre su preparación juvenil, con la promesa de una brillante carrera cortesana y su súbita conversión en propietario rural. Nunca terminamos de explicarnos por qué se entrega con esa pasión a levantar una finca ruinosa; seguro que no es por indicación del diablo, sino de su carácter pasional y enérgico. Finalmente, una única pincelada, ese rayo de luz especial que todo lo ilumina, y que sirve, tras hablar de su agradabilidad y buen trato, para definirlo moralmente de una vez por todas y plantear la causa del conflicto al que se enfrentará: es incapaz de mentir. En esa frase: “ser incapaz de engañar o mentir”, se resume todo, porque no será en efecto capaz de mentir o engañar a nadie, pero tampoco a sí mismo y no podrá, por tanto, actuar nunca de mala fe, en el sentido que da Sartre a esa expresión. Oirá a su conciencia, y su conciencia está seriamente trastornada. No tiene la construcción sexual patriarcal del señor rural, la cual le permitiría gozar separadamente del gineceo y del bosque sin ningún problema de conciencia. Pero mantiene intacta, como casi todo varón, la concepción del amor sacro y del amor profano: mujer reproductiva, quizás buena compañera, y mujer lúdica, recreativa, en cualquier caso, objeto a su servicio.

En la decisión de casarse, desea que su matrimonio sea “por amor”, no utilizarlo para calmar su sexualidad, y entonces decide enamorarse de la muchacha inmadura que es Liza. No es algo que le ocurra sin él buscarlo, sino una decisión más o menos consciente: “Se enamoró porque sabía que tenía que casarse”, nos dice Tolstoi en otro sutil desvelamiento. Todo podría haber sido perfecto, si no fuera porque Yevgueni es incapaz de mentir. Si no fuera por el diablo, dirían otros. Pero el diablo que se apodera de él es precisamente su honradez, al no haber asumido su construcción sexual varonil, con toda su mala fe o con todo su obcecado convencimiento. Sin embargo, ese diablo no está completo si no añadimos el concepto de culpa abonado enfermizamente y el concepto de vergüenza social, que Yevgueni, como buen culpabilizado, exagera hasta la saciedad, ya que parece que todo el mundo a su alrededor está dispuesto a transigir, a guardar silencio, a no tomar en cuenta el “pecado”, puesto que se trata del pecado de un varón poderoso. Así que si algún diablo asoma el rabo por el relato no sería otro que este infortunado compuesto: un carácter adecuado y una situación desestabilizadora, una construcción social del sexo no asumida y la culpabilización extrema de origen religioso y social.



[1] Ahora encuentro en Wikipedia que esta es una teoría rechazada por la moderna investigación, pero mucho me temo que la cosa va de otro lado; la misoginia y el pensamiento patriarcal se defiende como puede de todo aquello que amenaza sus fundamentos, por muy socavados que estén o precisamente por eso. Aparte de que la persecución de la “brujería” podría tener este fundamente y a la vez varios más, como, por ejemplo, la aparición de los primeros médicos de “facultad” que tendrían que sustituir a las parteras y curanderas populares, de modo que una limpieza de mujeres sabias era una medida muy adecuada en ese momento. Puede haber y hay más causas aún en el origen, pero una no anula las otras, sino que las refuerza. La teoría de Margaret Murray supone que la brujería no era sino el resto de viejas religiones matriarcales en las que se adoraba en los bosques a dioses pansexuales mediante ritos de fecundidad primitivos.

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