Todos los relatos de León Tolstoi, aparentemente sencillos, son de una gran complejidad. Nunca, sin embargo, esa complejidad es literaria, en el sentido retórico de la palabra literatura –ni alambicadas estructuras, ni juegos lingüísticos ni poéticos, ni grandes alardes formales, hasta donde esto se puede decir cuando se lee una traducción. La complejidad podría ser llamada literaria solamente en dos sentidos; si consideramos la literatura, la narración en este caso, como una forma de desvelamiento moral, y cuando consideramos la literatura un arte y el arte una iluminación. Para centrar lo que decimos, desvelamiento e iluminación sería el arte de Tolstoi. Ni siquiera podríamos hablar de “análisis” de la realidad o del mundo o de la psicología, pues la palabra análisis conlleva el seguimiento de un método científico, un separar las partes metódicamente con conciencia y propósito de hacerlo, que posiblemente Tolstoi nunca se propuso. Él lo que hace, de un modo natural, con la facilidad inmensa del artista, es desvelar; quita todo aquello que cubre la esencia del mundo por el sencillo procedimiento de nombrarlo y contarlo: cada acontecimiento menor, cotidiano, nos va diciendo por sí mismo su importancia en el relato y en el fin que se propone el autor, apartándolo a un lado como diciendo que es un sobrante, algo sólo apariencial, un puro velo o una coraza de lo esencial. Contándolo, Tolstoi lo convierte misteriosamente en pura forma que se adivina a través del velo, forma aparente e inevitable cobertura. Una vez dicho y narrado, desvelado. Y ya desnuda cada parte del asunto, lo ilumina poderosamente y nos convoca a mirar. La iluminación es doble o puede serlo. Una cae sobre el acontecimiento, sobre lo dicho y narrado, que queda expuesto en su esencia, limpio, diáfano; iluminación que es importante e imprescindible, naturalmente, pero que no basta por sí misma, pues la siguiente se produce en el lector convocado por el arte, si por una gracia especial libra sus ojos de las sombras de los prejuicios, de las pasiones, de los deseos, y simplemente, obedece la voz que le dice: “Mira”. Entonces puede ser que se sienta iluminado en su percepción, como cuando se tiene una súbita comprensión de un asunto que se lleva pensando sordamente durante mucho tiempo.
No todo el mundo creerá esto que digo, de ello soy consciente, porque quizás me supongan contagiada de esa parte de Tolstoi que rechaza la modernidad. Pero vamos a suponer que usted, que está leyendo esto ahora mismo, hace un sencillo acto de fe y lo cree; quizás saque la próxima vez que se acerque al maestro ruso un poco más de luz en su lectura. Y si lo cree, como sería mi deseo, con ese generoso acto de fe, cabría preguntarse: “¿Y cómo consigue tal cosa?” Yo, sencillamente, no lo sé. Vendrán con campanuda voz a decir que eso se puede saber con análisis y con estudios más profundos que la simple admiración ante el milagro y que no hay milagro en la literatura desde que se sabe tanto sobre ella. Pues quien lo sepa que lo diga, y si ha descubierto el secreto, que nos lo explique, ya que así cualquiera podrá escribir de ese modo en adelante, ya que bastaría con aprender la técnica por compleja que sea. Pero creo que ningún análisis, ni literario ni científico, podría captar ese secreto del artista, por el cual, así como el que nada hace, desvela e ilumina su objeto, a la vez que nos desvela e ilumina a quienes, acaso con ojos limpios, nos acercamos a mirar.
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